Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
–Para mí no.
–Me está avisando. El crimen se producirá dentro de setenta y ocho días. Es el reto que lanza a su odiado hermano. Sospecho que ya ha completado sus planes. Esta nota equivale a un guante arrojado a mis pies. Es su manera de incitarme a que trate de detenerle.
D'Agosta, horrorizado, contempló la carta.
–Y ¿usted qué piensa hacer?
–Lo único posible: solucionar con la mayor presteza nuestro caso, ya que es la única forma de dedicarme a mi hermano.
–¿Y si le encuentra? ¿Qué hará?
–Tengo que encontrarle –dijo Pendergast con queda ferocidad–. Y cuando lo haga... –Hizo una pausa–. La situación será manejada con la rotundidad que requiere.
La expresión del agente era tan terrible que D'Agosta desvió la mirada.
Un largo silencio cayó sobre la biblioteca. De pronto Pendergast volvió en sí, y a D'Agosta le bastó una simple mirada para saber que el tema estaba cerrado.
El agente recuperó su tono habitual de frialdad y eficacia.
–Siendo usted el enlace con la policía de Southampton, me ha parecido lógico proponerle como enlace del FBI con la policía de Nueva York. El caso ha empezado en Estados Unidos, y es muy posible que termine aquí. He dispuesto que el enlace sea usted, en colaboración con la capitana Hayward. Tendrá que comunicarse con ella de modo regular, por teléfono o correo electrónico.
D'Agosta asintió con la cabeza.
Pendergast le miraba.
–Espero que le parezca una solución satisfactoria.
–Por mí perfecto.
D'Agosta confió en no haberse sonrojado. «¿Hay algo que no sepa este hombre?», se preguntó.
–Muy bien. –Pendergast se levantó–. Ahora tengo que hacer el equipaje y hablar un poco con Constance, que como es lógico permanecerá en la casa para cuidar de las colecciones y hacer las investigaciones adicionales que le solicitemos. Proctor se ocupará de que a usted no le falte de nada. Si necesita algo, no vacile en llamar por el timbre.
Se levantó con la mano tendida.
Buona notte.
Y que tenga sueños agradables.
D'Agosta fue conducido a una habitación que estaba en el segundo piso y daba a la parte de atrás. Era exactamente lo que se temía: luz tenue, techo alto, papel de pared aterciopelado y muebles de caoba. Olía a viejas telas y madera. Las paredes estaban llenas de cuadros con grandes marcos dorados, paisajes, bodegones y algunos estudios al óleo en los que la mirada atenta descubría un extraño poder de turbación. Los postigos de madera estaban ajustados al marco. Los gruesos muros de piedra no dejaban filtrarse ningún ruido. Sin embargo, el dormitorio estaba tan inmaculado como el resto de la casa, las instalaciones eran modernas, y cuando D'Agosta se decidió a deshacer la enorme cama victoriana descubrió que era de una comodidad excepcional, con sábanas limpias y frescas. Una mano invisible había aireado y esponjado las almohadas. La colcha escondía un lujoso y grueso edredón. Toda la habitación parecía garantizar un descanso ideal.
Aun así, tardó bastante en conciliar el sueño. Estuvo mucho, mucho tiempo en la cama mirando el techo y pensando en Diógenes Pendergast.
Con Locke Bullard en el asiento de atrás, el Mercedes recorría el Viale Michelangelo, dominando Florencia entre enormes muros y grandes verjas de hierro que impedían ver las villas de los florentinos más acaudalados. Cuando la limusina cruzó el Piazzale, Bullard prestó escasísima atención a la magnífica vista del Duomo, el Palazzo Vecchio y el río Arno. El coche bajó hacia la antigua Porta Romana.
–Corta por el casco antiguo –dijo.
El conductor mostró su
permesso
a los policías que estaban de guardia en la puerta. A partir de ese punto, una serie de calles sinuosas llevó a la limusina primero hacia el norte y después hacia el oeste, hasta cruzar otra puerta de la antigua muralla que rodeaba la ciudad. Los palacios renacentistas dejaron paso a modestos edificios de viviendas del siglo XIX, que a su vez fueron sustituidos por bloques anónimos de pisos construidos a mediados de siglo, y por último a una serie de complejos y edificios altos de cemento gris, a cuál más feo. No había carreteras, sino un laberinto de calles congestionadas y fábricas en decadencia, con algún que otro huerto o unos metros cuadrados de viñedo.
Media hora después, la limusina avanzó lentamente por las calles tristonas de Signa, suburbio industrial de los más feos, mar gris de edificios que se extendía por la llanura aluvial del Arno. Un aire inmóvil secaba la ropa en los balcones de hormigón. El único recordatorio de que se estaba en la bella Toscana eran, a lo lejos, las verdes colinas de Carmignano, con la imprecisa forma de un castillo en la más alta.
Bullard no miraba por las ventanillas ahumadas ni le decía nada al chófer. Su rostro abrupto no reflejaba la menor expresión. Bajo sus grandes cejas prominentes, sus ojos hundidos eran fríos. El único indicio de su tormenta interior era el lento movimiento de los músculos de su mandíbula, que se tensaban y se relajaban sin descanso.
La limusina acabó enfilando una calle sin salida como cualquier otra, hasta llegar a una valla de tela metálica con su puerta y su garita. Al otro lado, el interminable suburbio cedía su lugar a un mundo nuevo y sorprendente, un mundo extraño de árboles y zarzas oscuras, sembrado de montículos y bultos cubiertos por la hiedra.
Después de una comprobación, la limusina recibió por señas el permiso de internarse en ese paisaje oscuro e irreal. De cerca, las formas verdes resultaban ser edificios en ruinas, tan infestados de maleza que parecían colinas naturales. No eran, sin embargo, ruinas antiguas, como las que tanto abundan en Italia. Ningún turista visitaba aquellos amasijos de cascotes, que en realidad solo se remontaban a las primeras décadas del siglo XX. Circulando entre las ruinas como un tiburón, la limusina pasó junto a viejos pabellones de obreros, cruzó avenidas arboladas entre restos de viviendas que habían tenido su momento de esplendor y superó vías muertas llenas de maleza y laboratorios derruidos, un panorama dominado por una chimenea de ladrillo, que erguía sus treinta plantas de altura en el cielo azul de la Toscana. La única pista sobre la naturaleza del conjunto eran unos restos borrosos de letras en la chimenea, que con algún esfuerzo aún permitían leer NOBEL S.G.E.M.
Se habría dicho, a simple vista, que las medidas de seguridad eran escasas. La tela metálica que recorría el perímetro exterior era vieja y estaba en mal estado. Con algo de audacia, cualquier grupo de adolescentes se las habría ingeniado para entrar. Aun así, el recinto en ruinas no mostraba ninguna señal de haber sido violado. No se veía basura, grafitos, restos de fogatas ni botellas rotas de vino.
La limusina se adentró lentamente por un laberinto de caminos cubiertos de maleza, siguiendo la curva de una hilera de naves gigantescas y vacías, cuyas ventanas parecían ojos muertos, y bordeando los campos de fresas silvestres que crecían al pie de los muros agrietados. Después de cruzar el arco de una vieja tapia de ladrillo, prosiguió entre más ruinas, montones de ladrillos y cascotes de hormigón hasta llegar a la segunda verja, mucho más moderna que la primera. Estaba rodeada por algo tan sofisticado como un doble perímetro de tela metálica a prueba de explosivos, con un remate brillante de alambrada en espiral, y ocupaba un gran campo de sensores de movimiento.
Antes de que la verja se abriese electrónicamente y pivotase sobre sus bien engrasadas bisagras, la limusina fue sometida a una nueva inspección, mucho más exhaustiva que la precedente.
El contraste no habría podido ser mayor para la vista. La última fachada en ruinas, asfixiada por la vegetación, daba paso a una extensión de césped muy cuidado, por la que se subía a un edificio reluciente con revestimiento de titanio y vidrio, una obra maestra de la arquitectura, oculta entre las ruinas. Los setos de ambos lados estaban recortados con la mayor pulcritud imaginable. Un sistema de aspersores automático lanzaba un arco de agua que se quebraba en arcos iris bajo el intenso sol de la Toscana.
Delante del edificio había tres hombres. Uno de ellos, que hacía un gran esfuerzo por dominar una patente agitación, se acercó al ver frenar el coche y abrió la puerta.
–
Bentornato, signor Bullard
–dijo.
Bullard bajó y se incorporó en toda su corpulencia para arquear la espalda y estirar los brazos, ignorando las manos tendidas hacia él. Parecía que mirase sobre las cabezas de los otros como si no existieran. Su cara, grande, fea y bulbosa, era una máscara impenetrable.
–Señor, estaríamos encantados de que almorzase con nosotros antes de...
–¿Dónde está? –les cortó Bullard.
Se produjo un silencio de contrariedad.
–Por aquí.
Los tres hombres se volvieron. Bullard les siguió por una pasarela de piedra caliza y penetró con ellos en el edificio, que estaba climatizado. El pasillo en el que entraron tenía dos puertas automáticas, cada una de las cuales exigió un examen de retina de la persona que encabezaba el grupo.
Bullard se detuvo ante la puerta de una sala. Los otros aguardaron expectantes. Era un laboratorio, con mucho instrumental y pizarras blancas cubiertas de fórmulas.
Entró y miró una mesa llena de lo que parecían morros de avión. De repente, cegado por la ira, levantó el brazo y barrió la mesa. A continuación dio media vuelta y siguió por el pasillo sin abrir la boca.
Llegaron a una puerta de acero inoxidable y de latón, menor y más gruesa que las otras dos.
Se oyó un grito. Todos se volvieron.
Un hombre bien vestido se acercaba a ellos lívido de rabia.
–Alto –dijo–.
Io domando una spiegazione, signor Bullard, anche da Lei.
Exijo una explicación, incluso de usted.
Aunque fuera la mitad de alto que Bullard, les cerró el paso con una dignidad ofendida que no carecía de nobleza.
Un movimiento y un gruñido. El hombre se derrumbó con las manos en la barriga, donde había recibido el golpe. Bullard le asestó una patada con la punta del zapato, una patada tan brutal que todos oyeron cómo se rompían las costillas. El hombre rodó por el suelo sin poder respirar de dolor.
Bullard se volvió hacia uno de sus tres acompañantes.
–Yo había despedido a este hombre. Martinetti ha entrado sin permiso. Lamento mucho que se haya resistido, que haya agredido a un guardia de seguridad y que ese guardia no haya tenido más remedio que reducirle.
Miró a uno de los agentes de seguridad que les acompañaba.
–¿Me has oído?
–Sí, señor –contestó el agente con acento norteamericano.
–Pues ya lo sabes.
–Sí, señor.
–Avisa a una brigada para que lo recojan, y haz que lo denuncien por entrar sin autorización.
Pasó por encima del cuerpo tirado en el suelo y miró por el escáner de retina. Después de un clic metálico, la puerta basculó y dejó a la vista sus entrañas de acero inoxidable y latón. Detrás había una pequeña cámara. Un lado estaba ocupado por archivadores de plástico con discos duros en cajas transparentes. En el otro había una cajita rectangular de nogal bruñido rodeada de dispositivos electrónicos: sensores de control climático, lectores de humedad, un sismógrafo, un analizador de gases, barómetros e indicadores de temperatura. Bullard se acercó a la caja y la cogió suavemente por el mango. Pesaba tan poco que en su mano de gigante parecía ingrávida. Se volvió.
–Vamos.
–¿No quiere verificar el contenido, señor Bullard?
Miró a la persona que le había hecho la pregunta.
–Lo haré muy pronto, y si no está dentro, lo que menos les importará a todos ustedes es quedarse sin trabajo.
–Sí, señor Bullard.
La tensión era palpable. Todos parecían incómodos, como si no se decidieran a salir. Bullard se acercó a la puerta de la cámara, pero antes de cruzarla se volvió y dijo:
–¿Qué, no vienen?
Le siguieron al pasillo. La puerta se cerró con un suspiro. Bullard volvió a pasar por encima de Martinetti y atravesó las tres puertas seguido por los demás. Solo se oía el choque de las suelas con el suelo pulido. Pocos minutos después Bullard volvía a estar delante de la limusina, que esperaba en punto muerto. Los demás le miraban desde la acera sin saber qué hacer. Nadie volvió a hablar de comida.
Bullard subió al coche sin volverse y dio un portazo.
–A la villa –dijo, mientras se ponía la caja de madera en las rodillas con muchísimo cuidado.
Desde las ventanas de su suite en el hotel Lungarno, D'Agosta contemplaba el verde oscuro del Arno, el amarillo claro de la doble hilera de palacios florentinos y el Ponte Vecchio y sus casitas colgadas sobre el río. Sentía una extraña expectación, próxima al aturdimiento, pero no sabía si achacarlo al jet lag, a la opulencia del entorno o al hecho de hallarse por primera vez en su país de origen.
Su padre, siendo un niño, salió de Nápoles justo después de la guerra, huyendo de la terrible hambruna del 44, y se instaló con sus padres en la calle Carmine de Nueva York. Ahí, indignado por el poder que iba adquiriendo la mafia, el joven Vito reaccionó haciéndose policía, y de los buenos: su placa y distinciones –la cruz de combate de la policía y la medalla de honor– aún reposaban en una urna de cristal sobre la chimenea, como reliquias sagradas. D'Agosta pasó su infancia en la calle Carmine, rodeado de inmigrantes de Nápoles y Sicilia e inmerso en el idioma, la religión, el santoral y el ciclo de festividades que les caracterizaban. Ya en su niñez, Italia adquirió dimensiones míticas.
Y ahora se encontraba ahí.
Se le hizo un nudo en la garganta. No pensaba que iba a tratarse de una experiencia tan emocionante como estaba siendo. Era la tierra de sus antepasados, un lugar milenario. Tantas cosas habían salido de Italia... Arte, arquitectura, escultura, música, ciencia, astronomía... Rememoró los grandes nombres del pasado: Augusto, César, Cicerón, Ovidio, Dante, Cristóbal Colón, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Galileo... Una lista que cubría más de dos milenios. Tuvo la certeza de que ningún otro país del planeta había sido tan pródigo en genialidad.
Abrió la ventana y respiró. Su mujer nunca había entendido que estuviera orgulloso de su herencia. Siempre le había parecido un sentimiento un poco tonto. Lógico, siendo inglesa... ¿Qué habían hecho los ingleses, salvo algunas obras de teatro y algunos poemas? Italia era la cuna de la civilización occidental, la tierra de sus antepasados. Algún día se la enseñaría a su hijo Vinnie y...