La mano del diablo (53 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–¿Podemos ver el expediente completo?

El
colonnello
se encogió de hombros y arrastró los pies hacia uno de los archivadores del fondo. Volvió con un gran fajo de papeles, lo dejó sobre la mesa y cortó la cuerda con su navaja.

Pendergast miró los documentos por encima, sacó uno y empezó a resumirlo en inglés:

–Cario Vanni, de sesenta y nueve años, granjero jubilado. El cadáver apareció en una
casa colonica
en ruinas de las montañas, cerca de Abetone. No se encontró ninguna prueba material en el lugar del crimen: huellas dactilares, fibras, cartuchos, pisadas... Nada. –Levantó la cabeza–. No parece la obra de un loco.

La boca del
colonnello
dibujó lentamente una sonrisa.

–Ni siquiera los carabinieri están a salvo de la incompetencia. Que no se encontraran pistas no significa que no existieran.

Pendergast pasó a la página siguiente.

–Un solo disparo en el corazón. ¿Y esto? El
medico légale
encontró unas gotitas de aluminio fundido que habían penetrado en la carne de la víctima.

Giró la página.

–Esto aún es más enigmático. Varios años antes de su asesinato, Vanni fue acusado de abusar de varios niños de la comunidad. Se salvó por un tecnicismo. La policía atribuyó el asesinato a una simple venganza. No parece que se esforzaran mucho por encontrar al asesino.

El
colonnello
apagó la colilla.


Allora.
Una venganza. Alguien de la comunidad. El asesino quiso que el pedófilo de Vanni sufriera por todo lo que había hecho. Por eso le quemó antes de dispararle al corazón. Todo se explica.

–Eso parece.

Un largo silencio.

–Sin embargo –dijo Pendergast como si hablara solo–, es demasiado perfecto. Si usted,
colonnello,
quisiera matar a alguien de forma indiscriminada, ¿a quién elegiría? A alguien de esas características: el culpable de un crimen odioso por el que no hubiera pagado; un hombre sin familia, sin amigos importantes ni trabajo. Así la policía no pondría mucho empeño en descubrir al asesino, y los vecinos harían todo lo posible por obstaculizar la investigación.

–Demasiado enrevesado, agente Pendergast. En toda mi carrera, nunca he visto a un criminal capaz de unos planes tan sofisticados como esos. Además, ¿qué sentido tiene matar al azar? Parece salido de una novela de Dostoievski.

–Es que no se trata de un asesino cualquiera. Tenía una razón muy concreta para matar. –Pendergast dejó el expediente sobre la mesa y miró a D'Agosta–. ¿Vincent?

–Vale la pena investigarlo.

–¿Me facilitaría una copia del informe del
medico légale
? –preguntó Pendergast.

El
colonnello
murmuró algo a su subordinado, que acababa de volver con el café.

El policía se llevó la carpeta a una fotocopiadora y volvió poco después con la copia.

El
colonnello
se la dio a Pendergast y encendió un cigarrillo con una mueca de irritación.

–Espero que no me pida una orden de exhumación.

–Me temo que sí.

El suspiro de Esposito hizo que el humo saliese por los agujeros de su nariz.


Mio Dio.
Lo que les faltaba. ¿Se da cuenta de lo que tardarán? Como mínimo un año.

–Inaceptable.

El coronel asintió.

–Esto es Italia. –Se permitió una sonrisita–. Claro que...

–¿Claro que qué?

–Que siempre podrían seguir la vía extraoficial.

–¿Como si fuéramos ladrones de cadáveres?

–Nosotros preferimos llamarlo
il controllo preliminare.
Solo se rellenan los papeles si se encuentra algo.

Pendergast se levantó.

–Gracias,
colonnello.

–¿Gracias de qué, si no he dicho nada? –Hizo una reverencia burlona–. Además, eso queda fuera de mi jurisdicción. Así todos quedamos contentos, con la posible excepción de Cario Vanni.

Les llamó cuando estaban a punto de salir.

–No se olviden de llevarse unos
panini
y una buena botella de Chianti. Preveo una noche larga y fría.

Setenta

La iglesia donde estaba enterrado Cario Vanni se encontraba en las estribaciones de los Apeninos, encima de la ciudad de Pistoia, al final de una carretera llena de curvas que ascendía en la oscuridad como si no tuviera fin. A cada curva, los faros del Fiat de repuesto se clavaban en la noche.

–Habrá que contemplar la posibilidad de no estar solos –dijo Pendergast.

–¿Cree que saben que estamos aquí?

–Lo sé. Hay un coche siguiéndonos. Lo he visto un par de veces, tres o cuatro curvas más abajo. Tendrá que aparcar antes de la iglesia, y no pienso dejar que me sorprendan. ¿Conoce la táctica de acercarse a un objetivo con una persona corriendo y la otra cubriéndola?

–Sí, claro.

–Pues usted me cubrirá cuando me mueva, y luego yo le haré esta señal para que me siga.

Hizo un ruido idéntico al de un buho. D'Agosta sonrió.

–Siempre consigue sorprenderme con sus facultades. ¿Términos del contrato?

–Nos enfrentamos con un asesino en potencia, pero no podemos ser los primeros en disparar. Espere a que lo haga él. A partir de ese momento tire a matar.

–¿Y usted?

–Sé cuidarme. Ya hemos llegado. –Pendergast redujo la velocidad antes de la última curva–. Verifique el armamento.

D'Agosta sacó su Glock, extrajo el cargador, comprobó que tuviera las diez balas, lo deslizó a su sitio y quitó el seguro. Pendergast llegó a la iglesia, pasó de largo, aparcó cerca del final de la carretera y bajó del coche.

Olía a menta pisada. Era una noche fría y sin luna, con algunas estrellas cuyo resplandor se reflejaba sobre una fila oscura de cipreses. La iglesia quedaba un poco más abajo; su silueta se recortaba en medio de las lejanas luces de Pistoia. Los grillos cantaban en la oscuridad. D'Agosta pensó que era el lugar perfecto para robar cadáveres: silencioso y solitario.

Pendergast le puso una mano en el hombro y señaló con la cabeza una arboleda oscura, situada unos cien metros más abajo. D'Agosta desenfundó su pistola y se quedó en cuclillas a la sombra del coche, mientras Pendergast tomaba con sigilo la dirección de los árboles y se fundía con la oscuridad. Al cabo de un minuto, D'Agosta oyó silbar. Se levantó y se acercó rápidamente a los árboles, donde le esperaba Pendergast. La iglesia estaba cerca. Era un templo de piedra, pequeño y muy antiguo, con un campanario cuadrado. La entrada principal (un arco gótico con una puerta de madera) estaba cerrada.

Pendergast volvió a tocar el brazo de D'Agosta, pero esta vez su cabeza señalaba la entrada. El sargento se apostó entre los árboles para esperar.

Pendergast cruzó corriendo la explanada de delante de la iglesia. D'Agosta solo distinguió su silueta delante de la puerta, negra sobre negro. Se oyó el ruido de una cerradura, seguido por la fricción de dos piezas de hierro: Pendergast la estaba forzando. La puerta se abrió con un crujido sordo, y el agente entró sin perder ni un segundo. Poco después se oyó otro buho. D'Agosta respiró hondo y corrió por la explanada hasta dejar la puerta a sus espaldas. Pendergast la ajustó inmediatamente e insertó un pequeño instrumento en el ojo de la cerradura para volver a cerrarla.

D'Agosta se volvió y se santiguó. Dentro de la iglesia hacía frío; olía a cera y piedra. A los pies de una imagen de madera pintada de la Virgen, algunas velas goteaban y alumbraban la nave con una luz anaranjada y tenue.

–Usted por la izquierda y yo por la derecha –dijo Pendergast.

Avanzaron hacia el fondo por paredes opuestas, con la pistola a punto. El mobiliario del templo se reducía a la talla de la Virgen, un confesionario con la cortina corrida y un simple altar con crucifijo.

Pendergast se acercó sigilosamente al confesionario, cogió la cortina y la abrió.

Estaba vacío.

D'Agosta vio que enfundaba la pistola y se dirigía al fondo, hasta un rincón con una puertecilla de hierro oxidado. Pendergast se agachó, abrió la cerradura con otro ruido metálico y, al empujar la puerta, descubrió una escalera descendente hecha de piedra. Encendió la linterna y la enfocó en la negra oscuridad.

–No es la primera tumba que profano –murmuró a D'Agosta, que se había reunido con él–, pero promete ser una de las más interesantes.

–¿Por qué enterraron a Vanni aquí y no fuera, en el cementerio?

Cruzaron la puerta. Pendergast la cerró suavemente con llave.

–Esta iglesia no tiene
camposanto,
porque el terreno es demasiado abrupto. Todos los muertos están enterrados en las criptas, que están excavadas debajo, en la montaña.

Llegaron al pie de la escalera, a un espacio con la bóveda baja, donde olía abrumadoramente a moho. A la izquierda, la linterna reveló varios sarcófagos medievales. Muchos difuntos estaban representados en el mármol de la tapa, como si durmieran. Había uno con armadura y otro vestido de obispo.

D'Agosta siguió a Pendergast hacia la derecha. Un pasadizo, bordeado también de antiguas tumbas con estatuas y relieves, les condujo a otra puerta de hierro. Pendergast la abrió en un santiamén.

Al otro lado, la linterna iluminó un túnel mucho más rudimentario, cortado en la roca viva, con repisas en los lados. Cada repisa contenía un montón de huesos, una calavera y andrajos. Algunos esqueletos tenían anillos en las falanges, o joyas y collares sobre la caja torácica. Se oyó un correteo de ratones. Vanas bolas peludas salieron disparadas por el suelo de tierra para ponerse a salvo. Las hileras del fondo eran tumbas más recientes, colocadas a lo largo, como en un mausoleo, y cada nicho tenía su placa de mármol.

Cuanto más avanzaban, más recientes eran las fechas de las placas. Algunas tenían fotos de los difuntos: caras serias del siglo XIX o principios del XX, marcadas por una vida de penurias y desilusiones. A partir de cierto punto vieron nichos vacíos, con la placa en blanco. Otras llevaban el nombre y la fecha de nacimiento, pero no la de la muerte. Pendergast caminaba moviendo la linterna en ambos sentidos. D'Agosta distinguió la pared del fondo de la cripta. La tumba que buscaban era la única de la hilera inferior.

CARLO VANNI

1934 – 2003

Pendergast metió una mano en la chaqueta y sacó una fina tela que extendió rápidamente sobre el suelo de piedra, al pie de los nichos. A continuación extrajo una pequeña palanca y una lámina metálica larga y de punta curva, que introdujo por el borde de la placa de mármol y deslizó lentamente por las cuatro esquinas. Después metió la palanca en la hendidura que acababa de crear y la empujó con fuerza. La placa desprendió una nubecilla de polvo al soltarse. Pendergast la sujetó con gran habilidad y la depositó en la tela.

El olor que salía del agujero negro era asqueroso, como de algo chamuscado.

Pendergast enfocó el nicho con la linterna.

–Ayúdeme, por favor.

D'Agosta se arrodilló a su lado sin mirar el agujero. Le parecía en cierto modo una indecencia.

–Coja el pie izquierdo, que yo cojo el derecho. Luego estiramos. Tenemos suerte de que el nicho de Vanni esté al nivel del suelo.

Haciendo de tripas corazón, D'Agosta miró el hueco, pero estaba tan oscuro que solo vio las suelas de dos zapatos con sendos agujeros.

–¿Preparado?

Asintió, metió la mano en el nicho y cogió el zapato.

–No, lo he pensado mejor. Cójalo por encima del tobillo, no sea que el pie se suelte por el hueso.

–Vale.

D'Agosta desplazó la mano por la pernera del pantalón. Era como coger un hueso lleno de bultos, con la diferencia de que también sintió un crujido, que le recordó a un pergamino; fue una sensación muy desagradable. El hedor era tremendo.

–Cuando cuente hasta tres, estire lentamente y sin forzar. Uno, dos... tres.

D'Agosta estiró. Tras unos momentos de resistencia, el cadáver se soltó y empezó a resbalar hacia ellos. Parecía mentira que pesara tan poco.

–Siga.

D'Agosta retrocedió sin dejar de estirar, hasta que el cadáver estuvo completamente fuera del nicho. Habían destapado un nido de tijeretas, que se desperdigaron asustadas. D'Agosta saltó hacia atrás y se quitó de encima las que se le habían subido por una pierna.

Tenían delante a Cario Vanni, con los brazos cruzados, las manos alrededor de un crucifijo y los ojos muy abiertos, pero negros y arrugados. Los labios se habían contraído hasta desnudar la dentadura, o sus restos podridos. La sustancia con la que habían peinado su pelo blanco debía de ser un prodigio, porque mantenía en su sitio hasta la última hebra. En cuanto al traje, salvo algunos agujeros de insectos, estaba intacto (aunque algo polvoriento, eso sí). La única señal visible de la acción del fuego eran las manos, negras y retorcidas, con las uñas enroscadas.

–Vincent, por favor, sujete la linterna.

Pendergast se agachó sobre el cadáver, le puso un cuchillo en el cuello y cortó la ropa de un tajo hasta el ombligo. Luego la abrió. El abdomen estaba hundido, relleno con papeles para que el traje abultase más. Al retirarlos, Pendergast desveló un tronco renegrido, cuya piel se despegaba en láminas quemadas y resecas. La caja torácica era un conjunto de costillas quemadas, con las puntas visiblemente chamuscadas.

D'Agosta tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le moviera la linterna.

Pendergast se sacó un papel del bolsillo y lo dejó al lado del cadáver. D'Agosta vio que era la copia del informe del forense, una fotocopia de una radiografía, donde se apreciaba la situación de las gotas de metal. El agente se puso una lupa de joyero en un ojo y se inclinó sobre el cadáver, ajustando el objetivo. Con el cuchillo en una mano y unas pinzas de cirujano en la otra, empezó a hurgar en el abdomen. Se oyó un ruido tenue, de pequeños desgarros.

–¡Ah!

Enseñó una gotita de metal sólido en la pinza, antes de introducirla en una probeta y proseguir con su examen del cadáver. De repente se oyó algo a sus espaldas.

D'Agosta se incorporó como un resorte y orientó la linterna hacia la otra punta de la cripta.

–¿Lo ha oído?

–Una rata. Luz, por favor.

D'Agosta, con el corazón como un bombo, volvió a iluminar a Vanni. Existían muchos argumentos a favor de esperar la tramitación del papeleo. ¡Un año! Como si eran dos.

Oyó algo de nuevo, y se volvió. Una rata del tamaño de un pequeño gato parpadeó, agazapada, y les enseñó los dientes con una especie de silbido.

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