La mano del diablo (17 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Se retorció en la alfombra entre chillidos, pataleando y estirándose el pijama y el pelo; intentaba arrancarse su propia piel porque hacía un calor abrasador, un calor tan insufrible...

«Aquí, estoy aquí, estoy aquí.»

Veinte

Letitia Dallbridge estaba despierta en la cama, en una postura rígida e inmóvil. Al final se decidió y, con una rabia contenida, se echó encima una bata de raso, cogió las gafas y se las puso. A continuación miró la hora: las once y cuarto. Apretó los labios. Era intolerable. Intolerable del todo.

Descolgó el teléfono del edificio y llamó a recepción. Contestaron enseguida.

–¿Desea algo, señora Dallbridge?

–Pues sí, Jason, la verdad es que sí. El inquilino del apartamento de arriba, el 17B, ha estado dando golpes en el suelo sin parar. Golpes y gritos. De hecho, debo decir que ya es mi segunda queja en un mes. Soy vieja y no puedo soportar estos ruidos a estas horas de la noche. No puedo y punto.

–Descuide, señora Dallbridge, que ahora mismo nos ocupamos de ello.

–Lo señalaré en la próxima reunión de propietarios.

–Lo entiendo, señora Dallbridge.

–Gracias, Jason.

Colgó el auricular y escuchó. En efecto, los golpes se habían suavizado; eran más irregulares. De hecho parecían haber parado, así como los gritos, pero ya volverían a empezar. Como siempre. Seguro que el energúmeno del productor musical volvía a celebrar una de sus fiestas, con alcohol, baile, drogas y vaya usted a saber qué más. Y ni más ni menos que en un día laborable. Letitia se ciñó su frágil cuerpo con la bata. Ya no tenía sentido volver a conciliar el sueño. A su edad sería inútil.

Cruzó el salón y puso agua a calentar en la cocina. Después cogió una tetera de plata, metió tres bolsas de manzanilla y esperó el silbido. Al oírlo retiró el agua del fuego, la vertió en la tetera y tapó esta última con un aislante para que no se enfriase. Una cucharilla de plata y dos tostadas con mantequilla completaron su
petit déjeuner.
Cogió la bandeja y se la llevó al dormitorio, donde lanzó una mirada asesina al techo, antes de apoyar las almohadas de raso en la pared y servirse la infusión.

El aroma floral del líquido y su temperatura la calmaron rápidamente. La vida era demasiado corta para dejarse molestar más de lo necesario. Ahora el apartamento de encima era como una tumba, pero daba igual: tomaría enérgicas medidas para asegurarse de que no la volvieran a despertar así.

Le llamó la atención un ruidito, un suave golpeteo. Parecía que volvía a llover. Por la mañana, al salir, tendría que acordarse del Burberry y...

Los golpecitos crecieron en intensidad. Se les había sumado un olor como de beicon frito, leve pero inconfundible, que al igual que la lluvia iba creciendo. Era un olor desagradable, repulsivo, como de carne quemada. Letitia olisqueó, mirando a su alrededor. ¿Se habría dejado el fogón encendido? Imposible. Ni siquiera...

¡Plop! Una gran gota de algo aceitoso aterrizó en la taza y la salpicó. Siguieron varios goterones más que le mojaron de infusión la cara, la bata y el precioso puf de raso.

Al mirar hacia arriba, quedó horrorizada por la presencia de una mancha en el techo de su dormitorio, una mancha de brillos oleaginosos a la tenue luz de la mesita de noche.

Letitia Dallbridge arrancó el auricular de su soporte y volvió a llamar abajo.

–Diga, señora Dallbridge.

–¡Ahora el apartamento de arriba tiene una filtración! ¡Cae directamente por el techo de mi dormitorio!

–Ahora mismo mandamos a alguien. Cortaremos inmediatamente el agua de ese apartamento.

–¡Es un escándalo! ¡Mi precioso puf inglés está para tirar a la basura! ¡A la basura!

Ahora el líquido se filtraba por varios puntos, acumulándose en los bordes del rosetón. Hasta se deslizaba por el candelabro veneciano del centro del techo. Estaba mojando sus sillas Luis XV y su cómoda Chippendale. Haciendo de tripas corazón, se inclinó y acercó el dedo a una de las manchas marrones de la taza de porcelana. Era una sustancia caliente y parecida a la grasa, como sebo o cera. Se encogió del susto.

–¡No es agua! –exclamó–. ¡Es una especie de grasa!

–¿Grasa?

–¡Sí! ¡Grasa! ¡Del apartamento de arriba!

Se oyó un ruido de conversaciones atropelladas, seguido de nuevo por la voz de su interlocutor, un poco agitada.

–Se nos han disparado unas alarmas. Es posible que haya un incendio en el apartamento de encima del suyo, señora Dallbridge. Escuche atentamente: no salga de su casa. Si empezara a entrar humo por la puerta principal, ponga una toalla mojada. Espere instrucciones y...

El resto de la frase quedó sumergido por la estridencia insoportable de la alarma antiincendios del pasillo, seguida por la sirena interna del apartamento, todavía más ensordecedora. Letitia soltó el auricular para taparse las orejas. Poco después oyó el ruido seco de los aspersores al ponerse en marcha. De repente la habitación estaba llena de agua llegada de todas partes.

La señora Dallbridge estaba en un estado de
shock
tan profundo que se quedó como una estatua, sin entender nada, mientras los aspersores oscurecían lentamente su bata y su preciosa colcha, y rellenaban la taza de la bandeja con agua fría y gris.

Veintiuno

El hedor que flotaba en la entrada del apartamento hizo que D'Agosta supiera lo que había ocurrido; un hedor que se acentuó al cruzar la vivienda en dirección al dormitorio principal. Había llegado medio dormido a la recepción del edificio (el informe sobre el tiroteo en Riverside Park se le había resistido más de lo previsto), pero ahora no quedaba ni rastro de sueño en su cabeza. Parecía mentira que un olor así lo venciera todo: lo grogui que se estaba a las dos de la mañana, el dolor de articulaciones, el de los arañazos en las rodillas y el escozor de las ortigas por las que había tenido la mala suerte de rodar al huir de los matones.

D'Agosta había visto muchos homicidios desagradables, pero ninguno que le preparase para lo que había en el suelo, junto a la cama. Parecía claro que se trataba de un cadáver, pero nunca había visto esa manera de reventar (desde el pubis hasta el esternón, con un amasijo de órganos quemados y negros derramándose por la abertura). Con un gesto casi inconsciente, levantó la mano y tocó la cruz que llevaba bajo la camisa, palpando su presencia tranquilizadora. Así haría las cosas el diablo, si existiera. Decididamente, las haría así.

Al mirar a Pendergast, le consoló un poco ver que hasta el gran detective estaba más blanco de lo habitual. Parecía haber perdido sus impulsos habituales de tocar, curiosear y olisquear.

Vestido con un frac y una corbata blancos, su cara reflejaba algo parecido a la impresión.

El último de los del departamento de pruebas (el encargado de las huellas dactilares) rodeó el cadáver a gatas, cargado de probetas y de pinzas. También estaba un poco verde, y eso que los de su departamento eran gente dura. Su misión era encontrar fibras y pelos, y recoger cualquier clase de restos. Un trabajo, ciertamente, de proximidad. Apareció el forense.

–¿Qué, ya han terminado?

–Eso espero.

Pendergast mostró su identificación.

–¿Me permite unas preguntas, doctor?

–Adelante.

–¿Ya sabe la causa de la muerte?

–Todavía no. Lo que está claro es el calentamiento, y la quemadura, pero la causa... No tengo la menor idea.

–¿Algún acelerador?

–Negativo, al menos en los preliminares –contestó el experto en pruebas–. Hay otras anomalías. Observe la falta del efecto pugilístico. No se aprecia la contracción de los músculos de los brazos, típica de estos casos de quemaduras graves. Observe también que el calor ha fracturado los huesos de las extremidades; es más, si nos acercamos al centro del cadáver, los huesos están calcinados. ¿Usted se da cuenta del calor que se necesitaría para provocar este efecto? Muy por encima del umbral de combustión. Sin embargo, en el resto de la habitación no se ha incendiado nada. No hay nada que haya estado a punto de inflamarse. El calor estaba localizado exclusivamente en el cuerpo.

–¿Qué clase de calor se ha aplicado?

El doctor negó con la cabeza.

–Aún no lo sé.

–¿Combustión espontánea?

La mirada del forense se volvió más aguda.

–¿Como Mary Reeser, quiere decir?

–¿Conoce el caso, doctor?

–En la facultad de medicina es una especie de leyenda, o mejor dicho, un chiste. Creo recordar que lo investigó el FBI.

–En efecto, y si el expediente tiene alguna credibilidad, la CHE, o combustión humana espontánea, dista mucho de ser un chiste.

El doctor emitió una risa grave y cínica.

–Ustedes los del FBI y los acrónimos... Dudo, señor Pendergast, que «CHE» figure en el manual de Merck.

–Hay más cosas en el cielo y la tierra que cuantas se sueñan en su filosofía, doctor, o en el manual de Merck. Le enviaré el informe para que le eche un vistazo.

–Usted mismo.

El forense les dejó a solas con el cadáver para intercambiar unas palabras con el hombre del departamento de pruebas.

D'Agosta sacó la libreta y el bolígrafo. No se le ocurría nada que escribir, pero necesitaba alguna excusa para no seguir mirando. Hizo el esfuerzo de anotar «23 de octubre, 2.20 AM, Quinta Avenida, 321, Apt. 17B, Cutforth». La caligrafía se estaba resintiendo debido a sus esfuerzos por respirar únicamente por la boca. En adelante siempre llevaría encima un Vicks Vaporub. Para las citas, para las vacaciones, para ir a la bolera... Siempre.

Oyó un murmullo en el salón. Eran inspectores de Homicidios. Llegaban del pasillo; acababan de interrogar a un empleado de mantenimiento (lejos del hedor). D'Agosta estaba contento de haber podido entrar con disimulo en el apartamento. No quería que sus antiguos compañeros de trabajo le vieran con la insignia de la policía de Southampton y con galones de sargento en los hombros.

Volvió a concentrar la mirada en la página de la libreta, pero tenía el cerebro embotado. Así pues, renunció y miró hacia arriba.

Pendergast parecía haber superado su inicial repugnancia, pues estaba examinando a gatas el cadáver. Tenía una probeta y unas pinzas en las manos, como el experto en pruebas (¿dónde guardaba todo eso en un traje tan ajustado como el que llevaba?), y en ese momento estaba metiendo algo en la probeta con movimientos sumamente precavidos. A continuación se acercó a una pared y se concentró en el examen con lupa de una zona chamuscada. La estudió tanto tiempo que al final D'Agosta también la miró. En esa zona, la pintura presentaba ampollas y se había amarronado. No había ningún indicio de pezuña, pero al fijarse más D'Agosta empezó a sentir un hormigueo que subió por su columna vertebral e invadió su cuero cabelludo. Se veía borroso, desdibujado, pero... ¡Maldita sea! ¿Sería como lo de las manchas de tinta, algo puramente mental?

Pendergast se volvió bruscamente y le sorprendió mirando.

–¿También lo ve?

–Creo que sí.

–¿Qué ve, exactamente?

–Una cara.

–¿Qué tipo de cara?

–Una cara fea de la hostia, con labios y ojos grandes y la boca abierta, como a punto de morder.

–¿O de tragar?

–Sí, más de tragar que de morder.

–Es asombroso el parecido con el fresco de Vasan del diablo tragándose a los pecadores, el del interior de la cúpula del Duomo.

–¿Ah, sí? Ya. Bueno.

Pendergast retrocedió, pensativo.

–¿Conoce la historia del doctor Faustus?

–¿Faustus? ¿Se refiere a Fausto? ¿El que vendió su alma al diablo?

Pendergast asintió.

–Es una historia con bastantes variantes. La mayoría han llegado hasta nosotros en relatos manuscritos de la Edad Media. Cada narración tiene características propias, pero en todas hay una muerte parecida a la de Mary Reeser.

–El caso que comentó con el forense.

–Exacto. Combustión humana espontánea. Los medievales lo llamaban «fuego interior».

D'Agosta asintió. Tenía el cerebro como de plomo.

–El caso de Nigel Cutforth parece un ejemplo clásico, incluso más que el de Grove.

–¿Me está diciendo que cree que el diablo vino a buscarle?

–Refiero la observación sin adjuntar hipótesis alguna.

D'Agosta negó con la cabeza. Era todo tan siniestro... No podía serlo más. Se percató de que su mano volvía a subir hacia la cruz. No, no podía ser obra del diablo. ¿O sí?

–Buenas tardes.

Llegaba de atrás, y era una voz de mujer, una voz tranquila y profesional de contralto.

Al volverse, el sargento vio a una mujer en el umbral, con traje gris a rayas y galones de capitán en el cuello de la camisa blanca. Detrás había varios inspectores. Se fijó en ella: era baja y delgada, con pechos grandes, pelo negro y brillante y una cara pálida, bastante fina. Sus ojos eran profundamente azules. No aparentaba más de treinta y cinco años, una edad sorprendentemente joven para un capitán de la brigada de Homicidios. Le sonaba de algo. De hecho la conocía. Se le hizo otra vez un nudo en el estómago. Quizá se hubiera precipitado un poco en felicitarse de no coincidir con ninguno de sus antiguos compañeros de trabajo.

–Soy la capitana Hayward –dijo ella con autoridad mirando a D'Agosta con una atención ligeramente incómoda. Al parecer también le había reconocido–. Sé que ya han enseñado sus identificaciones en la puerta, pero ¿me permitirían verlas de nuevo?

–Naturalmente, capitana.

Pendergast sacó la suya con un gesto elegante. Hayward la cogió, la examinó y levantó la vista.

–Señor Pendergast...

Pendergast hizo una reverencia.

–Encantado de volver a verla, capitana Hayward. ¿Me permite que la felicite por su regreso al cuerpo, y sobre todo por su ascenso?

Hayward volvió a mirar a D'Agosta sin hacer ningún comentario. El sargento había sacado su insignia, pero la capitana le observaba a él, no la chapa. Con el nombre volvieron los recuerdos: Laura Hayward, que había sido agente de tráfico, y que en aquel entonces iba a la facultad y escribía un libro sobre los vagabundos del Manhattan subterráneo para sacarse un máster o algo así. Habían colaborado brevemente en el caso de Pamela Wisher. Entonces ella era sargento y él teniente. El corazón le dio un vuelco.

–Y usted debe de ser el teniente Vincent D'Agosta.

–En este momento, sargento Vincent D'Agosta.

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