Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
Entraron en la iglesia justo a tiempo de ver al hombre enfundado en cuero rojo con el brazo rígido y horizontal, disparando a bocajarro a un viejo monje que estaba de rodillas con las manos levantadas en señal de sorpresa o de oración. Al tratarse de un espacio cerrado, la detonación fue ensordecedora. Sus ecos se confundieron con las últimas notas del canto gregoriano. D'Agosta dio un grito de consternación, rabia y horror, mientras el sacerdote se derrumbaba y el pistolero levantaba el arma como en una ejecución, haciendo puntería para el segundo disparo.
Hayward se encontraba con el capitán Grable en una elevación rocosa situada justo al norte del arsenal de Central Park. Desde ahí, con los primeros albores, gozaban de una buena vista del campamento, que aún dormía en el silencio matinal. Hayward reconoció la tienda de Buck, de cuyo emplazamiento habían sido informados. Era grande y verde, y ocupaba el centro del poblado.
Cada vez le daba más mala espina. No era un sitio donde se pudiera entrar y salir limpiamente. El crecimiento de la improvisada ciudad superaba todas sus expectativas. Como mínimo había trescientas tiendas desperdigadas por la vegetación, y el terreno tampoco les ayudaba: profundas hondonadas, verdes y frondosas, entre lomas de hierba, muchas de ellas con largas franjas de roca gris al desnudo. Al otro lado de las ramas, en la Quinta Avenida, se entreveía el coche patrulla que tenía que llevarse a Buck. Estaba aparcado en el lado de la avenida que bordeaba el parque, justo enfrente de la entrada del edificio de Cutforth.
Hayward habría preferido estar en cualquier otro sitio. De hecho le correspondía estar investigando el asesinato de Cutforth, no estar allí, y menos con un homicidio sin resolver entre sus manos. Era como revivir viejos y malos tiempos, cuando era una machaca y estaba en la policía de tráfico.
Miró a Grable de reojo. Lástima que no fuera D'Agosta (con quien había hablado brevemente la noche anterior); él sí que era de fiar, mientras que Grable...
El capitán se arregló la corbata y enderezó los hombros.
–Daremos una vuelta y entraremos por el oeste.
Sudaba tanto que tenía pegada la camisa al pecho, y eso que era una mañana fría.
Ella asintió.
–Para mí, la clave es hacerlo deprisa, no sea que nos quedemos dentro...
Grable tragó saliva y se subió el cinturón.
–Mire, capitana, yo, a diferencia de otros, no perdí el tiempo en las aulas coleccionando títulos; he ido subiendo desde la base, y sé lo que me hago.
Se entretuvo en contemplar el campamento dormido. Hayward echó un vistazo a su reloj. La luz aumentaba por momentos. En pocos minutos saldría el sol. ¿A santo de qué esperaban tanto?
–Perdone que se lo diga, pero se nos hace tarde –dijo.
–No me he marcado ningún horario, capitana.
Hayward trató de ignorar sus malos presagios. Rocker había dejado muy claro que la operación la dirigía Grable. Ella estaba allí para obedecer. Las malas actitudes no servían de nada. Además, el plan podía funcionar. ¡Qué caray! Seguro que funcionaba si entraban y salían lo bastante deprisa y se llevaban a Buck al coche patrulla, sin haberle dado tiempo ni de despertarse. «Mientras Grable fuera rápido, podría salir bien –se dijo–. Si hay que detener a alguien, se le detiene. No se le da tiempo de pensar.» Volvió a mirar al capitán y a preguntarse por qué se entretenía tanto.
–Bueno, vamos –dijo él al sentirse observado.
Fueron hacia el norte por el sotobosque, entre árboles pequeños, rodeando el campamento por uno de los lados de un pequeño desfiladero hasta salir a una especie de camino de cabras que llevaba directamente a la comunidad. Tenían el viento de cara. Hayward se vio asaltada por un olor a aguas residuales y humanidad sin asear.
Al acercarse a las primeras tiendas, Grable apretó el paso. Ya había gente despierta, cocinando en fogoncitos o simplemente paseándose.
Nada más penetrar en el primer anillo de tiendas, el capitán vaciló. Luego hizo a Hayward un gesto brusco y reanudaron su camino. La capitana saludó amablemente con la cabeza a la gente que ya estaba despierta y les veía pasar. El terreno era cada vez más llano. Las tiendas se apretaban formando callejuelas. Solo tardaron unos minutos en llegar al claro central, donde estaba la tienda de Buck.
«De momento bien», pensó Hayward.
La lona de la entrada estaba atada a dos postes, uno en cada lado. Grable se acercó y dijo en voz alta:
–¿Buck? Soy el capitán Grable, de la policía.
–¡Eh! –Había aparecido un hombre alto y de buena presencia–. ¿Qué hacen?
–¿A ti qué te importa? –dijo Grable en un tono desagradable.
«Mierda –pensó Hayward–. Así no.»
–No pasa nada –dijo–. Solo hemos venido a hablar con el reverendo.
–¿Ah, sí? ¿De qué?
–Apártate, tío –dijo Grable.
–¿Qué pasa? –le preguntó alguien dentro de la tienda–. ¿Quién es?
–El capitán Grable, de la policía.
Grable empezó a deshacer el nudo de la cuerda que ataba la lona a uno de los palos laterales. De repente, cuando faltaba poco, salió una mano de dentro, se cerró sobre la suya y la apartó. Después se levantó la lona y apareció Buck muy erguido y muy serio.
–Este es mi domicilio –dijo fría y dignamente–. No lo allane.
«Espósale –pensó Hayward–. Esposa de una vez a este cabrón y larguémonos.»
–Somos de la policía de Nueva York, y esto es terreno público, no un domicilio privado.
–Le vuelvo a pedir que no se acerque a mi casa.
Hayward quedó impresionada por la presencia de Buck. Al volverse para ver la reacción de Grable, se llevó la desagradable sorpresa de que este estaba pálido y sudoroso.
–Queda detenido, Wayne Buck.
Grable intentó sacar las esposas, pero le temblaban un poco las manos y tardó un poco más de lo habitual.
Hayward se quedó alucinada. Grable no estaba en su terreno. Era la única explicación.
Llevaba tanto tiempo en un despacho que ya no sabía (o nunca lo supo) moverse por las calles, y se le había olvidado cómo reaccionar ante una situación poco conflictiva como aquella. Sí, eso lo explicaba todo: sus dudas junto al arsenal, el que sudara... todo. Su intención había sido que el jefe mandara a todo un grupo en busca de Buck, pero al ver que Rocker le asignaba la misión personalmente no pudo decir que no. Ahora, enfrentado con el implacable Buck, pero sin equipo de élite que valiera, estaba perdiendo los nervios.
El reverendo le observó sin hacer ningún gesto, ni de cooperación ni de resistencia.
El otro hombre, que parecía ser su guardaespaldas o su ayudante de campo, se volvió y, ahuecando las manos a ambos lados de la boca, exclamó con fuerza inusitada:
–¡Arriba, cristianos! ¡Arriba! ¡Ha venido la poli a detener al reverendo!
Se oyó movimiento, y un súbito murmullo de voces.
–Vuélvase y ponga las manos en la espalda –dijo Grable, pero le temblaba la voz.
Buck seguía sin moverse.
–¡Arriba, cristianos!
–Capitán –dijo Hayward en voz baja–, está ofreciendo resistencia. Póngale las esposas.
Pero Grable no se movió.
Hayward evaluó rápidamente la situación y se dio cuenta de que habían perdido su oportunidad. Miró a su alrededor y recordó que un día, siendo niña, metió un palo en un avispero para hacerse la valiente. Por unos instantes todo estuvo tranquilo. Luego se oyó una especie de murmullo, y empezó a salir una multitud de avispas cabreadísimas. Pues esa misma sensación le producía el campamento. La gente ya estaba despierta, pero aún no había salido de las tiendas, y reinaba una sorda actividad a punto de explotar.
–¡Defended al reverendo! ¡Ha venido la policía a detenerle! ¡Arriba!
Ya llegaba la multitud. De repente había centenares de personas fuera de las tiendas, gente que se acercaba poniéndose las camisetas.
Hayward se acercó a Grable.
–Capitán, esto se pone feo. Ante todo no pierda la calma.
La boca de Grable se curvó hacia abajo, pero sin emitir ningún sonido.
Se acercaban. Se había formado una pared humana, mientras seguía llegando gente de todas las direcciones y rodeaba la tienda con voces de enfado.
Mierda. Hayward se volvió hacia la multitud.
–Tranquilos, que no hemos venido a molestar a nadie.
–¡Mentirosa!
La gente se acaloraba.
–¡Blasfemos!
El cerco fue estrechándose. Mientras tanto, salvo ofrecer una estampa de dignidad, Buck no hacía ni decía nada.
–¡Eh, que solo somos dos! –dijo Hayward con calma y las manos extendidas–. ¡Tampoco hace falta ponerse así!
–¡Soldados impíos de Roma!
–¡No ensuciéis al reverendo con vuestras manos!
La situación era más fea de lo que pensaba. Grable retrocedió instintivamente, mientras sus ojos buscaban una vía de escape que no existía.
La multitud se acercaba, cada vez más furiosa.
–Si nos tocáis a uno de los dos, será una agresión –dijo Hayward en voz alta pero con serenidad.
La advertencia sirvió para frenar a las primeras filas, pero había tanta gente empujando por detrás que solo era cuestión de tiempo.
Grable soltó las esposas para coger la pistola.
–¡No, Grable! –exclamó ella.
El clamor fue inmediato.
–¡Va a disparar! ¡Asesino! ¡Judas!
La pared humana volvió a avanzar.
¡Pum! Un tiro al aire. Justo cuando la multitud empezaba a reaccionar, Buck, que se encontraba a pocos pasos por detrás de Grable, le quitó el arma con un gesto rápido y seguro.
«Menos mal», pensó Hayward, manteniendo las manos a la vista, lejos de su pistola. O hacían algo deprisa, o lo tenían crudo. Se volvió y le dijo a Buck:
–Más vale que haga algo, reverendo. La situación está en sus manos.
Buck se adelantó levantando los brazos. El silencio fue inmediato y total.
Tras una corta espera, el reverendo bajó un brazo y señaló a Grable con firmeza.
–Este hombre ha venido a detenerme bajo el manto del Príncipe de la Oscuridad, pero Dios ha revelado su engaño.
Grable parecía mudo.
–Estos centuriones, estos soldados de Roma, han entrado en nuestro campamento como arteras serpientes para cumplir la voluntad del demonio, pero han sido derrotados por su propia vergüenza y cobardía.
–¡Qué vergüenza! ¡Cobardes!
Hayward aprovechó un momento de silencio para decirle a Buck en voz baja:
–Nos gustaría irnos.
Otro bramido de la multitud:
–¡Qué vergüenza!
Alguien tiró un palo que aterrizó a sus pies, en el polvo. Hayward vio más palos encima de las cabezas. Algunos habían empezado a buscar piedras entre la vegetación.
Se inclinó hacia el reverendo y le dijo algo en voz baja, con la esperanza de que fuera el único en oírla:
–Reverendo Buck, ¿qué será de usted y de sus seguidores si salimos heridos, o si nos toman como rehenes? ¿Cómo cree que reaccionará la policía? –Sonrió fríamente–. En comparación, lo de Waco parecerá una barbacoa de domingo.
Hubo un momento de silencio. Luego, como si no la hubiese oído, Buck volvió a levantar las manos e inclinó la cabeza. El silencio volvió a ser instantáneo.
–Hermanos –dijo–, hermanos, nuestra fe es la de Cristo. Aunque hayan venido con malas intenciones, debemos mostrarnos compasivos y saber perdonar. –Se volvió hacia su ayudante–. Todd, abre un camino para los impuros. Que se vayan en paz.
Los palos bajaron lentamente. Poco después la multitud se abrió. Hayward se agachó con la cara muy roja, recogió la pistola de Grable y se la guardó en el cinturón. Al volverse, vio que el capitán no la seguía. Permanecía inmóvil como una estatua.
–¿Viene o no viene, capitán?
Grable se sobresaltó, echó un vistazo a su alrededor y pasó de largo sin mirarla. A partir de cierto punto echó a correr. La multitud prorrumpió en gritos y aplausos. Hayward le siguió sin perder la dignidad y con la vista al frente, en un esfuerzo por no delatar (ni en su expresión ni en su postura o voz) que estaba sufriendo la peor humillación de toda su carrera.
Los oídos de D'Agosta se vieron sacudidos por una gran detonación. Era Pendergast, que había disparado sobre las cabezas de la gente.
Al volverse, el asesino vio que se acercaban y, tras un rápido vistazo a su víctima (hecha un ovillo en el suelo) y a la capilla, dio media vuelta y salió corriendo. Un grupo de monjes con hábitos marrones rodeó al hermano caído, entre rezos, exclamaciones y gestos.
Algunos monjes señalaban el fondo de la capilla.
–
Da questa parte! È scappato di là!
Pendergast les miró.
–¡Sígale, Vincent!
Tenía el teléfono móvil en la mano y pedía un helicóptero con equipo médico.
Un monje se adelantó y cogió a D'Agosta por el brazo.
–Le ayudo –dijo en un inglés rudimentario–. Sígame.
Cruzaron una puerta a la derecha del altar y corrieron juntos por un pasillo oscuro, un claustro interior y otro pasillo de piedra que acababa bruscamente en la pared de la montaña. Hicieron un alto. Había un pasadizo lateral, perpendicular al camino por el que habían venido, con arcos y columnas tallados en la roca viva.
–Ha ido por aquí.
El monje se metió corriendo entre las paredes del antiguo pasadizo, decoradas con frescos. Al final había una puerta de hierro entreabierta. La abrió del todo, dejando pasar la luz del sol. Salieron juntos al exterior. A sus pies, una escalera de piedra bajaba vertiginosamente por la pared de roca, sin ninguna protección, salvo una baranda de hierro podrida.
D'Agosta se apartó de la roca y, tras un momento de vértigo, distinguió una figura vestida de cuero rojo que descendía por la escalera de piedra.
–
Eccolo!
El monje se lanzó escalones abajo, con el hábito flotando a sus espaldas. D'Agosta le siguió; no se atrevía a correr demasiado. Los peldaños estaban tan pulidos por el tiempo y tan húmedos que resbalaban como si fueran de hielo. Era una antigua escalera en desuso, con partes tan erosionadas que tuvieron que saltar sobre intersticios de cielo azul.
–¿Sabe adonde ha ido? –preguntó D'Agosta sin aliento.
–Al bosque de abajo.
Llegaron a un rellano, con otro hueco que cruzaron lentamente. En ese punto no quedaba ni rastro de la baranda de hierro. La única protección se la brindaban algunos toscos asideros, bajo un viento frío y cortante.