La mano del diablo (55 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Se dirigieron a una parada de autobús. Poco después apareció un viejo vehículo naranja que efectuó un giro difícil por la única calle y abrió sus puertas. Subieron. El autobús cerró sus puertas que chirriaron y, con una sinfonía de crujidos, emprendió el camino de regreso por una cuesta empinadísima, de auténtico terror, que parecía surgir directamente de las olas.

Tardaron pocos minutos en llegar al otro extremo de la carretera y en bajar al pueblo, tras otro chirrido de puertas. En un lado había una antigua iglesia de color melocotón, y en el otro un estanco.

Las callejuelas, de ángulos dispares, eran demasiado estrechas para circular en coche. Las ruinas de un gigantesco castillo dominaban el mar desde un promontorio. Detrás del pueblo se sucedían montañas cubiertas de matojos.

–Encantador –dijo Pendergast. Señaló una vieja placa de mármol pegada con cemento a la pared de un edificio. Ponía «Vía Saracino»–. Por aquí, sargento.

Era una calle de casitas encaladas, cuya numeración progresaba lentamente. Al final del pueblo, la calle se convertía en un camino de tierra y proseguía entre muros de piedra, que encerraban huertos de pequeños limoneros y viñas microscópicas. Olía a cítricos. Al otro lado de un recodo descubrieron una casa de piedra, un edificio cuidado y solitario que se asomaba a la inmensidad azul del Mediterráneo desde lo alto de un acantilado, a la sombra de las buganvillas.

Pendergast cruzó el camino de entrada, entró en el patio y llamó a la puerta.

Silencio.


C’e nessuno?
–exclamó.

Suspirando entre arbustos de romero, el viento traía la fragancia del mar.

D'Agosta miró a su alrededor.

–Por ahí hay alguien –dijo–. Un hombre cavando.

Señaló con la cabeza unos bancales de viña situados a unos cien metros. Alguien removía la tierra con una pala. Llevaba un sombrero de paja desastrado, unos pantalones viejos de trabajo y una camisa de tela basta abierta hasta la mitad del pecho. Al verles se irguió.

–Debo corregirle, es una mujer.

Pendergast se metió por el camino a zancada limpia. Al llegar a la viña, sortearon terrones recién levantados. La mujer se apoyó en la pala para esperarles.

Pendergast llegó hasta ella y le tendió la mano con su media reverencia de costumbre. Ella se quitó el sombrero de paja, sacudió una mata de pelo negro y brillante y estrechó la mano de su visitante.

D'Agosta se quedó de piedra. No se trataba precisamente de una mujer madura.

Era guapísima. Su cuerpo era alto, atlético y delgado, sus ojos de mirada intensa y color miel, sus pómulos marcados y su piel tostada por el sol sembrada de pecas. El esfuerzo todavía hacía palpitar las aletas de su nariz.

Al cabo de un rato, D'Agosta reparó en que Pendergast se había vuelto a levantar, pero sin soltar la mano de la joven, a quien miraba en silencio. De hecho ella hacía lo mismo.

Durante unos instantes, el silencio fue total. D'Agosta se preguntó si era la primera vez que se veían. Casi parecía que se reconociesen.

–Soy Aloysius Pendergast –dijo él al cabo de una eternidad.

–Y yo Viola Maskelene –repuso ella con un acento inglés sonoro y cálido.

Al final del apretón de manos, D'Agosta se dio cuenta de que Pendergast se había olvidado de presentarle, algo poco habitual en él.

–Y yo el sargento Vincent D'Agosta, de la policía de Southampton.

Lady Viola se volvió a mirarle como si no le hubiera visto, pero la sonrisa que le dirigió fue de lo más efusiva.

–Bienvenido a Capraia, sargento.

Otro silencio incómodo. D'Agosta miró a Pendergast de reojo. Su rostro expresaba una sorpresa impropia de él, como si acabaran de meterle una cucharada de helado por la espalda. ¿Qué pasaba?

–Bueno, señor Pendergast –dijo ella volviendo a sonreír–, supongo que ha venido a verme.

–Sí –se apresuró a decir el agente–. Así es. Queríamos...

Ella levantó un dedo.

–No es de personas civilizadas conversar a pleno sol en el calor de una viña. ¿Les parece bien que vayamos a mi casa y tomemos algo fresco en la
terrazza
?

–Claro, claro...

Lady Maskelene volvió a sonreír, con una deslumbrante exhibición de hoyuelos.

–Síganme.

Se alejó por la viña, pisando terrones con sus grandes botas. La
terrazza
se beneficiaba de la sombra de una pérgola cubierta de glicinias y bordeada de romero en flor y limoneros minúsculos. Era como estar al borde del mundo conocido, con el acantilado a pico sobre un azul sin fin, que se extendía de punta a punta del horizonte y se fundía imperceptiblemente con el mar. Solo lo interrumpía un pequeño arrecife negro que, situado a unos dos kilómetros de la costa, no hacía más que incrementar la sensación de distancia e infinito.

Lady Maskelene les hizo sentarse en sillas desvencijadas de madera, alrededor de una vieja mesa de azulejos. Después entró en la casa y salió al cabo de un minuto con una botella de vino sin etiqueta que contenía un líquido de color ámbar. También trajo vasos, una botella de aceite de oliva y una fuente de cerámica descascarillada con gruesas rebanadas de pan. Dejó los vasos sobre la mesa y la rodeó para servir vino blanco. Cuando llegó su turno, D'Agosta captó el olor de lady Maskelene: un perfume de vid, tierra y mar.

Pendergast bebió un poco.

–¿Es suyo, lady Maskelene?

–Sí. El aceite de oliva también. Trabajar tu propia tierra da muchísimas satisfacciones. No sé por qué, pero es maravilloso.


Complimenti.
–Pendergast bebió un poco más y mojó una rebanada de pan en un plato de aceite de oliva–. Excelente.

–Gracias.

–Permítame explicarle el motivo de nuestra visita, lady Maskelene.

–No –dijo ella en voz baja sin mirarle, contemplando el mar, el luminoso mar que casi azulaba el color avellana de sus ojos. Tenía en sus labios una extraña sonrisa–. No estropeemos todavía este... momento.

D'Agosta se preguntó a qué momento se refería. El fragor de las olas en el acantilado subía hasta ellos, con un tenue griterío de gaviotas.

–Tiene usted una villa encantadora, lady Maskelene.

Ella se rió.

–Tanto como una villa... Es una simple casa en la costa. Por eso me gusta. Tengo mis libros, mi música, mis viñas, mis olivos... y el mar. ¿Qué más puedo pedir?

–¿Música, dice? ¿Toca algún instrumento?

Un titubeo.

–El violín.

«Ahora empieza lo bueno», pensó D'Agosta. La estrategia de Pendergast estaba siendo oblicua, como siempre.

–¿Vive aquí todo el año?

–¡No, no! Me aburriría. No soy tan ermitaña como eso.

–¿Dónde pasa el resto del año?

–Dirijo una pequeña excavación en el Valle de los Nobles.

–¿Es arqueóloga?

–Egiptóloga y filóloga, que no es lo mismo. Nuestra materia de estudio no se limita a la tierra, la cerámica y los huesos. Ahora mismo estamos excavando la tumba de un escriba de la decimonovena dinastía, que contiene unas inscripciones hieráticas fascinantes. La saquearon en la antigüedad, como era de esperar, pero tenemos la suerte de que solo estuvieran interesados por el oro y las joyas. Los rollos y las inscripciones quedaron intactos. De hecho hemos encontrado al propio escriba en su sarcófago, con varios rollos misteriosos llenos de fórmulas mágicas que aún no hemos desenrollado ni traducido. Son de una fragilidad extrema.

–Fascinante.

–Y en primavera me voy a Cornualles, a la casa familiar.

–¿Primavera en Inglaterra?

La joven se rió.

–Me encanta el barro. Y los días de frío y lluvia. Y leer un buen libro delante de la chimenea, estirada sobre una alfombra de piel. ¿Y a usted, señor Pendergast? ¿Qué le gusta?

Pendergast disimuló su confusión bebiendo vino, como si la pregunta le hubiera tomado por sorpresa.

–Me gusta este vino. Es fresco, sencillo y sin pretensiones.

–Lo hago con cepas de malvasía, traídas a la isla hace casi cuatro mil años por comerciantes minoicos. A mí el sabor me hace pensar en la historia, en los minoicos cruzando un mar oscuro como el vino en sus trirremes, con rumbo a islas lejanas... –Se apartó el pelo negro de la cara riendo –. No tengo remedio. Soy una romántica. De niña quería ser Odiseo. –Miró a Pendergast–. ¿Y usted? ¿Qué quería ser de niño?

–Un gran cazador blanco.

Se rió.

–¡Qué deseo más raro! ¿Se le cumplió?

–Podría decirse que sí, pero en Tanzania, durante una cacería... de repente descubrí que ya no me llenaba.

Otro silencio. D'Agosta renunció a encontrar algún sentido a la estrategia de Pendergast y centró su atención en el vino. Era un poco seco, pero muy agradable. Y ¡qué maravilla de pan! ¡Qué denso y esponjoso! En cuanto al aceite de oliva, era tan fresco que casi resultaba picante. Mojó un trozo de pan, se lo metió en la boca y repitió la operación. No había desayunado. De hecho se tomaba el régimen con excesiva severidad. Miró su reloj con disimulo. O Pendergast se daba un poco de prisa o perderían el ferry.

Para su sorpresa fue ella quien sacó el tema.

–Hablando de historia, mi familia también tiene la suya. ¿Ha oído hablar de mi bisabuelo, Luciano Toscanelli?

–Sí.

–Tenía dos habilidades fuera de lo común: el violín y seducir mujeres. Fue el Mick Jagger de su época. Sus
groupies
eran condesas, baronesas y princesas. Llegó a tener dos o tres mujeres en un solo día, y no siempre en momentos distintos.

Se rió alegremente.

Pendergast carraspeó y cogió un trozo de pan.

–Pero tuvo un gran amor, mi bisabuela, la duquesa de Cumberland, que le dio una hija ilegítima, mi abuela. –Se quedó callada, mirando a Pendergast con curiosidad–. Vienen por eso, ¿verdad?

Pendergast tardó un poco en contestar.

–Así es.

Ella suspiró.

–Mi bisabuelo acabó como muchos hombres en una época en la que aún no se había descubierto la penicilina, con una gonorrea de caballo.

–Lady Maskelene –se apresuró a decir Pendergast–, le ruego que no crea que he venido a inmiscuirme en las intimidades de su familia. De hecho solo busco la respuesta a una pregunta.

–Sí, ya sé cuál es, pero antes quiero que conozca la historia de mi familia.

–No es necesario...

Lady Maskelene, ruborizada, se palpó los botones de la camisa.

–Quiero que la conozca previamente. Así no tendremos que volver a hablar del tema.

D'Agosta no salía de su asombro. «Quiero que la conozca previamente.» ¿Previamente a qué? El mismo Pendergast parecía perplejo. Como no contestaba, ella siguió hablando.

–Pues eso, que mi bisabuelo cogió la sífilis, que se agravó hasta el punto de que las espiroquetas atacaron el cerebro. Su manera de tocar cambió. Se volvió rara. Durante un concierto en Florencia, el público le tiró cosas. La familia propietaria del violín se lo pidió, pero él no quiso devolvérselo y se escapó de ellos y de sus agentes. Viajaba de ciudad en ciudad, impulsado por su creciente locura y con la ayuda de un sinfín de mujeres. Los agentes y los investigadores contratados por sus familiares le perseguían sin descanso, pero de forma discreta, pues lo importante era mantener en secreto el nombre de la familia. Mi bisabuelo siempre les llevaba la delantera. De noche, cuando estaba en el hotel, tocaba. Eran interpretaciones dementes y hasta terroríficas de Bach, Beethoven, Brahms... De un virtuosismo técnico increíble, o eso dicen, pero frías, raras, distorsionadas... Los que le oyeron tocar decían que era como si el violín hubiera caído en manos del diablo.

Hizo una pausa.

–Siga –dijo Pendergast con gran educación.

–La familia propietaria del
Stormcloud
tenía mucho poder. Estaba emparentada con algunas casas reales de Europa, pero no consiguió echar el guante a mi bisabuelo, a pesar de que le persiguió por toda Europa. La persecución terminó en un pueblecito del sur del Tirol, Siusi, a los pies de los Dolomitas, donde le acorralaron. Como era de esperar, le traicionó una mujer, pero él se escapó por la parte trasera de un pequeño
albergo
y se refugió en las montañas, con su violín y la ropa que llevaba encima. Subió al gran Sciliar, ¿lo conoce?

–No –dijo Pendergast.

–Es un altiplano de los Alpes, una cuña entre las grandes cumbres de los Dolomitas, llena de barrancos y de precipicios. Dicen que las brujas lo usaban para celebrar sus misas negras. En verano solo suben los pastores más atrevidos, pero era otoño, y en el Sciliar no había absolutamente nadie. Por lo noche nevó mucho. Al día siguiente le encontraron congelado en una de las cabañas de los pastores. El
Stormcloud
no estaba. Alrededor de la cabaña no había huellas ni ninguna pista. Dedujeron que como estaba loco había tirado el violín a las cataratas del Sciliar durante la ascensión.

–¿Y usted lo cree?

–Preferiría no creerlo, pero sí.

Pendergast se inclinó. La calma casi meliflua que solía caracterizar su acento sureño dejó paso a una intensidad inhabitual.

–Lady Maskelene, he venido a decirle que el
Stormcloud
aún existe.

Ella sostuvo su mirada sin alterarse.

–No es la primera vez que lo oigo.

–Se lo demostraré.

Lady Maskelene siguió mirándole muy seria, hasta que sonrió con languidez y negó tristemente con la cabeza.

–Me lo creeré cuando lo vea.

–Lo recuperaré, y seré yo mismo quien lo deposite en sus manos.

D'Agosta estaba sorprendido. Habría jurado que el objetivo de la visita de Pendergast no era informar a esa mujer de la existencia del violín. De hecho, hasta le sorprendía que la hubiese mencionado. Claro que podía equivocarse...

Ella negó con más energía.

–Circulan multitud de imitaciones y copias del
Stormcloud.
A finales del siglo XIX se hacían a cientos y se vendían a nueve libras.

–Cuando le traiga el violín, lady Maskelene...

–Déjese de lady Maskelene. Cada vez que lo oigo pienso que ha entrado mi madre. Llámeme Viola.

–Como quiera... Viola.

–Eso está mejor. Yo le llamaré Aloysius.

–Con mucho gusto.

–Un nombre muy curioso e inhabitual, dicho sea de paso. ¿Su madre leía muchas novelas rusas?

–En mi familia los nombres inhabituales son una tradición.

Viola se rió.

–Como los nombres musicales en la mía. Pero hábleme del
Stormcloud.
¿Se puede saber dónde lo ha encontrado? Suponiendo que lo haya encontrado...

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