La mano del diablo (45 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Todo.

Cincuenta y ocho

Harriman pasó al lado del hotel Plaza y al adentrarse en Central Park respiró con gozo una bocanada de aire fresco. Era una magnífica tarde de otoño, con una luz dorada que se reflejaba en las hojas de encima de su cabeza. Había ardillas atareadas en acumular frutos secos, madres con carritos de bebés y grupos de ciclistas y patinadores deslizándose por South Park Drive.

Su artículo sobre Buck había salido en la edición matinal, y a Ritts le había encantado. Los teléfonos no habían dejado de sonar en todo el día, ni los faxes de zumbar, ni el correo electrónico de recibir mensajes detectores. Harriman había vuelto a tocar la fibra.

Una tarde magnífica, pues, que Bryce Harriman aprovechaba para dar un paseo hacia el norte y volver al escenario de su último triunfo con la pretensión de renovar sus laureles. Ahora lo que necesitaba era una entrevista con el bueno del reverendo Buck en persona, una exclusiva para el
Post.
¿Quién podía conseguirla, sino él?

Rodeó el zoo por detrás, y al llegar a la altura del antiguo arsenal se llevó una sorpresa mayúscula. Justo al norte de la calle Sesenta y cinco, del lado de la Quinta Avenida, había una tienda, la típica tienda de lona rodeada de vegetación. A medida que subía por una elevación del terreno, vio aparecer más tiendas. Desde el punto más alto se dominaba una auténtica ciudad de tiendas de campaña, con el humo de varias decenas de fogatas ascendiendo por el cielo otoñal.

La sorpresa de Harriman se trocó en satisfacción. ¿Quién era el responsable? Él, que no había dejado decaer la historia; él, que había sabido reconocer a un líder y garantizar la afluencia de gente. Y ahora...

Se acercó al límite del campamento. Había gente que solo se tapaba con hojas de periódico, sobre todo chavales con edad de ir al instituto o a la universidad. Algunos usaban sacos de dormir de formas y colores variados, mientras que otros habían improvisado tiendas con sábanas y palos. Lo que menos abundaba era las tiendas caras de North Face and Antárctica. Seguro que se trataba de futuros herederos de Scarsdale y Short Hills.

Vio con el rabillo del ojo a dos policías que observaban la situación desde el muro de la Quinta Avenida. A la izquierda, otros agentes hacían lo posible por no hacerse notar. Era comprensible, ya que el número de personas acampadas debía de ascender a unas quinientas.

Entró en el campamento por una calle improvisada entre dos hileras de tiendas. Casi parecían chabolas de la Depresión, caminitos estrechos entre frondosas hondonadas y paredes de roca, con gente cocinando, sentada sobre mantas y bebiendo café. Seguía llegando gente con mochilas de diversas procedencias, para plantar sus tiendas. El campamento se extendía como mínimo hasta la calle Setenta. Cuatro manzanas de parque. Increíble. ¿Existía algún precedente en la historia de Nueva York? Harriman se apresuró a sacar el móvil y pedir un fotógrafo.

Encontró la tienda de Buck pocos minutos después de haber preguntado por ella. Era una tienda grande, de las del ejército, situada cerca del centro del campamento. Reconoció la silueta de Buck escribiendo en una mesa plegable. Estaba revestida de una extraña dignidad, que le recordó algunas fotos de generales de la guerra civil. Esperó que el fotógrafo se diera prisa.

Cerca de la entrada de la tienda, un joven le cortó el paso.

–¿Qué quiere?

–Vengo a ver al señor Buck.

–El reverendo está muy solicitado. Ahora mismo trabaja y no se le puede molestar.

–Soy Harriman, del
Post.

–Y yo Todd, de Levittown.

«Los peores gilipollas son los que han visto la luz», pensó Harriman. Mirando por encima del hombro de aquel personaje que se las daba de guardián, vio que Buck trabajaba en su mesa sin hacerles caso. ¿Qué había al fondo de la tienda, pegado con cinta adhesiva? Una hilera de recortes del
Post.
¡Sus artículos! Se envalentonó.

–A mí querrá verme.

Pasó de largo, se agachó para entrar en la tienda y se acercó a Buck con la mano tendida.

–¿El reverendo Buck?

Buck se levantó.

–¿Y usted quién es?

–Harriman, del
Post.

–Ha entrado a la fuerza, reverendo... –empezó a decir el ayudante de campo.

Pero en el rostro de Buck se dibujaba una sonrisa.

–Harriman... Tranquilo, Todd, que le esperaba.

Todd se retiró a un rincón de la tienda con los humos por los suelos, mientras Buck estrechaba la mano del periodista. De cerca parecía más bajo que cuando predicaba. Llevaba una camisa a cuadros normal y corriente, de manga corta, y unos chinos. Nada de corte de pelo a lo casco esculpido con secador ni de trajes de poliéster. Tenía unos buenos antebrazos, uno de ellos tatuado, y apretaba con fuerza al dar la mano. Harriman adivinó que había pasado por la cárcel.

–¿Me esperaba? –preguntó.

Buck asintió.

–Ya sabía que vendría.

–¿Ah, sí?

–Todo forma parte del plan. Siéntese, por favor.

Harriman se sentó en una silla de plástico, al otro lado de la mesa plegable, y sacó su grabadora de microcasete.

–¿Puedo?

–Con mucho gusto.

La puso en funcionamiento, comprobó que funcionase y la dejó con cuidado encima de la mesa.

–Si le parece empezaremos por su plan. Cuénteme de qué se trata.

Buck sonrió con indulgencia.

–Me refería al plan de Dios.

–Ah... ¿Osea?

Buck extendió las palmas de las manos.

–Lo que ve a su alrededor. Yo no soy nada, un simple ser humano con defectos que hace lo posible por cumplir el plan de Dios. Usted, señor Harriman, quizá no lo sepa, también forma parte de ese plan; una parte importante, como se está demostrando. Sus artículos han engrosado esta multitud. Han unido a la gente, al menos a la que tiene oídos para oír y ojos para ver.

–¿Ver qué?

–La transportación.

–¿Cómo dice?

–La promesa que hizo Dios a sus seguidores para los últimos días, cuando los fieles sean elevados a los cielos, mientras los malos se hundan en el lodo y el fuego.

Buck titubeó un poco. Harriman lo interpretó como una pizca (una pizca nada más) de nerviosismo. Quizá tuviera cierto miedo de lo que estaba desatando.

–¿Por qué cree que se acerca el fin del mundo?

–Dios me mandó una señal. La razón de que haya venido desde Yuma, Arizona, fue su artículo, el que hablaba de las muertes de Grove y Cutforth.

–Y ¿quién es esta gente que ha acampado alrededor de usted?

–Los salvados, señor Harriman. Los de más allá son los condenados. ¿Con quién está usted?

La brusquedad de la pregunta desarmó al periodista. Buck le miraba con una intensidad digna de Rasputín, o poco menos.

–¿Tiene alguna importancia? –dijo con una risa débil.

–¿La tiene pasarse toda la eternidad hirviendo en un lago de fuego o en el dulce regazo de Jesús?

Harriman no estaba seguro de que le gustara ninguna de las dos opciones.

–Se lo vuelvo a preguntar: ¿con quién está? Porque ha llegado el momento de elegir. Estas muertes atroces lo han dejado claro. Se acabó la indecisión, el preguntarse dónde está la verdad. Tarde o temprano esa pregunta llega a todas las vidas. Es una decisión trascendental que ha entrado de repente en la suya, sin avisar. Recuerde la epístola de san Pablo a los romanos: «No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo... Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios». Debe arrepentirse y renacer en el amor de Jesús. No puede seguir esperando. ¿Qué contesta, señor Harriman? ¿Está salvado o condenado? Buck aguardó la respuesta.

Harriman sintió un sudor frío en la nuca. Buck esperaba sinceramente una respuesta, y era evidente que no cesaría hasta obtenerla. ¿Cuál sería esa respuesta? Harriman se había considerado más o menos cristiano, pero sin biblias ni proselitismos.

–Aún lo estoy pensando –decidió responder. ¿Cómo había dejado que fuera Buck quien marcara la pauta? ¿Quién hacía la entrevista, a fin de cuentas?

–¿Pensando en qué? La decisión es muy sencilla. Recuerde lo que dijo Jesús al rico que deseaba la vida eterna: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres... Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los Cielos». ¿Y usted, señor Harriman? ¿Está dispuesto a prescindir de sus bienes terrenales y seguirme? ¿O se irá, como el joven rico del Evangelio según san Lucas?

Harriman reflexionó. ¿Eso lo dijo Jesús? Debía de haberse perdido algo en la traducción.

La manera de salir del punto muerto podía ser un cambio de táctica.

–Dígame una cosa, reverendo: ¿cuándo será?

–Si todos supieran cuándo llegará el día del Juicio, la víspera se llenaría de conversiones. Llegará cuando el mundo menos se lo espere.

–Pero usted lo espera. Y muy pronto.

–Sí, porque Dios ha enviado una señal a sus fieles, y esa señal ha sido la muerte que ocurrió al otro lado de la calle.

Harriman reparó en que el grupo de policías era algo más numeroso. Hablaban y tomaban notas. De repente comprendió que ese pequeño Shangri-La tenía los días contados. O Cristo venía pronto, o lo haría la policía. No se podía tener a centenares de personas cagando entre los arbustos de Central Park. De hecho, ahora que lo pensaba, sí que flotaba un olor peculiar...

–¿Qué hará si la policía quiere echarles? –preguntó.

Buck guardó silencio. Su expresión traicionó otro momento fugaz de incertidumbre, pero enseguida recuperó la serenidad de antes.

–Dios me guiará, señor Harriman. Dios me guiará.

Cincuenta y nueve

Primero D'Agosta oyó las sirenas, con su disonante letanía de dos notas trastocando la paz de la campiña toscana. Después vio los faros de dos vehículos que aparecieron raudos por una colina y, no menos raudos, ascendieron por la vía de acceso hasta frenar a las puertas de la villa, originando una lluvia de gravilla. El techo del
salone
se convirtió en un juego de luces.

Pendergast se levantó del sofá. Las pinzas, salidas como por arte de magia del puño de su camisa, protagonizaron una desaparición igual de mágica

Miró a D'Agosta.

–¿Nos retiramos a la capilla? No sea que nuestros amigos crean que hemos tocado algo en el lugar del crimen...

D'Agosta, que seguía dominado por el miedo, asintió en silencio. La capilla. Parecía buena idea. Muy buena idea.

Estaba situada al fondo del
salone,
como mandaba la tradición, y era un espacio barroco minúsculo, pero exquisito, con capacidad para un sacerdote y media docena o poco más de familiares. Como no se apreciaba ninguna instalación eléctrica, Pendergast encendió una vela votiva que estaba en un recipiente de cristal rojo y se sentaron a esperar en uno de los bancos de madera.

Muy poco después se oyó una patada en una puerta, botas en el pasillo de la planta baja y varias radios a todo volumen. D'Agosta seguía con la cruz en una mano y la mirada puesta en el pequeño altar de mármol. La luz rojiza de la vela parpadeaba. Flotaba un viejo aroma a incienso y mirra. Dominó el impulso de ponerse de rodillas, recordando que era policía, que se hallaba en el lugar de un crimen y que la idea de que el diablo se hubiera llevado el alma de Bullard era una ridiculez.

Claro que esa perfumada oscuridad hacía que pareciese cualquier cosa menos ridícula. Su mano, aferrada a la cruz, tembló.

Los carabinieri irrumpieron en el
salone.
D'Agosta oyó un grito ahogado, algunas voces amortiguadas de sorpresa que sonaban como una oración recitada con rapidez. A partir de ahí, los sonidos se volvieron familiares: eran los típicos ruidos que caracterizaban el precinto del lugar de un crimen y la instalación de los focos. Un rayo de claridad penetró en la capilla, iluminó el Cristo de mármol de detrás del altar y lo llenó de luz.

Un hombre apareció en la puerta, proyectando una sombra muy larga. No llevaba uniforme, sino un traje gris a medida, con dos hojas de oro en la solapa como indicación de su rango. Les miró fijamente. Para D'Agosta era una simple silueta envuelta en luz dorada, con una Beretta de nueve milímetros Parabellum en la mano.


Rimanete seduti, maní in alto, per cortesía
–dijo el hombre con calma.

–Quédense sentados y con las manos a la vista –tradujo Pendergast–. Somos policías.


Tácete!

De repente D'Agosta se acordó de que iban vestidos de negro y con las caras medio pintadas. Qué estaría pensando ese policía...

El hombre avanzó con la pistola en la mano. No les apuntaba, pero tampoco apartaba el arma.

–¿Quiénes son? –preguntó en inglés, con poco acento.

–Agente especial Pendergast, del FBI, Estados Unidos de América.

Pendergast tenía su cartera en la mano, abierta por su peso, con la insignia en un lado y el documento de identidad en el otro.

–¿Y usted?

–Sargento Vincent D'Agosta, del departamento de policía de Southampton, enlace con el FBI. Estamos...


Basta.
–El hombre se acercó, cogió la cartera de Pendergast y miró la insignia y el documento de identidad–. ¿Es usted quien ha llamado a homicidios?

–Sí.

–¿Qué hacen aquí?

–Estamos investigando una serie de asesinatos ocurridos en Estados Unidos, con los que estaba relacionado ese hombre.

Pendergast señaló el
salone
con la cabeza.

–¿Mafiosos?

–No.

La negativa produjo un alivio manifiesto.

–¿Conoce la identidad del fallecido?

–Locke Bullard.

El italiano devolvió la cartera a Pendergast y se refirió por señas al atuendo de los dos.

–¿Son los nuevos uniformes del FBI?

–Es una larga historia,
colonnello.

–¿Cómo han llegado aquí?

–Nuestro coche, si no lo ha encontrado ya, está en el olivar de al lado de la carretera. Es un Fiat Stylo negro. Naturalmente, le prepararé un informe con todos los detalles: quiénes somos y por qué estamos aquí. Una parte de ese informe ya está archivado en la Questura.

–¡No, por favor, nada de informes! Cuando los hechos se ponen por escrito, solo causan molestias. En su momento ya hablaremos tomando un buen
espresso,
como gente civilizada.

Se apartó de la luz, y por primera vez D'Agosta pudo ver sus facciones: pómulos marcados, barbilla partida y ojos hundidos. Tenía unos sesenta años, andares militares, el pelo entrecano peinado hacia atrás y unos ojos inquietos que no pasaban nada por alto.

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