La mano del diablo (49 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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«Un psicólogo», pensó Hayward.

–Por lo que respecta a... al tal Buck –dijo Wentworth arrastrando las palabras–, responde a un tipo de personalidad bastante común. Como comprenderán, no es posible ofrecer un diagnóstico en firme sin haberle entrevistado, pero a juzgar por mis observaciones presenta una psicopatología marcada: posible esquizofrenia paranoide y complejo mesiánico en potencia. Hay muchas posibilidades de que padezca manía persecutoria. El cuadro se complica por su propensión a la violencia. Por mi parte, desaconsejaría rotundamente la intervención de un equipo de élite. –Calló pensativo–. Los demás son simples seguidores y reaccionarán como lo haga Buck: con violencia o bien colaborando. Se dejarán llevar por él. Lo esencial es apartar a Buck. O mucho me equivoco, o en su ausencia el movimiento caerá por su propio peso.

–Ya –dijo Grable–. Pero ¿cómo le apartamos si no es con un equipo de élite?

–Los hombres como Buck atacan cuando se les amenaza. Para ellos, el último recurso siempre es la violencia. Yo propondría enviar a uno o dos agentes (desarmados, que no intimiden, preferiblemente de sexo femenino y con atractivo físico) para que se lo lleven. Un arresto suave y sin provocación. Tendría que hacerse deprisa, con precisión quirúrgica. En un día se habría levantado el campamento, y sus seguidores estarían con el siguiente gurú o en el siguiente concierto de Grateful Dead, o lo que estuvieran haciendo antes de leer los artículos del
Post.
–Otra larga exhalación–. En vista de todos los factores, es lo que les aconsejo.

Hayward no pudo evitar poner los ojos en blanco. ¿Esquizofrénico, Buck? Sus arengas, tal como las reproducía punto por punto el
Post,
no delataban ningún proceso mental desorganizado, como los que caracterizaban la esquizofrenia.

Rocker se fijó en su expresión.

–¿Hayward? ¿Quiere aportar algo?

–Gracias. Yo, con todo respeto, estoy de acuerdo con el análisis del señor Wentworth, pero no con su consejo.

«Pobre ignorante», parecían decir los ojos deslavazados del psicólogo. Hayward comprendió con retraso su error: le había llamado «señor», no «doctor», un pecado capital entre universitarios. La hostilidad de Wentworth era palpable. Pues que se fuera a la mierda. Siguió hablando.

–No existe un arresto sin provocación. Cualquier tentantiva de entrar en el poblado y llevarse a Buck por la fuerza, aunque sea con buenos modos, no funcionará. Estará loco, pero es astuto como un zorro y se negará a venir. En cuanto aparezcan las esposas, la situación se pondrá muy fea para nuestras dos policías «preferiblemente de sexo femenino y con atractivo físico».

–Señor Rocker –la interrumpió Grable–, Buck infringe abiertamente la legalidad. Estoy recibiendo mil llamadas diarias de negocios y residentes de la Quinta Avenida: el Sherry Netherland, el Metropolitan Club, el Plaza... Tengo las líneas sobrecargadas; y le apuesto lo que quiera que si me llaman a mí, también están llamando al alcalde.

Se quedó callado para que lo asimilaran.

–Por desgracia, me consta que ya lo han hecho –dijo Rocker con una gravedad exenta de cualquier asomo de diversión.

–Entonces ya sabe que no podemos permitirnos el lujo de esperar. Tenemos que hacer algo. ¿Hay alguna alternativa que no sea arrestarle? ¿La capitana Hayward tiene alguna idea mejor? Porque me gustaría oírla.

Se apoyó en el respaldo con la respiración pesada.

Hayward no perdió la calma.

–Capitán Grable, esos negocios y residentes a los que se refiere no justifican que la policía actúe con prisas y precipitación.

«En otras palabras –pensó–, que les folle un pez.»

–Para usted es muy fácil decirlo, porque es una privilegiada, pero yo los tengo encima cada día. Si hubiera resuelto el homicidio de Cutforth no tendríamos ese problema, capitana.

Hayward asintió sin delatar ninguna emoción. Primer punto para Grable.

Rocker la miró.

–Ya que ha salido el tema, ¿cómo van las investigaciones, capitana?

–Los del laboratorio están analizando algunas pruebas forenses nuevas. Seguimos controlando la lista de los que llamaron a Cutforth o recibieron su llamada durante sus últimas setenta y dos horas de vida. También estamos comparando la grabación de las cámaras de seguridad del vestíbulo de su edificio con los residentes y los visitantes conocidos. Por otro lado, como sabe, el FBI está siguiendo algunas pistas prometedoras en Italia.

Era poco, y Hayward se daba cuenta de que sonaba a poco. En el fondo estaban en pelotas.

–Bueno, y ¿cuál es su plan para ese tío, Buck?

Era Grable, quien la miraba belicosamente con la expresión del que sabe que tiene las de ganar.

–Yo aconsejaría un enfoque aún menos agresivo. No forcemos la situación. No hagamos nada para provocar un desenlace. Lo mejor sería mandar a alguien para hablar con Buck y exponerle la situación. Tiene a centenares de personas destrozando el parque y molestando al barrio. En el fondo es un hombre responsable, y por supuesto que tendrá ganas de solucionarlo. Seguro que querrá enviar a casa a sus seguidores para que se afeiten, caguen y se duchen. Yo lo enfocaría así, y además le ofrecería un trato: si él consigue que sus seguidores se vayan a casa, nosotros le autorizamos una manifestación. Hay que tratarle como a una persona racional, con zanahoria y sin palo. Luego, en cuanto hayan despejado el campamento, acordonamos la zona con el pretexto de que hay que volver a sembrar y autorizamos una manifestación para el lunes a las ocho de la mañana en la otra punta del parque de Flushing Meadows. Dudo mucho que volviéramos a verles.

Ante el brillo cínico de los ojos de Rocker, se preguntó si debía interpretarlo como que su propuesta le parecía bien o como que se la tomaba a risa. Rocker gozaba de buena fama entre las bases, pero todos coincidían en que era inescrutable.

–¿Que le tratemos como a una persona racional? –repitió Grable–. ¿A un asesino ex presidiario que se cree Jesucristo? Con gente así no se puede razonar. «Por favor, Jesús, ¿podrías pedir permiso para una manifestación?»

El psicólogo rió entre dientes y sostuvo la mirada de la capitana. Su expresión aún era más condescendiente que antes. Hayward se preguntó si sabía algo más que ella. Empezaba a sospechar que todo estaba cantado.

–¿Y si su plan no funciona? –le preguntó el jefe de policía.

–Lo dejaría en manos del... señor Wentworth.

–Doc... –empezó a decir Wentworth, antes de ser interrumpido por Grable.

–Señor, no tenemos tiempo de probar varios planes. Es necesario librarse de Buck ahora mismo. O se larga por las buenas, o se va esposado. Él sabrá. Lo haremos deprisa, al amanecer. Antes de que sus seguidores se enteren, le tendremos sudando en la parte trasera de un coche patrulla.

Silencio. Rocker miró a los presentes, algunos de los cuales aún no habían dicho nada.

–¿Señores?

Murmullos y gestos de aquiescencia. Al parecer, todos estaban de acuerdo con el psicólogo y Grable.

–Bueno –dijo Rocker levantándose–, seguiré a la mayoría. A fin de cuentas, no tenemos a un psicólogo en plantilla para no hacerle caso.

Miró rápidamente a Hayward, quien, pese a no saber interpretar del todo su expresión, creyó entender que no le era adversa.

–Enviaremos un grupo reducido, como propone Wentworth –añadió Rocker–. Solo dos agentes. Capitán Grable, usted será el primero.

Grable puso cara de sorpresa.

–Es su distrito, como bien ha subrayado; además, el que propone una acción rápida es usted.

Grable dominó rápidamente su sorpresa.

–Claro que sí, señor. Me parece muy bien.

–Por otro lado, como propone Wentworth, enviaremos a una mujer. –Rocker hizo un gesto con la cabeza a Hayward–. Usted.

Nadie abrió la boca. Hayward sorprendió una mirada entre Grable y Wentworth.

Rocker, sin embargo, la miraba a ella, como diciendo: «Ayúdame a que esto no se descontrole, Hayward».

–A Buck le gustará que sean dos policías de alto rango. Estará en consonancia con los aires que se da. –Rocker se volvió–. Grable, usted es el de mayor antigüedad. La operación, por tanto, es suya. Dejo en sus manos la organización de los detalles y del calendario. Se levanta la reunión.

Sesenta y cuatro

El día después del viaje a Cremona amaneció fresco y despejado. Entornando los ojos bajo el sol de mediodía, D'Agosta regresó con Pendergast a la plaza Santo Spirito, situada en la otra orilla del hotel.

–¿Ya ha informado a la capitana Hayward? –le preguntó Pendergast mientras se dirigían hacia allí.

–Sí, justo antes de acostarme.

–¿Alguna novedad interesante?

–La verdad es que no. De las pocas pistas que han seguido sobre Cutforth, ninguna ha sido provechosa. Las cámaras de seguridad de su edificio tampoco han servido de nada, y parece que con Grove tres cuartos de lo mismo. Ahora, encima, toda la cúpula de la policía de Nueva York está preocupada por el predicador que se ha instalado en Central Park.

D'Agosta encontró la plaza mucho menos tranquila que la vez anterior. La causa era un nutrido grupo de mochileros que fumaban porros en los escalones de la fuente, se pasaban una botella de vino de Brunello y hablaban a pleno pulmón en doce idiomas. Como mínimo llevaban diez perros sueltos.

–Vigile por dónde pisa, Vincent –murmuró Pendergast con una sonrisa irónica–. ¡Florencia! ¡Maravillosa mezcla de lo alto y lo bajo! –Con la mano suspendida sobre las mierdas de perro, indicó el espléndido edificio que ocupaba la esquina sureste–. Por ejemplo el palacio Guadagni, uno de los mejores ejemplos de palacio renacentista de toda la ciudad. Fue construido en el siglo XV, aunque los orígenes de la familia Guadagni son mucho más antiguos.

D'Agosta examinó el edificio. La planta baja estaba hecha de rústicos bloques de caliza parda, mientras que los pisos superiores tenían un revestimiento de estuco amarillo. La mayor parte del último piso estaba formado por una galería, con sus columnas de piedra y su alero. El conjunto era sobrio, pero elegante.

–En el primer piso hay varias oficinas y apartamentos; en el segundo, una academia de idiomas. El último es una
pensione;
la lleva una tal señora Donatelli, y no me cabe duda de que fue aquí donde se reunieron Beckmann y los otros en 1974.

–¿Es la dueña del palacio?

–Sí, la última descendiente de los Guadagni.

–Y ¿espera que recuerde a un par de universitarios que estuvieron aquí hace tres décadas? ¿En serio?

–Hay que intentarlo, Vincent.

Cruzaron la plaza con cautela y entraron en el edificio por una doble puerta de madera con remaches de hierro. El pasillo de entrada, con su bóveda, tuvo que ser majestuoso, pero ahora estaba sucio. Una escalera les condujo al rellano del primer piso, donde pudieron ver un viejo trozo de cartón en la cornisa de un fresco barroco descolorido. Una mano firme había dibujado una flecha y escrito la palabra «Recepción».

Para un palacio de esas proporciones, el tamaño de la susodicha recepción era ridículo. Se trataba de una estancia abarrotada, pero en perfecto orden y limpieza, con una madera que la dividía en dos espacios. En uno había una hilera de buzones de madera que habían visto mejores tiempos, y en el otro un panel de llaves. La habitación solo tenía un ocupante: una anciana muy menuda sentada detrás de un antiguo escritorio. Iba vestida con gran elegancia, teñida y peinada a la perfección, con los labios impecablemente pintados y diamantes que parecían auténticos alrededor de su cuello y en sus fláccidas orejas.

Al verla levantarse, Pendergast hizo una reverencia.


Moho lieto di conocer La, signora.

La respuesta fue un conciso:


Il
piacere é mio.
–Y, en un inglés con acento italiano–: Obviamente, no vienen buscando habitación.

–No –dijo Pendergast. Sacó su identificación y se la enseñó.

–Son policías.

–Sí.

–¿Qué desean? Mi tiempo es limitado.

La voz de la anciana era aguda e intimidadora.

–Tengo entendido que en otoño de 1974 se alojaron aquí varios estudiantes norteamericanos. Aquí tiene una foto.

Pendergast sacó la de Beckmann, pero ella no la miró.

–¿Sabe cómo se llamaban?

–Sí.

–Pues acompáñeme.

La anciana se volvió, rodeó el mostrador de madera y fue hacia el fondo, hacia una puerta trasera que daba a una sala mucho mayor. D'Agosta vio que se trataba de una especie de vieja biblioteca, con estanterías desde el suelo hasta el techo llenas de libros, manuscritos y documentos en vitela. Olía a pergamino, hongos, cuero viejo y cera. El techo era de casetones, y antiguamente había tenido un magnífico revestimiento dorado, aunque ahora se caía a trozos por el paso de los años y la madera estaba plagada de agujeros.

–El archivo de la familia –dijo la anciana–. Cubre ocho siglos.

–Lleva usted un buen registro.

–Llevo un magnífico registro, gracias.

Se dirigió directamente a un estante bajo del fondo de la sala, donde eligió un volumen de grandes dimensiones, que llevó a una mesa de centro. Al abrirlo quedaron a la vista innumerables páginas de cuentas, pagos, nombres y fechas, anotados con una letra minúscula y quisquillosa.

–¿Nombres?

–Bullard, Cutforth, Beckmann y Grove.

Empezó a girar las páginas, levantando nubéculas de polvo. Cada página era sometida a un examen de una rapidez inverosímil.

–Aquí. Grove –dijo de pronto, deteniéndose.

Un dedo huesudo, gravado por un descomunal anillo de diamantes, señaló un apellido, antes de deslizarse página abajo.

–Beckmann... Cutforth... Y Bullard. Sí, estuvieron todos aquí en octubre.

Pendergast escudriñó el registro, pero se notaba que hasta él tenía dificultades en descifrar aquella letra tan pequeña.

–¿Coincidieron sus estancias?

–Sí. –Una pausa–. Según esto, solo una noche, la del treinta y uno de octubre.

La anciana cerró el libro de golpe.

–¿Algo más,
signore?

–Sí,
signora.
¿Tendría la amabilidad de mirar esta fotografía?

–¡No esperará que me acuerde de unos desarrapados americanos de hace treinta años! Tengo noventa y dos años. Me he ganado el privilegio de olvidar.

–Solicito su indulgencia.

Con un suspiro de impaciencia, cogió la foto, la miró... y se sobresaltó visiblemente. Mientras la examinaba (y lo hizo largo y tendido), su rostro palidecía lentamente. Al final devolvió la foto a Pendergast.

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