La mano del diablo (50 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–De hecho sí que me acuerdo –dijo con voz grave–. De este. –Señaló a Beckmann–. Cómo se lo explicaría... Ocurrió algo terrible. Él y los otros, que debían de ser los de la foto, se fueron juntos a algún sitio. Estuvieron fuera toda la noche, y él volvió alteradísimo. Tuve que conseguirle un cura...

Se le apagó la voz. El vigor, la confianza y la altivez de antes habían desaparecido por completo.

–Fue la víspera de Todos los Santos. Volvió de una noche de jarana y estaba fatal. Lo llevé a la iglesia.

–¿Qué iglesia?

–La de aquí al lado, Santo Spirito. Recuerdo que le entró pánico y suplicó confesarse. Ha pasado mucho tiempo, pero era una situación tan extraña que se me quedó grabada. La expresión de su cara también, pobre. Pedía un cura como si en ello le fuera la vida.

–¿Y luego?

–Se confesó, y justo después hizo el equipaje y se fue.

–¿Y los otros estudiantes americanos?

–No me acuerdo. Celebran Todos los Santos cada año, o la noche de antes, que creo que ustedes llaman Halloween. Es una excusa para beber.

–¿Sabe adonde fueron esa noche, o a quién pudieron haber encontrado?

–Le he dicho todo lo que sé.

Se oyó una campanilla en la recepción.

–Tengo que atender a mis huéspedes –dijo ella.

–Una última pregunta, si es tan amable,
signora
–dijo Pendergast–. El sacerdote que confesó al joven... ¿Todavía está vivo?

–Debió de ser el padre Zenobi. Sí, el padre Zenobi. Ahora está con los monjes de La Verna.

La anciana se dispuso a irse, pero antes volvió lentamente la cabeza.

–Ahora, que si cree que podrá convencerle de que rompa el sagrado secreto de confesión es que está muy equivocado, señor mío.

Sesenta y cinco

D'Agosta suponía que al salir del palacio volverían directamente al hotel, pero Pendergast se entretuvo paseando por la plaza con las manos en los bolsillos, mirando a izquierda y derecha. Al cabo de unos minutos se volvió hacia su colega.

–¿Un helado? Si no me equivoco, aquí cerca, en el Café Ricchi, sirven uno de los mejores de Florencia.

–No, ya no tomo.

–Yo sí. Espero que no le moleste.

Entraron en el café y se acercaron a la barra. Pendergast pidió un cucurucho (de tiramisú y
crème anglaise
), y D'Agosta un café solo.

–No sabía que le gustaran tanto los dulces –dijo, apoyado en la barra.

–Tengo debilidad por el helado italiano, pero el principal motivo de que estemos aquí es averiguar sus intenciones.

–¿Intenciones? ¿De quién?

–Del que nos sigue.

D'Agosta se puso derecho.

–¿Qué?

–No, no mire. Es un hombre cualquiera de unos treinta y cinco años, con camisa azul y pantalón oscuro. Muy profesional.

Sirvieron el cucurucho a Pendergast, que lo mordió con delicadeza, pero de repente le cambió la cara.

–Acaba de entrar en la pensión –dijo.

Dejó el helado y unos euros sobre el mostrador y salió rápidamente del café, seguido por D'Agosta.

–¿Tiene miedo por la
signora
?

–La
signora
no corre ningún peligro. Por quien temo es por el cura.

–¿El cura? –D'Agosta lo entendió de repente–. Pues podemos interceptarle al salir de la pensión.

–Solo serviría para liarnos con interminables legalidades. Lo mejor es ir directamente al monasterio. Venga, Vincent, que no tenemos tiempo que perder.

Veinte minutos después iban en coche por las colinas del noreste de Florencia, al volante de su Fiat de alquiler. A pesar de que D'Agosta estuviera sobradamente acostumbrado a la velocidad, y de que Pendergast, que era quien conducía, fuera a todas luces un experto, el corazón del sargento latía más deprisa de lo aconsejable. Las curvas eran muy cerradas, sin barreras de seguridad, y el coche chirriaba por ellas con una rapidez escalofriante. Cuantas más vueltas daban y más altura ganaban, más vasto era el mar de montañas que aparecía a sus pies. Era la gran columna vertebral de los Apeninos.

–Ya hace cierto tiempo que sé que nos vigilan –dijo Pendergast–. Como mínimo desde que encontramos el cadáver de Bullard. En algunos momentos importantes, como nuestro viaje a Cremona, he conseguido mantener las distancias. Si todavía no he plantado cara a nuestro perseguidor, es porque tenía la esperanza de averiguar quién estaba detrás de todo esto, pero no esperaba ver una estrategia tan directa como la de ahora mismo en la plaza. Eso significa que nos acercamos a la verdad. También significa que ha aumentado el peligro, tanto para nosotros como para los que poseen información crucial, como el padre Zenobi.

Otra curva y otro chirrido de neumáticos. D'Agosta ladeó el cuerpo hacia Pendergast para contrarrestar la fuerza centrífuga, mientras empezaba a sudarle la frente.

–Le he visto sonsacar información a toda clase de gente –dijo, cuando pudo volver a respirar con libertad–, pero si consigue convencer a un cura de que le revele una confesión de hace treinta años vuelvo a Southampton a nado.

Otra curva larguísima, con el coche colgando prácticamente al borde del abismo. Esta vez D'Agosta casi tuvo que clavar los dedos en el salpicadero.

–¿No le parece que podríamos ir un poco más despacio?

–No.

Pendergast señaló hacia atrás con la cabeza.

El coche volvió a derrapar por una curva, bajo un control relativo. En el momento de verse empujado contra la ventanilla, D'Agosta vio las montañas que tenían detrás, y quedó petrificado. Unas tres curvas por debajo de ellos, distinguió una moto negra y cromada que reflejaba el sol en su anguloso chasis. Se estaba acercando muy deprisa.

–¡Nos está siguiendo una moto! –dijo.

Pendergast asintió.

–Sí, una Ducati Monster modelo S4R, si no me equivoco: cuatro válvulas y más de cien caballos. Ligera, pero muy potente.

D'Agosta volvió a mirar atrás. El motorista iba vestido de cuero rojo; la visera del casco era opaca.

–¿Es el de la plaza?

–Él o algún compinche.

–Y ¿viene a por nosotros?

–No, a por el cura.

–Pues seguro que no podemos correr más que él.

–Pero podemos hacer que vaya más lento. Saque su pistola.

–Y ¿qué hago?

–Eso lo dejo a su albedrío.

D'Agosta reconoció la nota aguda de un motor que se acercaba por detrás a toda potencia. Superaron otra curva entre nubes de polvo. El Fiat dio un bandazo a la derecha y otro a la izquierda, pero la moto ya estaba doblando la misma curva con una inclinación alucinante, casi pegándose a la carretera. El motorista la enderezó enseguida y empezó a acortar distancias, preparándose para adelantar.

–Sujétese, Vincent.

Justo cuando la moto llegaba a su altura, el coche invadió el carril de la izquierda e hizo chirriar las ruedas con una maniobra para cortarle el paso. Al mirar atrás, D'Agosta vio que el motorista se quedaba rezagado, pero que se disponía a intentarlo de nuevo.

–¡Viene por la derecha! –exclamó.

En el último momento, Pendergast volvió a dar un volantazo hacia la izquierda, que acertó al prever el amago del motorista. Oyeron detrás un chirrido de neumáticos. El motorista había recurrido al freno trasero, lo que hizo que la máquina se encabritase, pero enderezó la moto y recuperó la estabilidad. D'Agosta le vio introducir una mano en su chaqueta.

–Lleva pistola.

Apoyado en la puerta, esperó con su arma a punto. Dudaba que alguien que iba a ciento treinta por hora por una carretera de montaña llena de curvas pudiera tener puntería, pero no pensaba arriesgarse.

La moto dio un acelerón. Mientras volvía a acercarse, el motorista apuntó con la pistola. D'Agosta hizo lo propio con la suya.

–Espere a que dispare primero –murmuró Pendergast.

Se oyó una detonación, seguida por una nube azul que se borró enseguida. De forma simultánea, con un impacto sordo, el cristal trasero perdió su transparencia por una red de grietas centrada en un perfecto orificio de nueve milímetros. Inmediatamente, Pendergast dio un frenazo de una dureza apabullante, que lanzó a D'Agosta contra el cinturón. A continuación dio un golpe de volante y aceleró de nuevo.

D'Agosta se desabrochó el cinturón, saltó al asiento trasero, vació la ventanilla reventada con el pie, afianzó su pistola y disparó. El motorista dio un bandazo y desapareció al otro lado de una curva, cambiando las marchas.

–¡Será cabrón!

En la siguiente curva, el coche derrapó en una zona de gravilla y se acercó peligrosamente al borde. D'Agosta estaba de rodillas en el asiento trasero, sin atreverse casi a respirar, mientras hacía puntería por el cristal reventado y se preparaba para disparar en cuanto volviera a distinguir la moto. Mientras rodeaban la enésima colina a toda mecha, vio reaparecer la Ducati unos cien metros por detrás.

Pendergast redujo la marcha, haciendo rechinar el motor y poniendo la aguja del cuentarrevoluciones en la zona roja. El coche se embarcó en otra curva larga y mareante.

Al siguiente acelerón salieron a un tramo de carretera que bordeaba una montaña y se adentraba por un bosque de pinos largo y oscuro como un túnel. Vieron pasar una señal: «Chiusi della Verna 13 km». D'Agosta, que vigilaba la retaguardia, vio cómo se levantaba un remolino de agujas de pino a su paso.

Y ya estaba ahí la Ducati, saliendo de la curva. D'Agosta apuntó, pero a doscientos metros, desde un coche en movimiento, no podía acertar. Se sentó a esperar su oportunidad.

La moto se lanzó hacia ellos con un bramido agudo y penetrante. Quinta marcha, sexta marcha... Cada vez se acercaba más deprisa. El motorista se había guardado la pistola. Tenía las dos manos en el manillar, con guantes, y la
cabeza,
inclinada.

–Va a intentar adelantarnos otra vez.

–Me lo imagino.

Pendergast se quedó en el centro de la carretera pisando a fondo el acelerador.

Pero su coche no era rival para la Ducati, que apareció tras ellos en plena aceleración. «Debe alcanzar los ciento ochenta», pensó D'Agosta. Sabía que el motorista intentaría dejar la maniobra para el último momento, y que Pendergast no podía prever si giraría a la izquierda o a la derecha. Cogió con fuerza su pistola. Gracias a muchas sesiones en la galería de tiro de la calle Treinta y tres, su puntería había mejorado mucho, pero con esa vibración y el movimiento del coche y de la moto... sería difícil. En ese momento, la moto iba como mínimo al doble de velocidad que ellos. Se acercaba muy deprisa, a ciento cincuenta o ciento sesenta por hora...

Apretó el gatillo apuntando hacia abajo, pero falló el tiro.

El coche dio un fuerte bandazo a la derecha, pero la moto pasó como una exhalación por el lado contrario (con los silenciadores brillando y el motorista tan pegado a su máquina que casi se confundía con la horquilla delantera) y se perdió de vista en la siguiente curva.

–Mala suerte. Me ha salido cruz –dijo Pendergast en un tono lacónico.

Ahora la curva se les echaba encima e iban demasiado deprisa para poder controlarla. Pendergast simultaneó un frenazo, un acelerón y un golpe de volante a la izquierda. Después de dos o tres vueltas en redondo (D'Agosta estaba demasiado en vilo para llevar la cuenta), el coche se detuvo al borde mismo del acantilado.

Fue una pausa muy corta, mientras les envolvía un olor punzante a pastillas de freno quemadas.

–Aunque tenga tantos problemas, Fiat aún sabe hacer un coche como Dios manda –dijo Pendergast.

–Los de Eurocar no estarán muy contentos –contestó D'Agosta.

Pendergast pisó el acelerador. El coche volvió a la carretera con un chirrido y tomó velocidad para embocar otra curva.

Salieron disparados nuevamente por el bosque de abetos, preludio a otra sucesión de curvas cerradas peor que la anterior. D'Agosta empezaba a tener una sensación desagradable en el estómago. Se permitió un vistazo (solo uno) por el borde de la carretera. El valle de Casentino quedaba muy abajo, lejísimos, sembrado de campos y de pueblos. Apartó rápidamente la vista.

Fueron subiendo curva a curva. Pendergast conducía muy serio, sin abrir la boca, mientras D'Agosta recargaba la pistola y comprobaba su funcionamiento. Era mejor que mirar por la ventana. De repente aparecieron casas. Habían entrado en el pueblo de Chiusi della Verna. Pendergast lo cruzó a bocinazo limpio. Al paso del coche (que arrancó el retrovisor de una furgoneta y lo hizo rebotar por la calle), varios peatones asustados se refugiaron en el umbral de alguna tienda. A la salida del pueblo había otro cartel descolorido: «Santuario della Verna 6 km».

La carretera, siempre en subida, hacía eses entre los árboles. De pronto el bosque se abrió a un prado. Justo delante, pero con un desnivel de treinta metros, estaba el monasterio de La Verna, mole antigua y heteróclita de piedra, tan grande y gastada por el tiempo que se confundía con la roca. A pesar de los pesares, D'Agosta sintió un escalofrío. En catequesis le habían enseñado que quizá se trataba del monasterio cristiano más sagrado del mundo, ya que lo había construido el mismísimo san Francisco en 1224.

El coche volvió a introducirse en el bosque, perdiendo de vista el monasterio.

–¿Tenemos alguna oportunidad? –preguntó D'Agosta.

–Depende de lo que tarde nuestro amigo en encontrar al padre Zenobi. El monasterio es grande. ¡Lástima que no tengan teléfono!

El coche devoró otra curva. D'Agosta reconoció el tañido de una campana y un eco lejano de cantos religiosos sobre el ruido del motor.

–Creo que los monjes están rezando –dijo.

Echó un vistazo a su reloj. Debía de ser el oficio de sextas, la sexta hora del Opus Dei.

–Así es. Qué mala suerte.

Pendergast superó la última curva. Ahora las ruedas ya no se deslizaban por el asfalto, sino por adoquines antiguos y cubiertos de moho.

La carretera empedrada, que, evidentemente, no había sido hecha pensando en coches, conducía a la parte de atrás del monasterio. Al otro lado del muro exterior, por la puerta de acceso de un enorme claustro, D'Agosta vio la Ducati apoyada en el suelo, con la rueda trasera girando muy despacio.

Pendergast frenó de golpe y bajó, pistola en mano, antes de que el coche se hubiera detenido del todo. D'Agosta le siguió a muy poca distancia. Pasaron al lado de la moto, cruzaron un puente de piedra y entraron en los claustros. A la derecha había una gran capilla, con la puerta abierta de par en par. La brisa fresca traía notas de canto gregoriano, notas firmes que de pronto, mientras ellos corrían, parecieron temblar y deshacerse en una gran confusión.

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