La mano del diablo (40 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Desde que estoy en Nueva York también he hecho otra cosa: entrar en las iglesias. En muchas iglesias. Nunca había visto una ciudad que pudiera presumir de tener tantas iglesias como esta. Ahora bien, amigos, os diré una cosa, algo bien triste: que aunque fuera, en las calles, haya mucha gente, me he encontrado todas las iglesias vacías. Se consumen. Se mueren de abandono. En la mismísima catedral de San Patricio, que es el sitio cristiano más bonito que he visto en toda mi vida, solo había un grupito de fieles. ¿Turistas? Sí, turistas a cientos, pero ¿devotos? Podría contarlos con los dedos de las dos manos. Y esto, amigos míos, es lo más triste de todo: pensar que en un sitio con tanta cultura, educación y sofisticación pueda existir un vacío espiritual tan tremendo como el que existe aquí. Lo siento alrededor como un desierto que me seca hasta la médula. No quería creerme lo que dice la prensa, esas horribles noticias que me han traído aquí casi contra mi voluntad, pero es cierto, hermanos y hermanas, cierto de principio a fin. Nueva York es una ciudad dedicada a Mammón, no a Dios. Miradle –dijo, señalando a un hombre bien vestido, de menos de treinta años, que pasaba hablando por su móvil, con un traje de rayas–. ¿Cuándo diríais que pensó por última vez en su mortalidad? ¿Y ella? –Señaló a una mujer que bajaba de un taxi con bolsas de Henri Bendel y Tiffany's–. ¿Y los de ahí? –Su dedo acusador tenía por destino a una pareja de universitarios que se paseaban cogidos de la mano–. ¿Y vosotros? –Señaló a varios de sus oyentes–. ¿Cuánto tiempo hace que no pensáis en vuestra mortalidad? Puede faltar una semana, diez años o cincuenta, pero el caso es que se acerca, como que me llamo Wayne P. Buck que se acerca. ¿Estáis preparados?

Harriman se estremeció sin querer. ¡Qué bien hablaba!

–Tanto da que trabajes de asesor de inversiones en Wall Street o que seas un inmigrante de Amarillo, porque la muerte no tiene prejuicios. La muerte nos llega a todos, grandes o pequeños, ricos o pobres. En la Edad Media lo sabían. Hasta nuestros antepasados lo sabían. Fijaos en las lápidas antiguas. ¿Qué veis? La imagen de la muerte alada, y casi seguro que las palabras
memento mori:
«recuerda que morirás». ¿Creéis que ese joven se para alguna vez a pensarlo? Es increíble. Tantos siglos de progreso y hemos perdido de vista la única verdad fundamental que siempre, siempre, fue prioritaria para nuestros antepasados. Robert Herrick, un antiguo poeta, lo expresó así:

Breve es la vida, y nuestro tiempo

huye tan raudo como el viento;

como vapor, o gota que ha llovido,

ya no tiene remedio su extravío.

Harriman tragó saliva. Seguía su buena racha. Ese Buck era un regalo. La multitud crecía muy deprisa. La gente hacía callar a los de al lado para poder oír la voz queda y persuasiva del predicador. No le hacía falta ninguna Biblia. ¡Qué va! ¡Seguro que la tenía entera en la cabeza! Y no solo la Biblia, porque también recitaba a los poetas metafísicos.

Acercó la mano al bolsillo de su camisa y puso disimuladamente en marcha su grabadora de microcasete. No quería perderse ni una palabra. Ese tío no tenía rival, ni siquiera el reverendo Pat Robertson, con su acento de paleto y su costra de maquillaje.

–No, ese joven no se para a pensar que cada día sin contacto con Dios es un día que jamás podrá recuperar. Esa pareja no se para a pensar en que tendrá que responder de todos sus actos en la otra vida. En cuanto a esa mujer cargada de bolsas, lo más probable es que nunca se haya planteado el auténtico valor de la vida. Y diré más: lo más probable es que ninguno de ellos crea en la existencia de otra vida. Son como los romanos que cerraron los ojos mientras nuestro Señor era crucificado. Si algún día se paran a pensar en ella, probablemente solo sea para decirse que morirán, serán metidos en un ataúd y ahí terminará todo. Pero no, hermanos y hermanas, no termina todo ahí. Os lo digo yo, que he tenido muchos empleos, entre ellos el de ayudante en una funeraria. Morirse no es el final, solo el principio. Yo he visto con mis propios ojos lo que les ocurre a los muertos.

Harriman observó que, a pesar de que aún llegaba gente, reinaba un silencio sepulcral, como si nadie se moviera; de hecho, se dio cuenta de que él casi tampoco respiraba, pendiente de las palabras del predicador.

–Quizá ese joven importante, el del teléfono móvil, tenga la suerte de que le entierren en pleno invierno, cuando todo suele ir un poco más despacio, pero tarde o temprano (más bien lo segundo) llegarán los comensales. Primero vienen las moscardas,
Phormia regina,
a poner huevos. En los cadáveres recientes se produce una especie de explosión demográfica, un crecimiento demográfico (media docena de generaciones), compuesto por decenas de miles de gusanos que no dejan de moverse y siempre tienen hambre. Las propias larvas producen tanto calor que las del medio tienen que arrastrarse hacia los bordes para enfriarse un poco, antes de volver y continuar con su tarea. Si se hiciera una secuencia fotográfica, se vería un auténtico hervidero. Por otro lado, hay que decir que los gusanos solo son los primeros en llegar, ya que con el paso del tiempo el aroma de la descomposición atrae a muchos más. Pero, bueno, no tiene sentido que os importune con los detalles.

»Eso, amigos, para que luego digan "descanse en paz".

»Entonces, tal vez nuestro amigo del teléfono móvil se decida por la incineración, que es la manera de que un cadáver no quede profanado lentamente, año tras año, por escarabajos y gusanos. Sí, no cabe duda de que la cremación constituye un final rápido y digno para nuestra forma humana. Es lo que nos cuentan, ¿no?

»Pues dejadme que os diga, hermanos y hermanas, que ninguna muerte es digna si no la ve Dios. Yo ya he perdido la cuenta de los muertos que he visto incinerar. ¿Tenéis idea de lo difícil que es quemar un cuerpo humano? ¿Del calor que se necesita? ¿De lo que ocurre cuando el cuerpo entra en contacto con llamas de trescientos grados? Pues voy a contároslo, amigos míos, y perdonad que no os lo ahorre. Pronto comprenderéis que existe una razón para no hacerlo.

«Primero se quema todo el pelo, de la cabeza a los pies, en una explosión de humo azul. Luego el cuerpo se cuadra como un cadete en una revista e intenta levantarse. No importa que la tapa del ataúd obstruya el movimiento. El caso es que intenta levantarse. La temperatura va subiendo hasta los cuatrocientos grados, y llega el momento en que la médula empieza a hervir y los huesos revientan. Toda la columna vertebral explota como una traca.

»Pero la temperatura sigue subiendo: quinientos grados, ochocientos, mil... Y las erupciones continúan, como disparos que hacen temblar el horno. En fin, también en este caso me abstendré de nombrar lo que explota. Solo os diré que antes de que los restos mortales hayan sido reducidos a cenizas y trozos de hueso tienen que pasar tres horas.

»¿Por qué no os he ahorrado más detalles, hermanos y hermanas? Os lo voy a decir: porque Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, que en su incansable búsqueda de la corrupción no duerme ni un minuto, tampoco os ahorrará nada. Y las llamas del crematorio queman mucho menos y duran mucho menos que las que están destinadas a cebarse en el alma de ese joven importante. Mil grados, cinco mil, tres horas, tres siglos... Eso no es nada para Lucifer. Solo es una brisa cálida y fugaz de primavera. Y cuando tratéis de incorporaros en ese lago de azufre ardiente, cuando vuestra cabeza choque con el techo del infierno y recaiga en el fuego voraz, cuya temperatura excede mis pobres facultades de descripción, ¿quién os oirá rezar? Nadie. Ya habréis tenido toda una vida para rezar, y lo trágico es que la habréis despilfarrado.

»Por eso estoy aquí, amigos míos. En este bonito edificio, que se eleva muy por encima de nuestras míseras cabezas, Lucifer ha mostrado su cara a esta gran ciudad, y se ha llevado el alma de un hombre. Ese hombre se llamaba Cutforth. Sabemos, por el Apocalipsis, que en los últimos días Lucifer caminará sin trabas por la tierra. Ya ha llegado. La muerte de Long Island, y la de aquí, solo son el principio. Nos han dado una señal, y debemos actuar. Debemos actuar ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. La cripta, la urna del crematorio, el gusano, las llamas... Tenéis que entender que eso carece de importancia. Cuando vuestra alma esté desnuda ante el que todo lo juzga, ¿qué alegaréis? Lo que os pido es que os examinéis por dentro, en silencio, y que os juzguéis, también en silencio. Dentro de un rato rezaremos juntos. Rezaremos por que se nos perdone, y por el tiempo que aún nos queda para redimirnos en este mundo y esta ciudad condenada.

En un gesto casi maquinal, Harriman se sacó el teléfono móvil del bolsillo y, sin apartar la vista de Buck, llamó al departamento de fotografía y susurró algo. Era el turno de Klein, que entendió perfectamente lo que le pedía: no una caricatura de predicador exaltado, sino todo lo contrario. Harriman presentaría al reverendo Buck como una figura acreedora del respeto de los lectores del
Post,
el hombre más sensato y reflexivo que cupiera imaginar.

De hecho, oyendo su sermón no era difícil creerlo.

Volvió a guardarse el móvil. Aunque el propio reverendo Buck no lo supiera, le faltaba poco, muy poco, para salir en titulares.

Cincuenta y dos

Era una noche húmeda y perfumada. Los grillos cantaban en la oscuridad. D'Agosta siguió a Pendergast por una vía abandonada, entre sórdidos bloques de viviendas de hormigón. Eran las tres de la madrugada. La puesta de la luna acababa de tender un aterciopelado manto sobre la ciudad.

Llegaron al final de los raíles, a una tela metálica abombada que cruzaba el lecho de la vía y se fundía a ambos lados con la oscuridad. Al otro lado de la valla todo estaba negro. Solo se adivinaban grandes siluetas de árboles sobre el telón de fondo de la noche.

Siguiendo a Pendergast, D'Agosta cambió de dirección y bordeó la tela metálica hasta llegar a una pequeña arboleda con un claro minúsculo en el centro, una alfombra de hojas secas y viejos erizos de castañas.

–Nos prepararemos aquí –dijo Pendergast, dejando en el suelo la bolsa que llevaba.

D'Agosta dejó la suya y respiró hondo un par de veces. Por un lado se alegraba de haber empezado a hacer ejercicio después de la persecución en Riverside Park; por el otro, lamentaba no haberlo pensado antes. La respiración de Pendergast ni siquiera parecía más pesada.

El agente se quitó el traje y lo guardó en la bolsa, perfectamente doblado. Debajo llevaba unos pantalones y camisa negros. D'Agosta también se desvistió, y se quedó con un atuendo similar.

–Tenga.

Pendergast le arrojó un bote de pintura y empezó a usar el suyo para ennegrecerse la cara con las yemas de los dedos.

D'Agosta examinó la valla mientras se pintaba. Parecía lo menos seguro del mundo. Estaba oxidada e inclinada, con varios cortes y agujeros. Se descalzó y se puso los zapatos que le había facilitado Pendergast, un modelo negro y ajustado de suela lisa.

Pendergast cogió su Les Baer y empezó a embadurnarla de negro. D'Agosta estaba escandalizado. ¡Hacerle eso a un arma así!

–Tiene que hacer lo mismo, Vincent. Cualquier reflejo bastaría para delatarnos a los vigilantes.

Ya que no había más remedio, D'Agosta cogió su arma y empezó a untarla de pintura negra.

–Se estará preguntando si todo esto es necesario.

–Se me había ocurrido.

Pendergart se enfundó unos guantes negros.

–Supongo que ya se habrá dado cuenta de que la valla es una estratagema. Hay varios anillos de seguridad. El primero es puramente psicológico. Es de suponer que fuera una de las razones por la que Bullard eligió este emplazamiento.

–¿Psicológico?

–Aquí estuvo II Dinamitificio Nobel, una de las fábricas de dinamita de Alfred Nobel. –Pendergast consultó su reloj–. Una de las grandes ironías de la historia es que Nobel, el creador del premio Nobel de la paz, hiciera fortuna con lo que en esa época era el invento más cruel de toda la historia de la humanidad.

–¿La dinamita?

–Exacto. Diecisiete veces más potente que la pólvora. Revolucionó la guerra. Nos hemos acostumbrado tanto a las matanzas masivas, Vincent, que se nos ha olvidado lo que era la guerra cuando solo había pólvora, cañones y proyectiles. Debía de ser terrible, no se lo discuto, pero nada comparable a lo que acabaría siendo. De pronto, en vez de matar a dos o tres personas con una sola bomba, era posible obtener centenares de víctimas. Los obuses y las bombas podían volar un edificio, un puente o una fábrica, y con la llegada del avión se abrió la posibilidad de que las bombas arrasaran manzanas enteras, asolaran ciudades y mataran a miles de personas. Tendemos a poner todo el énfasis en la atrocidad de las armas nucleares, pero la verdad es que la dinamita y sus derivados han matado y mutilado a muchos más millones que la bomba atómica en toda su historia pasada y probablemente futura.

Metió una bala en su pistola y quitó el seguro en silencio.

–Ya.

–Alfred Nobel tenía la patente de la guerra moderna. En el apogeo de su éxito era dueño de centenares de fábricas que confeccionaban dinamita en toda Europa. Siempre había que construirlas en terrenos como este, ya que de vez en cuando los materiales explotaban, a pesar de todas las precauciones, y causaban miles de muertos. Nobel situó sus fábricas en zonas pobres para disponer de obreros desesperados y prescindibles. Esta fue una de las más grandes.

Hizo un gesto con la mano, señalando la oscuridad del otro lado de la valla.

–De hecho habría pasado a la historia como un auténtico monstruo de no ser por una curiosa anécdota: en 1888 falleció su hermana y la prensa europea cometió el error de informar que el difunto era él, con titulares como «Ha fallecido el mercader de la muerte». La lectura de su necrológica causó un gran impacto en Nobel, y le hizo darse cuenta de cómo le recordaría la historia. Su reacción fue instituir los premios Nobel, como una manera de encauzar en otra dirección el triste veredicto que habría arrojado la historia acerca de su vida.

–Parece que le salió bien –murmuró D'Agosta.

–A lo que iba: cuando cerró esta fábrica, el número de muertos por explosiones ascendía a centenares, sin contar los miles de afectados por alguno de los productos químicos que se usaban para fabricar la dinamita, y que perjudicaban al cerebro. El resultado es que estamos en un lugar maldito, donde nadie de la zona pone el pie. A excepción del conserje, este terreno no ha visto pasar un alma hasta hace siete años, cuando lo compró Bullard.

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