La mano del diablo (19 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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La mujer se apostó al otro lado de una barricada de polis de uniforme y, ante el clamor de la prensa, levantó una mano.

–Cinco minutos de preguntas. Luego toda esta gente tendrá que irse.

Más berridos incoherentes, sumados a la aparición de una selva de micrófonos.

Observó a la multitud, que seguía gritando. Luego miró su reloj y retomó la palabra.

–Cuatro minutos.

Fue suficiente para hacer callar a la prensa. El resto (los juerguistas, las brujas, los satánicos, los tíos raros con cristales o perfumes) intuyeron algo interesante y también se calmaron un poco.

–Soy la capitana Laura Hayward, de la brigada de Homicidios de la policía de Nueva York. –Su voz, a la vez clara y suave, obligó a la gente a callarse un poco más para entenderla mejor–. El difunto es Nigel Cutforth, que murió aproximadamente a las once y cuarto de esta noche. De momento se desconoce la causa de su muerte, pero existen sospechas de homicidio.

«Cuéntame algo nuevo», se dijo Harriman.

–Ahora daré paso a algunas preguntas –dijo, antes de señalar a un periodista que movía las manos como un desesperado.

Fue un verdadero aluvión de preguntas.

–¿La policía ha detectado algún parecido entre esta muerte y la de Jeremy Grove? ¿Existen similitudes? ¿Diferencias?

Los labios de la capitana dibujaron una sonrisa irónica.

–En efecto. Sí y sí. ¿Qué más?

–¿Algún sospechoso?

–De momento no.

–¿Ha aparecido alguna pezuña u otra señal del demonio?

–Nada de pezuñas.

–Hemos oído que en la pared hay una quemadura con el dibujo de una cara.

La sonrisa abandonó brevemente el rostro de la joven.

–Se trata de una mancha irregular que a algunas personas les ha recordado una cara.

–¿Qué tipo de cara?

De nuevo la sonrisa irónica.

–Los que dicen haberla visto la han calificado de fea.

La gente volvía a gritar.

–¿Es la cara del demonio? ¿Con cuernos? ¿Tenía cuernos?

Una docena de personas lo preguntaron simultáneamente. Los micros se acercaron chocando entre sí.

–Como nunca he visto al demonio –contestó Hayward–, no se lo puedo decir. Que yo sepa no había ningún cuerno.

Harriman tomaba notas como un poseso. Un grupo de reporteros preguntaba a la capitana si había sido el demonio, pero ella se hacía la sorda. ¡Dios santo! ¿El que gritaba era Geraldo? Decididamente, había hecho mal en no acudir la misma noche.

–¿Ha sido el demonio? ¿Usted qué opina? –se oyó exclamar a varias voces a la vez.

Hayward levantó la mano.

–Me gustaría contestar.

Esta vez se callaron.

–En esta ciudad ya hay bastantes demonios de carne y hueso. No necesitamos invocar a ninguno sobrenatural.

–Entonces ¿cómo murió? –dijo a pleno pulmón un reportero–. ¿Cuál fue la causa de las heridas? ¿Estaba cocido, como el otro?

–Ya se ha procedido a la autopsia, y cuando esté completa podremos ofrecerles más datos.

Hablaba con calma y racionalidad, pero Harriman no se dejó engañar. La policía de Nueva York aún estaba completamente in albis, y así lo diría en su artículo.

–Gracias –dijo ella–. Buenas tardes. Ahora disuélvanse.

Más gritos. Empezaron a llegar más policías dispuestos a contener a la multitud, levantar barreras y dirigir el tráfico.

Harriman se alejó, estableciendo mentalmente las bases del artículo. Era una auténtica bomba. Por fin algo que valía la pena. Ya era hora.

Veintitrés

Cuando el Rolls-Royce de época se aproximó a la verja del puerto deportivo de East Cove, D'Agosta cambió de postura en el asiento trasero y miró por la ventana; procuró no pensar en lo magullado que tenía el cuerpo. Entre el asesinato de Cutforth y todas las investigaciones relacionadas con el lugar del crimen, no había dormido más de dos horas.

Para esa misión, Pendergast había prescindido de su chófer Proctor y había preferido conducir él mismo. Era un hermoso día de otoño. El sol de la mañana brillaba en la bahía como monedas de oro arrojadas a las olas. El ferry de Staten Island salía pesadamente de su atracadero y removía las aguas a su paso, con un restallido de banderas y una estela de gritos de gaviotas. La masa azul de Staten Island se dibujaba en el horizonte, fundida con el bajo perfil de New Jersey. Por las ventanillas entraba olor a sal.

D'Agosta se fijó en el puerto deportivo. Un muro salvaba las hileras de yates relucientes de las miradas del vulgo, pero desde lo alto de Coenties Slip era posible verlos en toda su magnificencia, reflejando el sol en los amarraderos.

–No podrá entrar sin una orden –dijo–. Ya he hablado con Bullard, y sé cómo es.

–Veremos –dijo Pendergast–. Siempre prefiero empezar con buena educación.

–¿Y si esa buena educación no sirve de nada?

–Entonces se pueden contemplar medidas más firmes.

D'Agosta se preguntó qué entendía por «más firmes».

Pendergast redujo la velocidad del Rolls, acercó la mano a un panel de cerezo situado junto al asiento del conductor y usó el teclado del ordenador que había allí. Se acercaban a la verja de tela metálica que daba acceso al aparcamiento general del puerto deportivo, pero el ocupante de la garita, que había visto el Rolls aproximarse, la estaba abriendo ya. Pendergast frenó justo al principio del aparcamiento, desde donde se tenía una buena vista de la Upper Bay. En la pantalla del ordenador apareció la imagen de un magnífico yate.

No tardaron en reconocer su original, entre el bosque de mástiles y palos, anclado al fondo de la zona de estacionamiento.

D'Agosta silbó.

–¡Menudo barco!

–Sí, es un yate motorizado Feadship de 2003, con casco diseñado exclusivamente por De Voogt. Cincuenta y dos metros de eslora, con un desplazamiento de setecientas cuarenta toneladas métricas. Dos motores diesel Caterpillar de dos mil quinientos caballos, que alcanzan una velocidad de crucero de treinta nudos. Tiene una autonomía enorme y es extremadamente cómodo.

–¿Cuánto vale?

–Bullard pagó cuarenta y ocho millones.

–¡Madre mía! Y ¿para qué quiere un barco así?

–Quizá no le guste volar. O quizá prefiera alejarse de oídos y miradas indiscretas. Con un barco así, salir a las aguas internacionales es coser y cantar.

–Es curioso, pero en la última entrevista con Bullard tuve la impresión de que no le hacía mucha gracia que le impidiésemos salir del país. Es posible que esté planeando un viaje internacional.

Pendergast le miró con interés.

–¿Ah, sí?

Condujo hacia la segunda barrera de seguridad: la verja del aparcamiento para VIP, vigilada por un guardia de seguridad pelirrojo, bajito, de barbilla pronunciada y aspecto agresivo. Al verle, D'Agosta supo a qué atenerse. Era de los que tenían el prurito de no dejarse impresionar por nadie ni por nada, ni tan siquiera por un Rolls-Royce Silver Wraith del 59.

–¿Qué quieren?

Pendergast sacó la insignia por la ventanilla.

–Venimos a ver a Locke Bullard.

El vigilante examinó la insignia y a su dueño con una mueca de recelo.

–¿Y él?

D'Agosta también le enseñó su identificación.

–¿De qué se trata?

–Asuntos de la policía.

–Tengo que llamar.

El vigilante se llevó las insignias a la garita, descolgó el auricular, habló unos minutos y volvió con las insignias y un teléfono inalámbrico.

–Quiere hablar con un tal D'Agosta.

–Soy yo.

Le dio el teléfono.

–Soy D'Agosta.

La voz grave de Bullard hizo vibrar el aparato.

–Ya me imaginaba que volvería.

D'Agosta se encrespó al oírla. Era el mismo hombre que había intentado humillarle en el Athletic Club, y quizá el responsable de que hubieran intentado pegarle un tiro. Aun así, trató de controlarse.

–Esto se puede hacer de dos maneras –dijo con toda la serenidad posible–: por las buenas o por las malas. Usted mismo, Bullard.

Oyó una carcajada.

–La misma frasecita cutre del otro día en el club. Pues mire, resulta que desde que tuvimos esa agradable conversación le he mandado investigar, y ya lo sé todo sobre usted. Conozco hasta el último detalle de su sórdida existencia. Empezando por su mujer, la que está en Canadá y lleva seis meses tirándose a otro, y usted sin enterarse. El tío se llama Chester Dominic y es vendedor de caravanas en Edgewater. ¡Igual ahora mismo están follando! Qué idea, ¿eh?

La mano de D'Agosta apretó el teléfono.

–También conozco las cifras de venta de sus novelas. La última vendió seis mil doscientos quince ejemplares. Eso entre tapa dura y bolsillo, e incluyendo todos los que compró su madre. ¡Tiembla, Stephen King! –Otra risa ronca–. Tengo su informe personal de cuando estaba en la policía de Nueva York, incluso los expedientes disciplinarios. Una lectura muy interesante. Y también sus informes médicos y psiquiátricos, que incluyen los de Canadá. Siento mucho que tenga problemas de erección. Quizá sea el motivo de que su mujer se lo ponga todo en bandeja al bueno de Chet. ¡Y encima una depresión! Eso sí que es una putada. ¿Ya se ha tomado el Zoloft de esta mañana? Parece mentira la cantidad de cosas que se pueden averiguar siendo dueño de una aseguradora médica. Al leer el informe se me han venido a la mente una serie de palabras, como ruina, acabado, fracasado...

Fue como si los ojos de D'Agosta tuvieran delante una fina cortina roja.

–Acaba de cometer el error de su vida, Bullard.

Otra risa, y se cortó la comunicación.

D'Agosta devolvió el teléfono al vigilante. Tenía la cara como un tomate. Qué hijo de puta. ¡Qué hijo de puta! Tenía que ser ilegal. Toda esa información personal no podía conseguirse así como así. Bullard había hablado muy alto. D'Agosta se preguntó si Pendergast lo había oído. Tragó saliva e hizo un gran esfuerzo por dominar su rabia.

–Está obstruyendo la entrada –dijo el vigilante, y añadió, como si acabara de recordarlo–: señor.

–Daremos la vuelta a la manzana –le informó Pendergast–, para que el señor Bullard tenga tiempo de cambiar de opinión.

–No cambiará.

Pendergast le dirigió una mirada larga y compasiva.

–Espero que sepa cuándo apartarse. Lo digo por su bien, naturalmente.

–¿Qué quiere decir?

Pendergast puso marcha atrás y pisó el acelerador, dejando un bonito rastro de neumático. Después dio media vuelta en el aparcamiento y se dirigió hacia State Street. Miró a D'Agosta.

–¿Está bien, Vincent?

–Sí, muy bien –farfulló el sargento entre dientes.

Pendergast giró a la derecha y empezó a dar la vuelta a la manzana.

–Parece que el señor Bullard necesita un poco de firmeza.

–Sí.

Pendergast bajó una mano y tecleó un número en el teléfono móvil del salpicadero.

La señal sonó un par de veces por el altavoz, hasta que contestó una voz familiar.

–Capitana Hayward.

–¿Capitana? Soy Pendergast. Vamos a necesitar la citación que le he comentado esta mañana por teléfono.

–¿Por qué motivo?

–Negativa a colaborar y riesgo de huida inminente.

–¡Venga ya! Bullard no es ningún narcotraficante colombiano ni tampoco un terrorista de Oriente Medio. Es uno de los grandes industriales del país.

–Sí, con cuentas y fábricas en el extranjero, y resulta que ahora mismo está en su yate con el depósito lleno y todo lo necesario para un viaje transatlántico. Puede llegar a Canadá, México, Sudamérica, Europa o a donde quiera sin repostar.

Se oyó un suspiro.

–Es americano y tiene pasaporte, así que es libre de marcharse.

–Es un testigo que no colabora. No quiere responder a ninguna pregunta.

–Como mucha gente.

–Tanto Grove como Cutforth le llamaron justo antes de ser asesinados. Existe una relación, y tenemos que encontrarla.

Otro suspiro de irritación.

–Sería la típica operación irregular que sentaría mal en los tribunales.

–Ha amenazado al sargento D'Agosta.

–¿Ah, sí?

Se apreció algo más de interés.

–Una amenaza implícita de soborno, basándose en información personal recabada a través de Northern HealthAtlantic Management, su aseguradora médica.

«Así que lo ha oído», pensó D'Agosta.

–¿En serio? –Una pausa–. Bueno, pues entonces adelante. Ya están listos todos los papeles. Solo falta la firma.

–Magnífico.

Pendergast dio un número de fax.

–Agente Pendergast...

–¿Qué?

–No cometa ninguna chapuza, que valoro mi carrera.

–Yo también.

El fax se deslizó por la minúscula impresora matricial justo cuando doblaban por Pearl Street y emprendían el camino de vuelta hacia el puerto deportivo. Pendergast circuló despacio por el aparcamiento exterior, mientras arrancaba la hoja de la impresora. Se la dio al vigilante.

–¿Ustedes otra vez? –dijo el vigilante, cogiéndola.

Pendergast sonrió y se puso un dedo en los labios.

–Ni una palabra a Bullard.

El vigilante leyó el fax y se lo devolvió. Algo en su cara insinuaba que no estaba del todo insatisfecho con el giro de los acontecimientos.

–Es el momento de apartarse –dijo suavemente Pendergast.

–Sí, señor.

Aparcaron en la zona de VIP. Pendergast abrió el maletero e hizo señas a D'Agosta.

–Para usted.

D'Agosta miró. Dentro había un ariete del FBI, negro y feo, de casi un metro de largo. Era como los que usaban los agentes antidroga en sus redadas.

–¿Es una broma?

–Firmeza, querido Vincent–dijo Pendergast con un esbozo de sonrisa.

D'Agosta cogió el ariete por los dos mangos y lo levantó. Se dirigieron al muelle central por una pasarela. El yate, que estaba en diagonal respecto a ellos, amarrado a su grada privada, era un auténtico espectáculo: blanco, con tres cubiertas, docenas de ventanas ahumadas y una torre de mando erizada de aparatos electrónicos. Su nombre figuraba en la popa:
Stormcloud.

–¿Tripulación? –preguntó D'Agosta.

–Según mis datos, Bullard está solo.

La grada disponía de un muelle exclusivo, protegido por una verja. Pendergast se arrodilló ante ella y acercó las manos a la cerradura. D'Agosta tuvo la impresión de que el agente del FBI se limitaba a probar si estaba abierta. Quizá fuera así, porque la verja basculó obedientemente en sus manos.

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