La mano del diablo (56 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Se lo contaré todo cuando se lo traiga. En el momento en que lo toque... lo sabrá.

–Eso es mucho esperar. De todos modos, me encantaría oírlo antes de morir.

–También limpiaría el honor de su familia.

Ella se rió e hizo un gesto despectivo con la mano.

–Tonterías. Si quiere que le diga la verdad, odio que me llamen lady Maskelene. Todo eso de los títulos, el honor familiar... Son chorradas del siglo XIX.

–El honor nunca pasa de moda.

Miró a Pendergast con curiosidad.

–Está un poco chapado a la antigua, ¿no?

–No presto atención a la moda, si es a lo que se refiere.

Viola miró su traje negro de arriba abajo con una sonrisa divertida.

–Supongo que no. Eso está bien.

La expresión de Pendergast volvía a ser de perplejidad.

–Bueno... –Lady Maskelene se levantó. Sus ojos castaños reflejaron la luz del agua, mientras una sonrisa marcaba sus hoyuelos–. Tanto si encuentra el violín como si no, vuelva para explicármelo. ¿Puedo contar con que vendrá?

–Será un auténtico placer.

–Bueno, pues quedamos así.

Pendergast la miró con gran seriedad.

–A propósito, queda pendiente la finalidad de mi visita.

–La gran pregunta. Ah. –Ella sonrió–. Adelante.

–¿Cuál es el apellido de esa poderosa familia, la que fue propietaria del
Stormcloud
?

–Puedo darle algo más que una simple respuesta.

Viola metió la mano en su bolsillo, sacó un sobre y se lo mostró al agente. Llevaba una inscripción en primorosa letra inglesa: «Dr. Aloysius F.X. Pendergast».

Pendergast palideció al mirarla.

–¿De dónde lo ha sacado?

–Ayer, el actual conde Fosco (porque esa es la familia que era la propietaria del violín) me hizo una visita sorpresa, por decirlo suavemente; la verdad es que me dejó de piedra. Me advirtió que vendría usted, que eran amigos y que le entregara esto.

Pendergast alargó el brazo y cogió el sobre. D'Agosta vio cómo introducía un dedo por la solapa, la desgarraba y sacaba una tarjeta, en la que la misma mano generosa y fluida había escrito lo siguiente:

Isidor Ottavio Baldassare Fosco,

Conde del Sacro Imperio Romano,

Caballero de la Gran Cruz de la Orden del Quincunce,

Archimaestre vitalicio de los Masones Rosacruces de Mesopotamia,

Miembro de la Royal Geographical Society,

desea el placer de su compañía, en su domicilio familiar de Castel Fosco,

el viernes 5 de noviembre.

Castel Fosco

Greve in Chianti

Florencia

La intensa mirada del agente se clavó en D'Agosta, y nuevamente en lady Maskelene.

–No es un amigo mío, sino un hombre enormemente peligroso.

–¡Cómo! ¿El viejo conde? ¿Ese gordinflón encantador?

La risa de Viola se apagó al ver la expresión de Pendergast.

–Es quien tiene el violín.

Le miró fijamente.

–Bueno, sería suyo de todas formas, ¿no? Si lo encontraran, quiero decir...

–Ha asesinado brutalmente, que sepamos, a cuatro personas para conseguirlo.

–Dios mío...

–No le cuente nada a nadie. Aquí en Capraia estará a salvo. Si Fosco lo creyera necesario, ya la habría matado.

Viola sostuvo la mirada del agente.

–Me está asustando.

–Sí, lo siento, pero a veces es bueno estar asustado. En dos o tres días todo habrá terminado. Le ruego precaución, Viola. Quédese aquí, y no haga nada hasta que yo haya vuelto con el violín.

Ella no contestó. Al cabo de unos instantes salió de su inmovilidad.

–Tienen que irse. Si no, perderán el ferry.

Pendergast cogió su mano. Se miraron largo rato sin decirse nada. Luego él dio media vuelta y cruzó muy deprisa la verja y el camino.

Apoyado en la baranda de popa, D'Agosta vio disolverse la isla en el horizonte tal como había aparecido: como la promesa de algo, de una vida nueva. Pendergast estaba a su lado. Desde que acabó la visita a la casa del acantilado, el agente no había dicho ni una sola palabra.

Contemplaba fijamente el rastro del ferry, enfrascado en sus pensamientos.

–Fosco sabía que usted lo sabía –dijo D'Agosta–. Por eso la ha salvado.

–Sí.

–O sea, que todo se reduce a un plan enrevesado para recuperar el violín, ¿no?

Pendergast asintió.

–Ya sabía yo que ese gordo cabrón tenía algo que ver. Me lo olía desde el primer día.

Pendergast no contestó. Su mirada permanecía ausente.

–¿Le pasa algo? –se atrevió a preguntar D'Agosta al cabo de un rato.

Pendergast salió de sus cavilaciones y le miró.

–No, gracias, estoy perfectamente.

La isla había desaparecido. En ese momento, como si fuera la señal esperada, el perfil bajo de la costa toscana empezó a dibujarse al este del horizonte.

–¿Y ahora qué?

–Aceptaré la invitación de Fosco. Una cosa es saber, y otra bien distinta disponer de pruebas. Si queremos echarle el guante, tendremos que quitarle la máquina que usó para los asesinatos.

–Entonces ¿por qué le ha invitado?

–Quiere matarme.

–¡Ah, qué bien! Y ¿usted piensa aceptar?

Pendergast le dio la espalda para seguir mirando el mar, cuya luminosidad hacía que sus ojos parecieran casi blancos.

–Fosco sabe que aceptaré, porque es la única oportunidad de obtener las pruebas que necesitamos para ponerle entre rejas. Si no la aprovechamos ahora volverá el mes que viene, o dentro de un año, o de diez... –Guardó silencio–. Es más, siempre será un peligro para Viola, lady Maskelene, por todo lo que sabe.

–Ya lo entiendo.

Pero Pendergast seguía contemplando el mar. Sus siguientes palabras fueron pronunciadas en voz muy baja.

–El desenlace, mañana en Castel Fosco.

Setenta y tres

Bryce Harriman tomaba notas en una vieja mesa a la luz de un farol Coleman. Era casi medianoche, y tenía delante al reverendo Buck. En el transcurso de la tarde había redactado un impresionante artículo (que no estuvo a tiempo para salir en la edición vespertina, pero lo haría en la de la mañana) sobre el intento frustrado de detener a Buck, jugosa mezcla de media docena de testimonios, en la que se narraba la llegada del chulo del capitán, su ataque de pánico, su huida y los esfuerzos del otro capitán (una mujer) para arreglar la situación después del plantón de su compañero. Un reportaje espléndido, que a la larga podía convertirse en algo más, ya que Harriman había empezado a tantear al
Times
y parecían dispuestos a hacerle una entrevista de trabajo. El nuevo artículo sería la traca final. En ese momento, gracias a Buck, Harriman era el único periodista con permiso para entrar en el campamento. Dos artículos en el mismo número: eso se llamaba dar la campanada. Tampoco faltaría al día siguiente, por si había follón con la fuerza pública de Nueva York.

Si lo había sería de los gordos, a juzgar por el ambiente del campamento. Desde el frustrado arresto los ánimos estaban encrespados, inquietos y beligerantes, como un barril de pólvora a punto de explosionar. Era medianoche y aún nadie dormía; todo eran voces estridentes rezando o discutiendo en la oscuridad. Quedaban muy pocos de los chavales a quienes vio en su primera visita al poblado. Una o dos noches durmiendo en el suelo sin conexión a internet ni televisión por cable les hizo batirse en retirada a la comodidad de sus barrios residenciales. Lo que quedaba era el núcleo duro, los auténticos fanáticos, que no escaseaban. Más de trescientas tiendas así lo atestiguaban.

Hasta el propio Buck había cambiado. Ahora exhibía una calma y una seguridad casi místicas. Miraba a Harriman como si fuera transparente, una ventana al más allá.

–¿Qué, señor Harriman? –dijo–. ¿Ya tiene lo que venía a buscar? Falta poco para medianoche, y suelo dar un mensaje antes de recogerme.

–Solo una pregunta más. ¿Qué cree que pasará? Porque supongo que se da cuenta de que la policía no se cruzará de brazos...

Pensó que la pregunta quizá afectase un poco a Buck, pero la reacción del reverendo fue reafirmarse en algo muy parecido a la serenidad.

–Pasará lo que tenga que pasar.

–Es posible que sea un poco feo. ¿Está preparado?

–Será feo, sí, y estoy preparado.

–Por su manera de decirlo, parece que sabe lo que va a ocurrir.

Buck sonrió sin decir nada.

–¿No está preocupado? –preguntó Harriman, más insistente.

Otra sonrisa enigmática. «¡Mierda, que las sonrisas no se pueden citar!», pensó.

–Puede haber gas lacrimógeno y polis con porras. Se acabó el juego.

–Yo confío en Dios, señor Harriman. ¿Usted en quién confía?

«Bueno –se dijo–, esto está listo.»

–Gracias, reverendo. Me ha ayudado mucho.

–Gracias a usted, señor Harriman. ¿No quiere quedarse unos minutos para oír mi mensaje? Está a punto de pasar algo, bien lo dice usted. Por eso mi sermón de esta noche será un poco distinto.

El reportero vaciló. Pensaba salir de casa a las cinco de la mañana. Estaba bastante seguro de que la poli entraría en acción al día siguiente, y resultaba probable que lo hiciese temprano.

–¿Cuál es el tema?

–El infierno.

–Entonces me quedo.

Buck se levantó e hizo señas a uno de sus hombres, que se acercó, le ayudó a ponerse una sencilla vestidura y le acompañó al exterior. Harriman sacó la grabadora del bolsillo y fue tras ellos, procurando ignorar los fétidos olores del campamento. Sabía que se dirigían hacia un enorme montículo que sobresalía de la tierra al oeste de las tiendas, y que todos conocían ya como «la roca de los sermones».

Cuando Buck desapareció al otro lado de la roca, subió por la cuesta de hierba y reapareció en la cima, la agitación del campamento enmudeció. El reverendo levantó despacio las dos manos. Harriman, que lo observaba todo desde abajo, vio salir a centenares de personas de la oscuridad y rodearle.

–Amigos míos –dijo Buck–, buenas noches. Una vez más, os doy las gracias por uniros a mí en esta búsqueda espiritual. Durante estas charlas vespertinas he adoptado la costumbre de hablaros sobre ella, y de explicar por qué estamos aquí y qué debemos hacer, pero esta noche el tema será otro.

»Hermanos y hermanas, pronto os enfrentaréis a una gran prueba. Ayer, gracias a Dios, obtuvimos una magnífica victoria, pero los agentes de la oscuridad no se arredran fácilmente. En consecuencia, debéis ser fuertes. Ser fuertes y aceptar la voluntad de Dios.

Harriman, que escuchaba con la grabadora en alto, quedó sorprendido por el tono y la actitud de Buck. Su voz era tranquila, pero vibraba con una férrea convicción que nunca le había oído, ni siquiera en el primer sermón, ante el edificio de Cutforth. En los ojos brillantes del reverendo había algo extraño, una mezcla de entusiasmo y de resignación casi estoica.

–Ya os he hablado muchas veces de nuestro objetivo al reunimos aquí. Ahora, en vísperas de la prueba que pondrá fin para vosotros a todas las demás, debo dedicar unos momentos a recordaros contra qué luchamos y quién es vuestro enemigo. Recordad mis palabras, incluso cuando ya no esté entre vosotros.

«Que pondrá fin para
vosotros.» «Vuestro
enemigo.» «Entre
vosotros.»
Desde su anterior visita a la tienda de Buck, Harriman había empezado a leer fragmentos de la Biblia. Se acordó de las palabras de Jesús: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde».

–Hermanos y hermanas, ¿por qué nuestros antepasados medievales, sencillos e incultos en muchos aspectos, eran mucho más temerosos de Dios que la humanidad actual? Ya lo dice la propia pregunta: porque tenían miedo de Dios. Sabían la recompensa que esperaba en el cielo a los pocos elegidos, y sabían también lo que esperaba a los pecadores, los malvados, los perezosos y los incrédulos.

»La culpa no es solo de la gente. Aún es más culpable el clero actual, que endulza la palabra de Dios, resta importancia a sus avisos y dice a su grey que el infierno es una simple metáfora o un antiguo concepto sin existencia real. El amor de Dios, nos dicen, es vasto e indulgente. Engañan a sus feligreses haciéndoles creer que lo tienen todo ganado. Como si el bautismo, algunas buenas obras y un par de comuniones fueran un pasaporte para el cielo. Y eso, amigos míos, es un trágico error.

Hizo una pausa para observar a la gente, que no decía nada.

–El amor de Dios es duro. En esta ciudad, como en todas las grandes ciudades, muere gente a diario. A centenares. Pues bien, ¿en qué momento creéis vosotros que esos desgraciados empiezan a entender el verdadero destino que les está reservado? ¿En qué momento se les cae la venda de los ojos y descubren que toda su vida ha sido una mentira, que no han hecho sino alejarse de la luz y adentrarse más y más en las tinieblas, y que en adelante ya no cabe esperar nada más que un tormento inimaginable? La respuesta no está clara, pero yo creo que como mínimo hay algunos que lo vislumbran en sus últimos momentos, y creo que en esos pocos se insinúa la sensación de que algo falla, y de que ese algo es muchísimo peor que el hecho de morirse.

»En los momentos finales, cuando el alma empieza a desprenderse del cuerpo, la tela de la realidad cotidiana se rasga por la mitad, y de repente ven el vacío que hay detrás. Después se produce una terrible opresión, un miedo invencible y un calor que va creciendo, pero ellos no pueden gritar ni escapar. No es un ataque pasajero de pánico, sino un simple anticipo de lo que vendrá, un peldaño en el tramo inicial de la larga escalera hacia el infierno.

»¿Y el infierno? ¿Cómo es? A nuestros antepasados les contaban que era un lago de fuego y azufre, donde estarían sumergidos toda la eternidad, un horno espantoso, cuyas llamas no dan luz, sino que hacen visible la oscuridad. En esos tiempos más sencillos bastaba con esa descripción.

Hizo otra pausa para mirar a la gente una por una.

–Ojo, no niego que ese infierno exista, pero no es el único. Hay innumerables infiernos, hermanos y hermanas. Hay un infierno para cada uno de nosotros. Quizá Lucifer no esté a la altura de Dios, pero fue un ángel poderosísimo, y como tal tiene poderes que superan nuestro pobre entendimiento.

»Hay algo que debéis recordar y no olvidar nunca: que Lucifer, el diablo, fue expulsado del cielo porque le dominaban la envidia y la maldad, y ahora, en sus celos implacables, en su sed infinita de venganza, nos usa de peones. Como el niño rechazado que odia a su rival, él nos odia por lo que somos: los hijos amados de Dios. ¿Quién de nosotros podría albergar la esperanza de captar toda la profundidad de su ira infinita? Para él, cada ser humano a quien corrompe, cada alma de la que se apodera, es un triunfo, un puño elevado hacia Dios.

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