La mano del diablo (20 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Tenemos que ser rápidos –dijo Pendergast al levantarse.

D'Agosta le siguió, encorvado por el peso del ariete. A pesar de que iba de nuevo al gimnasio desde el tiroteo del parque, aún estaba en baja forma; el peso del ariete se acercaba a los veinte kilos, y cada paso reavivaba el dolor de sus piernas. La pasarela del
Stormcloud
estaba levantada, pero en la parte trasera había una escotilla de embarque justo al nivel del muelle. Pendergast se detuvo, sacó su Les Baer personalizada calibre 45 de la chaqueta y retrocedió indicando la escotilla.

–Usted primero, Vincent.

D'Agosta buscó en lo más profundo de su memoria. ¿Qué le habían enseñado en la academia? «No te eches encima de la puerta, balancea el ariete.» Respiró hondo, sujetó los mangos con todas sus fuerzas y empujó. La escotilla se hundió con un fuerte y satisfactorio impacto. Pendergast se agachó para entrar, pistola en mano. D'Agosta subió tras él.

Habían accedido a un pasadizo, bordeado en un lado por mamparos pintados y en el otro por ventanas ahumadas. Pendergast abrió una puerta empotrada en los mamparos. De pronto se vieron rodeados por todo el lujo del salón de un yate, con moqueta color crema y mesas negras lacadas con ribetes dorados.

–¡FBI! –dijo Pendergast con brusquedad–. ¡No se mueva!

Bullard estaba en el centro de la sala, con un chándal azul claro y un puro en la mano. Su expresión manifestaba el mayor de los asombros, y también un poco de miedo, o al menos eso le pareció a D'Agosta.

–¡No se mueva!

Bullard se rehizo enseguida. Su cara estaba roja y las venas de su cuello hinchadas. La sorpresa se había convertido en una rabia mal disimulada. Acercó el puro a sus labios carnosos, lo chupó y expulsó el humo.

–¡Vaya! El desgraciadillo ha traído refuerzos.

–Que se le vean las manos –le advirtió Pendergast, acercándose sin bajar la pistola.

Bullard abrió las manos.

–Ya tiene una escena para su próxima novela, D'Agosta. Seguro que en el barrio de mala muerte donde creció, allá en la calle Carmine, no había nada parecido a este yate. Siendo hijo de un poli de tres al cuarto que se pasaba el día en los billares, y de una madre...

D'Agosta se le echó encima, pero Pendergast se interpuso con la velocidad de un rayo.

–No le siga el juego, sargento.

D'Agosta tragó una bocanada de aire. Casi no podía respirar.

–¡Venga –dijo Bullard con desprecio–, a ver si aún te cuelga algo debajo de la barriga! Tengo sesenta años, pero podría tumbarte con una mano, culo gordo.

Pendergast sostuvo la mirada de D'Agosta, mientras negaba lentamente con la cabeza. D'Agosta tragó saliva y se apartó. Pendergast se volvió hacia Bullard y le sometió a la mirada de sus ojos plateados.

–¡Anda! ¡Un enterrador jugando al FBI! Purria blanca del profundo sur. Muy blanca, por lo que veo.

–Para servirle –dijo Pendergast en un tono tranquilo.

Bullard soltó una carcajada y se hinchó como una mamba negra, tensando la tela del chándal. El puro seguía entre dos de sus dedos, enormes como palas. Cortó la risa metiéndolo de nuevo entre sus labios, antes de arrojarles una nube de humo.

Pendergast dejó el fax sobre una mesa de ébano y señaló la pared del fondo, donde había un panel lacado de grandes dimensiones.

–Sargento, por favor, abra el panel.

–Eh, un momento, que necesitan una orden judicial...

Pendergast señaló el fax con uno de sus finos dedos.

–Lea.

–Quiero que venga mi abogado.

–Primero obtendremos las pruebas que aparecen en la orden. Al menor paso en falso, será esposado y acusado de obstrucción a la justicia. ¿Hay alguien más en el barco?

–Vete a la mierda.

D'Agosta se acercó al panel indicado por Pendergast y pulsó el único botón. Al deslizarse, el panel dejó a la vista una pared de instrumentos electrónicos, un monitor y un teclado.

–Coja la CPU.

D'Agosta apartó el monitor, siguió el cable y encontró la CPU debajo, en un hueco.

–No toquen mi ordenador.

Pendergast señaló la mesa con la cabeza.

–Está en la lista, señor Bullard.

D'Agosta dio un tirón suave al cable y sacó la CPU. Después se metió una mano en el bolsillo, pegó etiquetas de pruebas en las disqueteras y las tomas del ratón y el teclado, dejó la CPU en el suelo y cruzó los brazos.

–¿Está armado? –preguntó Pendergast a Bullard.

–Claro que no.

Pendergast se guardó la Les Baer en el traje.

–Muy bien. –De repente su tono era suave y afable, endulzado por la nata de su acento sureño–. Además de la orden judicial, señor Bullard, también hay una citación que le aconsejo leer.

–Quiero que venga mi abogado.

–Naturalmente. Le llevaremos a la comisaría central y le interrogaremos bajo juramento. Su abogado podrá asistir al interrogatorio.

–Ahora mismo lo llamo.

–Usted se queda en el centro de la habitación con las manos a la vista en todo momento. No tiene derecho a llamar a un abogado solo porque le apetezca. Cuando sea el momento, se le permitirá usar el teléfono.

–Tu padre. No tienes jurisdicción. Ojo, albino de mierda, que te arranco la chapa y te meriendo. No tienes ni idea de quién soy.

–Creo que su abogado le aconsejaría que no hiciese comentarios.

–No pienso ir a la comisaría.

Pendergast cogió la radio que llevaba encima.

–¿Manhattan sur? ¿Con quién hablo, por favor? ¿Shirley? Soy el agente especial Pendergast, del FBI. Estoy en el puerto deportivo de East Cove, dentro del yate de Locke Bullard...

–Apaga esa radio ahora .mismo.

La voz suave de Pendergast no se interrumpió.

–Sí, Locke Bullard, el industrial. En su yate, el
Stormdoud.
Nos lo llevamos para interrogarle sobre los asesinatos de Grove y Cutforth.

D'Agosta vio cómo Bullard palidecía. Debía de saber que todas las agencias de noticias de Nueva York tenían controladas las frecuencias policiales.

–No, no es sospechoso. Repito: no es sospechoso.

El énfasis que puso Pendergast en la partícula negativa tuvo el singular efecto de dar exactamente la impresión contraria.

Bullard les lanzaba miradas asesinas bajo su frente de Cromagnon y sus pobladas cejas. Tragó saliva e hizo el esfuerzo de mostrarse razonable.

–Oiga, Pendergast, que el numerito de poli duro sobra.

–Shirley, necesitaremos refuerzos y un coche patrulla con escolta para llevar al señor Bullard al centro. Exacto. Sí, creo que con tres será suficiente. No, ahora que lo pienso, que sean cuatro. Tratándose de alguien muy conocido, seguro que aparecerán un montón de curiosos.

Pendergast se guardó la radio en el traje, cogió el teléfono móvil y se lo lanzó a Bullard.

–Ya puede llamar a su abogado. Comisaría central, sección de interrogatorios, sótano, dentro de cuarenta minutos. El café lo ponemos nosotros.

–Cabrón...

Bullard marcó un número, habló en voz baja y al terminar devolvió el móvil a Pendergast.

–Supongo que le ha repetido mi consejo: que no abra la boca.

Pendergast sonrió. Bullard no dijo nada. Acto seguido, Pendergast empezó a curiosear por el lujoso salón, pero sin ningún objetivo; a juzgar por su manera de admirar los grabados deportivos de las paredes, casi parecía estar matando el tiempo.

–¿Qué, nos vamos? –se impacientó Bullard.

–Vuelve a hablar –dijo D'Agosta.

Pendergast asintió, distraído.

–Parece que el señor Bullard es de los que no escuchan a sus consejeros.

Bullard se quedó callado, con un temblor de cólera.

–Creo que necesitaremos un poco más de tiempo, sargento. No debemos dejar pasar nada por alto.

–Claro, claro.

D'Agosta seguía indignado, pero tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Acababa de entender las intenciones de Pendergast.

El agente siguió paseando por la sala. Dobló un periódico, estudió una litografía enmarcada... Pasaron diez minutos, y Bullard se puso más nervioso. D'Agosta empezaba a oír sirenas y el lejano graznido de un megáfono. Pendergast cogió un número de
Fortune,
lo hojeó y lo devolvió a su sitio para mirar su reloj.

–¿Se le ocurre algo interesante en lo que no me haya fijado, sargento D'Agosta?

–¿Ha mirado el álbum de fotos?

–Magnífica idea.

Pendergast lo abrió y lo hojeó, deteniéndose en algunas páginas con una mirada de concentración. Parecía estar memorizando caras; esa, al menos, fue la impresión de D'Agosta. Pendergast cerró el álbum suspirando.

–¿Vamos, señor Bullard?

Bullard se volvió y, tras echarse encima una cazadora, siguió al agente con cara de perro. D'Agosta iba en último lugar, con el ariete al hombro. Cuando salieron al muelle por la escotilla, el ruido de voces aumentó de golpe. Fueron recibidos por gritos, ulular de sirenas y la voz de un policía por megáfono. Al otro lado de la verja, los fotógrafos ocupaban sus posiciones. La policía hacía lo posible por despejar el camino a sus vehículos.

Al ver el panorama, Bullard detuvo bruscamente sus pasos.

–¡Cabrón! –Sus palabras, dirigidas a Pendergast, fueron como escupitajos–. Ha esperado adrede para que llegara todo el mundo.

–No sea modesto, señor Bullard.

–Además –dijo D'Agosta–, quedará genial en la portada del
Daily News
con el anorak en la cabeza.

Veinticuatro

Bryce Harriman volvió a la parte alta de la ciudad al volante de un coche de prensa del
Post.
Lo del puerto deportivo había sido un desastre; salvo un grupito de curiosos, allí estaba la prensa neoyorquina en su apogeo, un festival de tacos y empujones que le recordó los Sanfermines. ¡Qué manera de perder el tiempo! Nadie respondía, nadie sabía nada... Solo caos y gritos. Habría sido preferible volver directamente a la oficina para escribir sobre el asesinato de Cutforth, en vez de perder el tiempo con aquel aviso por radio.

El tráfico procedente de West Street empezaba a intensificarse. Tocó la bocina renegando. Habría sido mejor coger el metro. A esa velocidad no llegaría hasta las cinco a la oficina, y la última entrega para la edición matinal era a las diez.

Redactó el primer párrafo unas cuantas veces, y lo despedazó otras tantas mentalmente. Se acordó del gentío delante del edificio de Cutforth. Su público era ese, la gente que había visto aquella tarde: gente ávida, ansiosa de noticias. Y con Smithback de vacaciones y el
Times
tratando la noticia como una especie de vergüenza para la ciudad, tenía el campo libre.

El asesinato de Cutforth daba para un titular, dos como mucho, pero Harriman dependía de la voluntad del asesino, y no se sabía si volvería a actuar ni cuándo. Necesitaba urgentemente algo nuevo.

Aprovechando que el tráfico mejoraba un poco, cambió de carril, enseñó el dedo al que le pitaba por detrás y se jugó la vida (y la de media docena de conductores) para ganar un coche de distancia. Volvió a enseñar el dedo. Había tanto cabrón suelto...

Fue cuando se le ocurrió. Un nuevo enfoque. Lo que necesitaba era un experto que le ofreciera una nueva perspectiva. Pero ¿quién? La respuesta, la segunda inspiración genial, fue tan rápida como la primera.

Cogió el móvil y marcó el número de su despacho.

–¿Qué, Iris?

–Eso digo yo, ¿qué? –respondió su ayudante–. No doy abasto para atender todas las llamadas. Parezco un cojo en un concurso de patadas.

Al oír el tono bromista y familiar de Iris, Harriman hizo una mueca. Se suponía que él era el jefe, no la secretaria del cubículo de al lado.

–¿Quieres oír tus mensajes? –preguntó ella.

–No. Lo que quiero es que te pongas en contacto de mi parte con ese investigador de fenómenos paranormales... ¿Cómo se llama? Monk, o Munch, algo alemán. El que hizo un programa de exorcismos en Discovery Channel. ¿Te acuerdas? Exacto. Sí, me da igual lo que tardes. Consíguemelo.

Cortó la llamada y tiró el móvil al asiento de al lado. Después se apoyó en el respaldo y sonrió; la cacofonía de bocinazos que rodeaba su coche se convirtió en una sinfonía.

Veinticinco

D'Agosta no tuvo más remedio que admirar la genialidad escenográfica de la sección de interrogatorios de la jefatura de policía. Quizá fuera el último lugar de Nueva York donde se podía fumar sin que te detuviesen. El resultado era una pátina marronosa que recubría las paredes. De hecho, la dejaban adrede. El aire estaba tan enrarecido que te imaginabas un cadáver escondido en algún sitio. El suelo de linóleo era tan viejo que podía arrancarse y meter en una vitrina del Smithsonian Museum.

El entorno le produjo cierta satisfacción. Locke Bullard, que aún llevaba su chándal azul y sus náuticos, estaba sentado al otro lado de una mesa sucia de metal, con los ojos rojos de rabia. Pendergast ocupaba el asiento de delante, mientras que D'Agosta se había quedado al fondo, cerca de la puerta. El supervisor, una figura cuya presencia se había convertido en obligatoria en cualquier interrogatorio, estaba al lado de la cámara de vídeo, metiendo la barriga y haciendo lo posible por ofrecer una imagen servicial. Todos esperaban al abogado de Bullard, que estaba en un atasco del que los responsables eran precisamente ellos.

Se abrió la puerta y entró la capitana Hayward. D'Agosta sintió que la temperatura bajaba unos diez grados. La capitana les miró y les hizo señas de salir al pasillo.

Les condujo a un despacho en desuso. Una vez dentro, cerró la puerta.

–¿De quién ha sido la idea del circo mediático? –quiso saber.

–Desgraciadamente, era la única solución –contestó Pendergast.

–No me venga con esas. Estaba organizado, y el productor y el director son la misma persona: usted. Fuera hay unos cincuenta periodistas, y todos les han seguido desde el puerto deportivo. Es justo lo que no quería que pasara. Justo el tipo de follón que les advertí que no armasen.

Pendergast respondió con calma.

–Le aseguro, capitana, que Bullard no nos ha dejado otra opción. Llegué a pensar que tendría que ponerle las esposas.

–Deberían haber organizado un encuentro con su abogado en el yate, para que no le pareciera una emboscada y no se pusiera a la defensiva.

–Lo más probable es que cualquier aviso le hubiera hecho huir del país.

Hayward resopló irritada.

–Soy capitana de inspectores de la policía de Nueva York y el caso es mío. Bullard no está entre los sospechosos ni se le tratará como tal. –Hizo girar la silla para mirar a D'Agosta–. Usted se encargará del interrogatorio, sargento. Quiero que el agente especial Pendergast se mantenga al margen, con la boca cerrada. Bastantes problemas ha causado ya.

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