Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
Y Vasquez era un artista de la mejor calaña; de la que disfrutaba de verdad con su trabajo.
D'Agosta llegó hasta la verja de hierro, y al pisar el freno del Ford Taurus se preguntó si había anotado mal la dirección. Llegaba con una hora de retraso, como mínimo. El papeleo, debido al enfrentamiento del día anterior con Bullard, le había ocupado toda la mañana. La situación había llegado a un extremo en que los polis no podían disparar, interrogar a un sospechoso o tirarse un pedo sin tener que redactar un informe posterior.
Era una verja oxidada con aspecto de abandono, y estaba abierta. Se aguantaba sobre dos pilares de piedra muy gastada. Al otro lado había un camino de gravilla con casi medio metro de hierbajos recién aplastados por el paso de un vehículo. Sí, sí que era allí. Se lo confirmó una placa de piedra enganchada con cemento en uno de los pilares. El nombre estaba desgastado por el tiempo y la intemperie, pero aún podía leerse: RAVENSCRY.
Bajó del coche, hizo chirriar la verja al empujarla, volvió a ponerse al volante y se internó por el camino. El rastro del otro coche (o de los otros coches) formaba dos franjas aplastadas en la hierba. El camino serpenteaba entre los troncos grandes y nudosos de un antiguo bosque de abedules, hasta salir de nuevo al sol y a un prado sembrado de flores silvestres que en otros tiempos, evidentemente, había sido un césped. Al fondo del prado había una lúgubre mansión de piedra, cerrada a cal y canto y protegida del sol por unos olmos. Como mínimo tenía veinte chimeneas. Una auténtica casa encantada. D'Agosta movió lentamente la cabeza. Tras echar un vistazo a las instrucciones de Pendergast, rodeó el edificio por la vía de acceso y llegó a otro camino que cruzaba una serie de viejos jardines en dirección a un molino, situado a la orilla de un pequeño río. Reconoció el Rolls de Pendergast y aparcó al lado. Proctor, el chófer del agente, hacía algo en el maletero. Cuando D'Agosta bajó del coche y se acercó, Proctor se inclinó educadamente y señaló el riachuelo con la cabeza.
D'Agosta siguió un camino de piedra que se apartaba de la pista. A partir de cierto momento vio que le precedían dos personas, dos siluetas moteadas de sombra que hablaban con gran concentración. Una de ellas tenía que ser Pendergast. Le delataban el traje negro y la delgadez. La otra, que llevaba una gorra para el sol y una sombrilla, solo podía ser la joven que se hospedaba en su casa. ¿Cómo se llamaba? Constance.
Al acercarse al riachuelo oyó el murmullo del agua y el canto de los pájaros entre los abedules. Pendergast se volvió y le hizo señas.
–¡Lo ha encontrado, Vincent! Me alegro de que haya venido.
Constance, que también se había vuelto, sonrió con gravedad y le tendió la mano. D'Agosta la cogió y masculló un saludo. Por alguna razón, esa joven le impulsaba a extremar las formas, al igual que su abuela cuando era pequeño. Sus ojos, realmente especiales, quedaban ocultos por unas gafas de sol.
D'Agosta miró el camino manchado de luces y sombras. El molino ya no giraba. El curso del agua había sido desviado hacia una serie de peculiares depósitos de piedra.
–¿Qué es todo esto?
–La finca de mi tía abuela Cornelia, que desgraciadamente tiene problemas de salud y está recluida en una residencia. He empezado a traer a Constance para que tome el aire.
–Para acabar mi rehabilitación –dijo sonriendo un poco–. El señor Pendergast considera que estoy delicada de salud.
–¡Pues vaya finca! –dijo D'Agosta.
–Este molino fue convertido en una granja de truchas en el siglo XIX –contestó Pendergast–. Cada año echaban miles de truchas al Dewing. Tenían el bosque lleno de pavos salvajes, ciervos, faisanes, urogallos, codornices y osos. El domingo, mis parientes y sus amistades salían a cazar, y esto se convertía en el escenario de una masacre.
–Un coto de caza. Debía de pescarse de fábula.
D'Agosta vio correr el agua por su lecho de guijarros, entre profundos remansos que aún debían de abundar en truchas. De hecho, vio que varios peces rompían la superficie.
–Nunca me ha gustado la pesca –dijo Pendergast–. Prefiero otros deportes más sangrientos.
–¿Qué tiene de malo la pesca?
–La encuentro sumamente cotidiana.
–Cotidiana. Ya.
–La mayoría de la servidumbre se fue después de la muerte repentina del marido de mi tía Cornelia. Poco después fue mi tía quien se vio obligada a abandonar la casa. Ahora Ravenscry está vacía y abandonada. –Pendergast agilizó sus explicaciones–. El caso es que le he llamado para analizar el caso en un entorno que invite a la contemplación. Francamente, Vincent, se trata de un caso desconcertante. A estas alturas, normalmente ya tendría algún cabo del ovillo, pero esto es una excepción.
–Sí, se resiste –dijo D'Agosta, y miró de reojo a la joven sin saber cuánto podía decir.
–En presencia de Constance podemos hablar con total libertad.
La joven sonrió con fingida gravedad. Retomaron su paseo por las sombras, en dirección a los coches.
–Vamos a repasar lo que sabemos. Tenemos dos asesinatos, ambos con características inexplicables, empezando por el calentamiento del cadáver y la parafernalia mefistofélica. Sabemos que las víctimas tenían que estar relacionadas entre sí y con Bullard, pero yo aún no he logrado encontrar la relación.
–En eso me ha ayudado la capitana Hayward. Hemos consultado sus facturas de teléfono, los extractos de sus tarjetas de crédito y su historial laboral de los últimos diez años, pero nada. Ni siquiera consta que se conociesen. En cuanto a Bullard, la mayoría de los archivos del ordenador que confiscamos están demasiado encriptados para abrirlos, aunque Hayward me ha facilitado un dato interesante: encontraron una referencia a Ranier Beckmann en un directorio temporal de Internet. Se ve que Bullard también quería localizarle.
–No obstante, según dijo usted, Bullard negó conocer a Beckmann durante el interrogatorio en el Athletic Club. Es evidente que esconde muchas cosas. Está enfadado y a la defensiva; me atrevería a añadir que tiene miedo, pero ¿de qué?
–De ser detenido. Por lo que a mí respecta, es el sospechoso número uno. Lo he estudiado con Hayward y tampoco tiene una buena coartada para el asesinato de Grove. Dijo que esa noche la pasó cruzando el estrecho en su yate, sin tripulación, pero nada le impedía navegar por el Atlántico, desembarcar en la playa de Southampton y hacer el trabajito.
–Es posible, pero a mi modo de ver el hecho de que no tenga coartada para ninguna de las dos noches es un punto a su favor. Además, ¿qué motivos tenía? ¿Por qué matar a Grove y Cutforth? Y ¿por qué hacer que pareciera obra del diablo?
–Tendrá un sentido del humor macabro.
–Al contrario. No se le aprecia sentido del humor alguno, salvo una especie de complacencia gangsteril en el dolor ajeno. Nadie correría tantos riesgos por una simple broma.
–Entonces es que quiere enviar un mensaje.
–Bueno, pero ¿a quién? Y ¿para qué?
–No lo sé. Si no fue Bullard, pudo ser algún loco fundamentalista con ganas de que vuelva la Inquisición. Alguien que se cree la mano de Dios.
–Es otra posibilidad.
Tras un breve silencio, Pendergast añadió:
–Vincent, no ha mencionado la otra posibilidad.
D'Agosta sintió un nudo en el estómago. Pendergast no lo decía en serio. ¿O sí? Se sorprendió tocando inconscientemente la cruz.
–¿Dónde está Bullard en este momento? –le preguntó el agente.
–Ha zarpado esta mañana con su yate mar adentro.
–¿Se sabe adonde?
–Creemos que a Europa; en todo caso hacia el este, y a toda máquina. Más que a toda máquina. El yate debe de tener algún generador especial. En todo caso, Hayward ha mandado seguirle. Cuando desembarque sabremos dónde está, a menos que se salte la aduana, y no parece muy probable con un yate así.
–Admirable mujer. ¿Sigue enfadada?
–Digamos que sí.
Pendergast se sonrió.
–Bueno, ¿y usted? ¿Cuál es su teoría? –preguntó D'Agosta.
–Estoy haciendo lo posible por no tener ninguna.
D'Agosta oyó un ruido de neumáticos en la gravilla, seguido por varios portazos y unas voces lejanas. Al mirar por encima del hombro vio una limusina larga y anticuada con la capota bajada. En su asiento de atrás había una cesta de mimbre con tiras de cuero.
–¿Quién es? –preguntó.
–Otro invitado –se limitó a responder Pendergast.
Alguien rodeó el coche, alguien de enorme corpulencia, que no guardaba ninguna proporción con el entorno, pero que se movía con una fluidez y agilidad notables. Era Fosco, quien al parecer había ascendido de testigo a conocido.
D'Agosta miró a Pendergast.
–¿Qué hace aquí?
–Al parecer posee una información de gran valor que está impaciente por comunicar y, dado que expresó su interés por comprobar qué se entiende por antiguo en este país, se me ocurrió invitarle a Ravenscry. Estoy en deuda con él desde una interesante velada en la ópera.
El conde se acercó por el camino a gran velocidad y empezó a saludar con el brazo mucho antes de reunirse con ellos.
–¡Magnífico lugar! –tronó frotándose las manos enfundadas en guantes blancos. Saludó a Pendergast con una inclinación y se volvió hacia D'Agosta–. El bueno del sargento. D'Agosta, ¿verdad? Siempre es un placer saludar a un compatriota. ¿Cómo está?
–Bien, gracias.
D'Agosta confirmó su desagrado por aquel ostentoso personaje, que ya le había causado mala impresión durante el funeral.
–Le presento a mi pupila, Constance Greene –dijo Pendergast.
–¿Pupila, dice? Es un placer.
Fosco hizo una reverencia y se llevó la mano de la joven a los labios, pero sin tocarla.
Constance respondió con una inclinación de cabeza.
–Veo que comparte el interés del señor Pendergast por los automóviles exóticos.
–Así es, entre otras muchas cosas. El señor Pendergast y yo nos hemos hecho amigos. –Sonrió con efusión–. En algunos aspectos somos muy distintos. Yo, a diferencia de él, soy un amante de la música. También me gusta vestir bien, mientras que él lo hace como un enterrador. Soy abierto y locuaz; él, cerrado y silencioso. Yo soy directo, y él, retraído. Lo que nos une es el amor al arte, la literatura, la buena cocina, el vino y la cultura, así como la fascinación por esos crímenes atroces e inexplicables.
Observó a Constance con otra sonrisa.
–Los crímenes solo son interesantes mientras resultan inexplicables. Por desgracia, hay pocos que permanezcan como tales.
–¿Por desgracia?
–Hablaba desde el punto de vista de la estética.
El conde se volvió hacia Pendergast.
–Esta joven es excepcional.
–Dígame, conde, ¿en qué consiste su interés por el caso, más allá de la simple fascinación? –preguntó Constance.
–Quiero ayudar.
–El conde Fosco ya lo ha hecho –dijo Pendergast.
–¡Y pronto verá que solo es el principio! Pero antes debo decirle que estoy encantado con esta propiedad. ¿Dijo que era de su tía abuela? ¡Qué pintoresca! Abandonada, medio en ruinas, misteriosa, fantasmagórica... Me recuerda un grabado de Piranesi,
Veduta degli Avanzi delle Terme di Tito,
las ruinas de las termas de Tito. Nada me gusta más que los edificios abandonados y en ruinas. Gran parte de mi propio
castello
de la Toscana se halla en un delicioso estado de deterioro.
D'Agosta se preguntó qué aspecto tendría el castillo de un conde.
–He traído la comida, como le prometí –tronó el conde–. ¡Pinketts!
A una palmada de Fosco, su chófer, que era el colmo de lo inglés, deshizo las cintas del enorme cesto de mimbre y lo depositó en el camino; a continuación dispuso un mantel de hilo, vanas botellas de vino, quesos, jamón, salami, vajilla de plata y copas sobre una mesa de piedra, a la sombra de una enorme haya roja.
–Es muy amable, conde–dijo Pendergast.
–Y más se lo pareceré cuando vea el Villa Calcinaia Chianti Classico Riserva del noventa y siete que he traído. Lo hace mi vecino, el bueno del conde Capponi. Pero le tengo preparada otra sorpresa, algo todavía mejor que el vino, el caviar y el
foie
gras,
suponiendo que tal cosa sea posible.
Los ojos negros de la cara tersa y agraciada del conde chispearon de satisfacción.
–¿De qué se trata?
–A su tiempo, a su tiempo. –El conde procedió a distribuir las cosas en la mesa con gran detenimiento, y dejó que aumentase la impaciencia mientras descorchaba y decantaba una botella de vino tinto. Después les dirigió una sonrisa cómplice–. He hecho un descubrimiento casual, pero de gran importancia. –Se volvió hacia D'Agosta–. ¿Le suena de algo el nombre de Ranier Beckmann, sargento?
–Lo encontramos en el ordenador de Bullard; parece ser que el tipo lo estaba buscando.
El conde asintió como si ya lo supiera.
–¿Qué más?
–Bullard hizo una búsqueda por internet, pero sin resultados. Parece que Grove también buscaba a Beckmann, pero no sabemos por qué.
–Ayer, durante una comida, estuve sentado al lado de lady Milbanke, y entre constantes exhibiciones de su nuevo collar me contó que Jeremy Grove, pocos días antes de ser asesinado, le preguntó si conocía a algún detective privado que pudiese recomendarle. Resultó que sí, como es frecuente entre la gente escandalosa. Ni corto ni perezoso, acudí al detective en cuestión y le sonsaqué rápidamente que Grove le contrató... para encontrar a un tal Ranier Beckmann.
Hizo una pausa teatral.
–Grove estaba loco por encontrarle. Cuando el detective le pidió algún detalle, dijo que no podía darle ninguno. Ni uno solo. El detective interrumpió sus investigaciones al enterarse de la muerte de Grove.
–Qué interesante –dijo D'Agosta.
–Convendría saber si el nombre de Beckmann también apareció entre los efectos de Cutforth –dijo Pendergast.
D'Agosta sacó su teléfono móvil y marcó el número directo de Hayward.
–Aquí Hayward –dijo una voz inalterable.
–Soy el sargento D'Agosta. Vinnie, ¿tu gente ya ha acabado el inventario del apartamento de Cutforth?
–Sí.
–¿Por casualidad ha aparecido el nombre de Ranier Beckmann?
–Pues la verdad es que sí. –D'Agosta oyó un ruido de papeles–. Hemos encontrado una libreta con su nombre escrito en la primera página, con la letra de Cutforth.
–¿Y el resto de la libreta?