La mano del diablo (35 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Cuarenta y cinco

Después de un largo túnel de baldosas blancas, que se hizo aún más largo por la densidad del tráfico, el autobús salió a la larga rampa de un paso inferior en penumbras, delimitado por vigas de acero.

«Nueva York», pensó el reverendo Wayne P. Buck.

Al otro lado de la red de acero vio un cielo despejado con edificios negruzcos, y vislumbró rascacielos. Después el tráfico volvió a detenerse y el autobús regresó a la oscuridad con un suspiro de frenos.

La mezcla de emociones de Buck era indescriptible: entusiasmo, miedo, fatalidad y la sensación de enfrentarse con lo desconocido. Era lo mismo que sintió dos años antes, al salir de la cárcel después de pasar nueve años condenado por dos asesinatos. La cuesta abajo de Buck había sido larga y lenta: delincuencia, varios despidos, alcohol, robo de coches, asalto de bancos... hasta el día aciago en que todo le había salió mal y acabó matando a tiros al dependiente de una tienda de veinticuatro horas, un pobre inocente. Mientras el autobús volvía a ponerse en marcha, Buck se acordó del arresto, el juicio, la sentencia a largos años de cárcel y el momento de entrar en la prisión con las esposas puestas. Una época de oscuridad que más valía olvidar.

Y después la conversión. El renacimiento en la cárcel. Jesús, que había redimido a la prostituta María Magdalena, hacía lo mismo con un alcohólico, un asesino, alguien a quien todos, hasta su propia familia, habían dado la espalda.

Después de su salvación, Buck se leyó la Biblia varias veces de cabo a rabo, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, y empezó a predicar un poco: unas pocas palabras por ahí, una pequeña ayuda por allá... Formó un grupo de estudio, y se ganó gradualmente el respeto de los prisioneros sensibles a la palabra de Dios. Salvar almas ajenas no tardó en ocupar casi todo su tiempo. Por lo demás, aparte del ajedrez, no había demasiadas distracciones: las revistas eran escaparates del materialismo, por no hablar de la televisión, y todos los libros, salvó la Biblia, le parecían llenos de blasfemias, violencia y sexo.

Con la libertad condicional ya en el horizonte, Buck empezó a tener la sensación de que su ministerio en la cárcel era la antesala de algo más, y de que Dios le tenía reservado un destino más alto que le sería revelado en su momento. Al salir vagó de pueblo en pueblo, casi siempre en la frontera entre California y Arizona; predicaba el mensaje divino y se dejaba vestir y alimentar por Dios. Mientras tanto sus lecturas empezaban a ampliarse: primero Bunyan, más tarde san Agustín y luego Dante traducido. Y no dejó de esperar la llamada.

Esta había llegado en el momento más imprevisto. Ahora ya conocía el papel que le asignaba Dios. ¿Quién habría dicho que su misión le llevaría a Nueva York, la mayor concentración de debacle espiritual y de maldad de todo el país? Comparadas con Nueva York, Las Vegas, Los Ángeles y otras ciudades parecidas eran simples comparsas. Claro que esa era la belleza de cumplir la voluntad de Dios... Del mismo modo que Él mandó a san Pablo a Roma (el negro corazón del paganismo), ahora enviaba a Wayne P. Buck a Nueva York.

El autobús frenó con una nueva sacudida que hizo moverse todas las cabezas al unísono. Habían llegado a una especie de rampa de cemento que subía en espiral por un entramado de vigas. A Buck le recordó los círculos del infierno de Dante. Al poco rato, el autobús volvió a internarse en una oscuridad que apestaba a diesel, mientras los frenos chirriaban demoníacamente. Debían de estar en la terminal, pero ¡qué terminal! Buck nunca había visto nada parecido, ni cabía en su imaginación.

El autobús frenó con un chirrido. El conductor dijo algo ininteligible por los altavoces, y la puerta produjo un gran suspiro de aire. Buck salió. Todos tenían que esperar su equipaje, menos él, un hombre libre sin posesiones ni dinero, como seis años antes, al salir al fuerte sol de Joliet.

Siguió a la multitud por una serie de escaleras mecánicas y una inmensa estación. Poco después, caminando sin rumbo, se encontró en el exterior, en una calle anchísima, y se detuvo a mirar alrededor con una mezcla de miedo y vigor espiritual.

«Mientras caminaba por el desierto de este mundo...»
[5]
, Jesús pasó cuarenta días y noches en el desierto, tentado por el demonio. Pues bien, no cabía duda de que aquello era el desierto del siglo XXI, un desierto de almas humanas.

Empezó a caminar, dejándose guiar por Jesús. A pesar del gentío que llenaba las aceras, nadie le prestaba atención. Los ríos de humanidad se dividían a su paso y volvían a juntarse a sus espaldas, al igual que un río alrededor de una roca. Cruzó una gran avenida y caminó por una calle que era como un cañón, oscurecida por los edificios de ambos lados. En pocos minutos llegó a otro cruce todavía más ancho que el anterior, con calles que partían en todas las direcciones. La enormidad de los anuncios luminosos y el colorido de las marquesinas de diez metros anunciaban que había llegado a Times Square. Miró el cielo. Daba vértigo verse rodeado por las gigantescas obras del hombre, las torres de Babel de acero y cristal de la época moderna. No había que esforzarse demasiado para entender el poder de seducción de esa ciudad, aunque el precio a pagar fueran las propias convicciones, y después el alma. Volvió a observar el tráfico, el ruidoso agolpamiento de la humanidad, y recordó de nuevo las palabras de John Bunyan: «Moras en la Ciudad de la Destrucción. Así lo veo; y cuando en ella mueras, tarde o temprano, caerás a un lugar más hondo que la tumba, que arde con fuego y azufre. Regocijaos, buenos vecinos, y seguidme».

Todos perdidos. Todos.

O quizá no todos. Buck era consciente de que también había unos pocos a quienes aún era posible salvar, los justos que poseían la gracia de Dios en sus almas. Aún no sabía quiénes eran. De hecho, probablemente no lo supieran ni ellos. «Regocijaos, buenos vecinos, y seguidme.» Pero eran la causa de su viaje a Nueva York; eran ellos a quienes salvaría del abismo. El resto sería engullido en un abrir y cerrar de ojos.

Caminó durante horas. Sentía el canto de sirena de la capital, el refinado despliegue de sus escaparates, su increíble opulencia y sus largas limusinas. De pronto llegaba a su nariz un hedor a basura descompuesta, y un segundo después era el aroma del perfume caro de alguna fémina tentadora de ojos de lince y vestido ajustado. Sí, se encontraba en el vientre de la bestia. Dios le había confiado una misión; Dios le había dado sus cuarenta días en el desierto, y Buck no fallaría.

Se lo había gastado todo en el billete de autobús, y no había comido nada durante todo el viaje. Por alguna razón, el hambre y el ayuno habían agudizado sus facultades mentales, pero si quería cumplir la voluntad de Dios tendría que buscar alimento para el cuerpo.

Sus pasos errabundos le llevaron a un comedor del Ejército de Salvación, donde hizo cola, se sentó en silencio con los vagabundos y tomó un cuenco de macarrones con queso, unas rebanadas de pan sin mantequilla y una taza de café. Mientras comía, sacó de su bolsillo un papel arrugado y manchado y releyó el artículo. Era el mensaje que le enviaba Dios. Cada lectura le hacía sentirse más fuerte, fresco y decidido. Tras su espartana comida, salió y reanudó su caminata con energías renovadas. Al pasar al lado de un quiosco, se detuvo a leer el titular del
New York Post.

EL FIN SE ACERCA

Sigue la afluencia de satánicos, pentecostales y profetas del fin del mundo al escenario de la muerte demoníaca.

Metió impulsivamente la mano en el bolsillo, pero de pronto se acordó de que no tenía dinero. ¿Qué podía hacer? No cabía duda de que el titular era otro mensaje de Dios. En el mundo todo tenía su significado. «Ni un pajarillo caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre...»

Necesitaba dinero. Necesitaba una cama para pasar la noche. Necesitaba una muda. Dios, que vestía a los lirios del campo, ¿no le vestiría también a él? La filosofía de Buck siempre había sido esa.

Pero a veces a Dios le gustaba ver un poco de iniciativa.

Miró hacia arriba. Tenía delante un edificio colosal vigilado por dos grandes leones de piedra. Según la inscripción, se trataba de la biblioteca pública de Nueva York, un templo en honor de Mammón, que debía de estar lleno de pornografía y libros inmorales. Dobló rápidamente la esquina y vio a un grupo de personas con tableros de ajedrez a la entrada de un parque pequeño, pero bien cuidado. No jugaban. Parecían esperar a que pasara alguien. La curiosidad le hizo acercarse.

–¿Una partida? –le preguntó alguien del grupo.

Se detuvo.

–Cinco dólares –dijo el mismo hombre.

–¿Para qué?

–Una partida de ajedrez de diez segundos. Cinco dólares.

Buck estuvo a punto de pasar de largo. Podía considerarse una forma de apuesta. Pero no se alejó. ¿Sería otra ayuda de Dios? Intuyó que eran buenos jugadores. Tenían que serlo. Sin embargo, ¿qué tenía que perder?

Se sentó. Rápidamente, su contrincante movió el peón de la reina. Buck hizo su jugada. Diez segundos por movimiento.

Diez minutos después, Buck se encontraba al otro lado de la biblioteca, leyendo el
Post
en un banco. El artículo hablaba de pequeñas reuniones frente al edificio donde el diablo se había llevado a un tal Cutforth. Daba incluso la dirección: Quinta Avenida, 842.

La Quinta Avenida. La legendaria Quinta Avenida. El corazón mefistofélico de Nueva York. Todo cuadraba. Arrancó el artículo, lo dobló, lo puso junto al otro y se los guardó en el bolsillo de la camisa.

De momento no iría. Todo a su tiempo. Al igual que David, debía fajarse y prepararse espiritualmente. No había venido a predicar, sino a combatir por el mundo.

Metió la mano en el bolsillo. Cuatro dólares y cincuenta centavos. Con eso no podía pagarse un alojamiento. Se preguntó qué haría Dios para ayudarle a multiplicar su dinero, como había hecho Jesús con los panes y los peces.

Aún faltaban unas horas para el anochecer. Buck sabía que Jesús le ayudaría. Sí, le ayudaría.

Cuarenta y seis

Según el certificado de defunción, el último domicilio conocido de Beckmann no quedaba muy lejos del cementerio donde lo habían enterrado. Pendergast condujo despacio, bordeó el destartalado edificio y aparcó unos números más lejos, frente a una tienda de bebidas alcohólicas. En la entrada había tres viejos borrachos que les miraron al salir del coche.

–Bonito barrio –dijo D'Agosta, contemplando los bloques de ladrillo de seis pisos engalanados con salidas de incendios oxidadas. Entre bloque y bloque había decenas de cuerdas de tender con ropa muy gastada.

–Sí, mucho.

Señaló con la cabeza a los tres alcohólicos, que habían vuelto a su anterior ocupación (pasarse una botella de Night Train).

–No sé si sabrán algo.

–Parece muy probable.

Pendergast le hizo señas de seguir caminando.

–¿Quién? ¿Yo?

–Por supuesto. Usted es un hombre de la calle, que habla su idioma.

–Si usted lo dice...

D'Agosta miró a izquierda y derecha y entró en la tienda. Salió pocos minutos después, con una botella en una bolsa de papel marrón.

–Ah, un regalo para los nativos.

–Me inspiro en usted.

Pendergast arqueó las cejas.

–¿Se acuerda de nuestro viajecito subterráneo durante el caso de la masacre en el metro? Pues se llevó una botella como forma de pago.

–Ah, sí, nuestro té con Mephisto.

D'Agosta se acercó a los viejos con la botella en la mano y se les plantó delante de ellos.

–¿Qué, cómo va el día?

Silencio.

–Soy el sargento D'Agosta. Este es mi colega Pendergast, agente especial del FBI.

Silencio.

–Que sepáis que no venimos a joder. Ni siquiera os pediré vuestros nombres. Solo buscamos información sobre un tal Ranier Beckmann, que vivió aquí hace varios años.

Tres pares de ojos rojos siguieron observándole. Uno de los viejos carraspeó y, delicadamente, depositó un escupitajo entre sus pies.

D'Agosta sacó la botella, haciendo crujir el papel, y la enseñó. La luz, que se trasparentaba, iluminó algunos trozos de fruta que flotaban en un líquido ámbar.

El mayor de los borrachos miró a sus compañeros.

–Rock'n'Rye. Este poli tiene clase.

–Ojo con los polis que traen regalos.

D'Agosta miró fugazmente a Pendergast (que le observaba unos pasos por detrás con las manos en los bolsillos) y se volvió de nuevo.

–No me pongáis en ridículo delante de los federales, ¿eh? Os lo pido por favor.

El más viejo cambió de postura.

–Ahora que has dicho la palabra mágica, siéntate.

D'Agosta tomó asiento con cuidado en los peldaños pegajosos. El borracho cogió la botella, bebió un trago, escupió un trozo de fruta y se la pasó a uno de sus compañeros.

–Tú también, amigo –dijo a Pendergast.

–Gracias, pero prefiero estar de pie.

Se oyeron risas.

–Me llamo Jedediah –dijo el más viejo–. Llámame Jed. ¿A quién decís que buscáis?

–A Ranier Beckmann –dijo Pendergast.

Dos de los borrachos se encogieron de hombros, pero Jed asintió lentamente al cabo de un rato.

–Beckmann. Me suena.

–Vivía en la habitación 4C. Murió de cáncer hace unos diez años.

Jed pensó un poco más y bebió un trago de Rock'n'Rye para lubricarse la materia gris.

–Sí, ya me acuerdo. Es el que jugaba al gin rummy con Willie. Willie también se murió. ¡Cómo discutían! ¿Has dicho que de cáncer?

Sacudió la cabeza.

–¿Sabías algo de su vida? Si estaba casado, dónde vivió...

–Fue a la universidad. Era un tío listo. Nunca venía a verle nadie, y no parecía que tuviera hijos ni familia. Supongo que podía estar casado. Durante una época pensé que tenía una novia que se llamaba Kay.

-¿Kay?

–Sí. De vez en cuando la nombraba, sobre todo cuando estaba cabreado consigo mismo. Por ejemplo, cuando perdía al rummy, decía: «¡Kay Biskerow!»; como diciendo que si ella hubiera estado con él, para cuidarle, la situación habría sido otra.

Pendergast asintió.

–¿Queda algún amigo suyo con el que podamos hablar?

–No se me ocurre nadie. Beckmann era bastante reservado. Estaba como deprimido.

–Ya.

D'Agosta cambió de postura en la incomodidad del escalón.

–Aquí, cuando se muere alguien, ¿qué se suele hacer con sus cosas?

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