La mano del diablo (34 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Sería una escena buenísima para una novela. Quizá la próxima que escribas.

No habrá ninguna más.

¿Por qué no? A mí los dos libros que escribiste me gustaron mucho. Tienes talento. De verdad.

Él negó con la cabeza.

Talento puede que sí, pero el problema es que me falta algo esencial.

¿El qué?

Se frotó dos dedos.

El dinero.

Hay mucha gente que no consigue publicar ni una novela. Tú ya tienes dos, y encima son buenas. No puedes abandonar del todo, Vinnie.

D'Agosta negó con la cabeza.

¿No te había comentado que no es mi tema favorito?

Si quieres, hablo de otra cosa. Al menos de momento. De hecho quería preguntarte algo. Ya sé que no deberíamos hablar de trabajo, pero ¿se puede saber cómo se enteró Pendergast de que el tío ese... cómo se llamaba... Vasquez quería matarle? La Interpol lleva diez años siguiéndole la pista, y además era todo un profesional.

Yo también aluciné, pero cuando me lo explicó vi que era lógico. Bullard (porque seguro que fue idea suya) se sintió bastante amenazado para echarme encima a dos matones después de nuestra primera entrevista. Pendergast se imaginó que estaba desesperado por salir del país, y que no permitiría que nadie se lo impidiese. También se imaginó que volvería a intentarlo, pero esta vez contra él, y se preguntó cómo actuaría un asesino profesional. La respuesta era obvia: desde el edificio vacío de la acera de enfrente de su casa. Total, que después de llevar a Bullard al centro para ser interrogado empezó a mirar las ventanas tapadas del edificio con un telescopio, y en poco tiempo vio un agujero nuevo en la madera. ¡Bingo! Fue cuando me lo dijo y me explicó sus planes. A continuación creó una rutina para poder controlar el momento del ataque.

Pero ¿cómo tuvo las narices de salir y entrar de su casa, si podían pegarle un tiro?

Cada vez que salía de la casa, hacía que Proctor enfocase el agujero con el telescopio. Una vez me hizo reventar una farola con la pistola en el momento crítico. Fue cuando identificó el arma, supo que el asesino había perdido su oportunidad y calculó que al día siguiente volvería a intentarlo. Por eso anoche teníamos preparado el maniquí. Proctor lo hizo todo perfecto. Lo movió para que solo se viera la parte superior.

Pero ¿por qué no fue directamente a por el asesino? ¿Qué sentido tenía arriesgarse?

Para empezar, la falta de pruebas. Luego, ten en cuenta que estaba atrincherado, y que se nos podría haber escurrido de las manos. ¿No has dicho que era un profesional? Además, seguro que habría ofrecido resistencia. Su momento de vulnerabilidad era el de la huida. Solo tuvimos que esperar que cayese en nuestra trampa.

Hayward asintió.

Ahora lo entiendo.

Lástima que optara por el suicidio.

Les trajeron los primeros platos: ni más ni menos que tres camareros, seguidos de cerca por el
sommelier,
para servirles el vino, y otro empleado para llenarles las copas de agua.

Ahora el que tiene una pregunta soy yo dijo D'Agosta: ¿cómo llegaste a capitana? Quiero decir tan deprisa.

No es ningún misterio. Al ver el panorama, me saqué el máster de psicóloga forense por la Universidad de Nueva York. La verdad es que hoy en día va muy bien tener un título. Tampoco me perjudicó ser mujer.

¿Discriminación positiva?

Más bien retraso positivo. Cuando Rocker, el jefe, levantó la opresión que había en el cuerpo, algunos salimos a la superficie, como es lógico, y al darse cuenta, en pleno ataque de pánico, de que no había mujeres de alto rango (por la eternidad que llevaban oprimiéndonos), empezaron los ascensos. Yo estaba en el sitio y el momento justos, con las notas y el historial indicado.

¿La ambición y el talento no tuvieron nada que ver?

Yo no diría tanto.

Hayward sonrió.

Yo tampoco. Vincent bebió un poco de vino. ¿De niña dónde vivías?

En Macón, Georgia. Mi padre era soldador y mi madre ama de casa. Mi hermano mayor murió en Vietnam, por fuego amigo. Yo entonces tenía ocho años.

Lo siento.

Hayward sacudió la cabeza.

Mis padres nunca se recuperaron. Él tardó un año en morirse, y ella dos; los dos de cáncer, pero para mí que fue de pena. Mi hermano era la niña de sus ojos.

Qué duro.

Ha pasado mucho tiempo. Me crió mi abuela de Islip, que era un sol. Así entendí que estaba sola en el mundo y que nadie me regalaría nada. Que tendría que currármelo todo yo sólita, vaya.

Pues te ha salido muy bien.

Es un juego.

D'Agosta se quedó callado.

¿En serio que aspiras a comisionada?

Ella sonrió en silencio y levantó su copa.

Me alegro de que hayas vuelto a la Gran Manzana, Vinnie, porque es donde te corresponde estar.

Acepto el brindis. No sabes cuánto he echado de menos esta ciudad.

Es el mejor sitio del mundo para ser policía.

Cuando era teniente, en la época de los crímenes del museo, no me daba cuenta. Soñaba con salir de la ciudad y vivir en el campo, para poder respirar aire fresco, oír los pajaritos y ver cambiar las hojas de color; tenía ganas de salir a pescar cada domingo, pero ¿sabes qué? Que pescar es un aburrimiento, que por la mañana los pájaros te despiertan, y que en Radium Hot Springs en vez de Le Cirque tienes el restaurante familiar de Betty Daye.

Donde se puede alimentar a una familia de cuatro por lo que cuesta aquí un donut.

Ya, pero ¿qué gracia tiene el pollo frito a cuatro dólares noventa y cinco si puedes pedir magret de pato con pimentón de Espelette al módico precio de cuarenta y uno?

Hayward se rió.

Es lo que me gusta de Nueva York, que no hay nada normal. Es todo exagerado. Aquí nos tienes, cenando en la misma sala que Madonna y Michael Douglas.

Nueva York te vuelve loco, pero nunca te aburre.

Al ver que había bebido algo de vino, el camarero se apresuró a llenarle la copa.

¿De verdad que hay un pueblo que se llama Radium Hot Springs? Parece un chiste.

Pues yo he estado, y puedo asegurarte que existe.

¿Cómo era?

Ahora hago bromas, pero no estaba mal. Un pueblo con valores sólidos. Los canadienses son simpáticos. Lo malo es que no llegué a sentirme en casa. Siempre tenía la sensación de ser un extranjero. No sé si me entiendes. Además, era demasiado tranquilo. Con tantos pajaritos no podía concentrarme. Tenía miedo de volverme loco. A mí que me den un buen atasco de viernes por la tarde en el centro, que vaya de río a río. ¡Eso sí que es el ruido de la vida!

Mientras Hayward se reía, llegaron los segundos a cargo de otra hueste de camareros con guantes blancos.

Yo me acostumbraba a esto sin problemas dijo D'Agosta al apoyarse en el respaldo y acompañar un bocado de magret de pato con un sorbo de chardonnay.

Ella se puso en la boca una vieira
étuvée y
la saboreó, pensando que era lo más delicioso que había probado en toda su vida.

Has acertado, Vinnie dijo sonriendo. Puedo decirte que has acertado.

Cuarenta y cuatro

Para D'Agosta era la primera visita, pero todo tenía una familiaridad descorazonadora. Suerte que los efluvios punzantes del alcohol, el formol y otros productos químicos desconocidos enmascaraban el olor de fondo. La noche antes, él y Laura Hayward se habían quedado en el restaurante hasta las once y media. Por sugerencia del
sommelier,
D'Agosta se había permitido el lujo de pedir media botella de vino de postre (un Château d'Yquem de 1990 que como mínimo le había costado una semana de sueldo); había sido una revelación, el mejor vino de sus vidas. De hecho, toda la velada había sido magnífica.

Qué tragedia que fuera el preludio de algo así.

La mezcla de formalina, fluidos corporales y descomposición, la limpieza exagerada de las superficies de acero inoxidable, la batería de unidades de refrigeración, el ayudante al fondo, de aspecto siniestro, la presencia del patólogo, y por supuesto el cadáver, verdadera estrella del espectáculo, tendido en el centro de la sala sobre una vieja mesa de mármol para autopsias e iluminado por su propio foco... Ya le habían hecho la autopsia (por no decir que lo habían desmembrado). El cuerpo estaba rodeado por una serie de órganos mustios en rodajas o dados, cada uno en su recipiente de plástico: el cerebro, el corazón, los pulmones, el hígado, los riñones y varios bultos oscuros, que D'Agosta no supo ni quiso reconocer.

De todos modos, no era de los peores, tal vez porque el desfile de insectos ya había cumplido su tarea y el grado de descomposición era tan avanzado que el cadáver tenía tanta carne como hueso. O tal vez porque el olor a supuración había sido sustituido casi por completo por el de tierra. Otra posibilidad era que D'Agosta se estuviera acostumbrando. Tuvo esa esperanza. Aunque... Sintió el nudo de siempre en la garganta. Al menos había tenido la prudencia de no desayunar.

Observó al médico, que hojeaba una tablilla junto a la cabeza del cadáver, con unas gafas negras sobre la punta de la nariz. Era un hombre de pocas palabras, con el pelo entrecano y una manera de hablar lenta y parca. Parecía irritado.

–Bueno, bueno –dijo, repasando papeles–. Bueno, bueno.

Pendergast no se cansaba de dar vueltas al cadáver.

–Según el certificado de defunción, murió de cáncer–dijo.

–Sí, ya lo sé –contestó el médico–. De hecho lo extendí yo, y si estoy aquí es a petición de usted.

Lo dijo en un tono de queja y crispación.

–Se lo agradezco.

El médico asintió secamente y siguió consultando la tablilla.

–He hecho una autopsia completa del cadáver y ya me han enviado los resultados del laboratorio. A ver, ¿qué quiere saber exactamente?

–Vayamos por partes. Supongo que ya habrá confirmado que se trata del cadáver de Ranier Beckmann.

–No cabe duda. He consultado su expediente dental.

–Estupendo. Siga, por favor.

–Voy a hacer un resumen del primer diagnóstico. –El médico pasó algunas páginas–. El cuatro de marzo de 1995, el paciente Ranier Beckmann ingresó en urgencias en una ambulancia. Los síntomas indicaban una fase avanzada de cáncer. Las pruebas confirmaron la presencia de un carcinoma microcelular muy extendido en el pulmón, con varias metástasis. Digamos, para sintetizar, que no tenía cura. El cáncer se había propagado por todo el cuerpo, y el fallo general del organismo era inminente. El señor Beckmann no salió del hospital. Murió a las dos semanas.

–¿Está seguro de que falleció en el hospital?

–Sí. Le vi a diario en mis visitas, hasta que murió.

–¿Y sigue acordándose con claridad, después de diez años?

–Rotundamente sí.

El médico escrutó a Pendergast por encima de las gafas.

–Siga –dijo el agente.

–He dividido la autopsia en dos fases. La primera ha consistido en verificar la causa de defunción determinada por mí mismo. En su momento no se le hizo la autopsia. Procedimiento estándar. La causa de la muerte era evidente, no había solicitudes de familiares y no se sospechaba nada irregular. Comprenderá que el estado no paga una autopsia solo porque sí.

Pendergast asintió.

–La segunda fase de mi autopsia, a instancias de usted, ha consistido en identificar cualquier patología, dolencia, herida o toxina fuera de lo común, y cualquier irregularidad relacionada con el cadáver.

–¿Con qué resultado?

–He confirmado que Beckmann falleció a causa de un fallo orgánico general relacionado con el cáncer.

Los ojos plateados de Pendergast enfocaron rápidamente al doctor. No abrió la boca, pero su expresión escéptica lo decía todo.

El médico sostuvo su mirada sin flaquear y prosiguió con calma.

–El tumor principal estaba alojado en el pulmón izquierdo, y tenía el tamaño de un pomelo. También había tumores metastáticos secundarios en los riñones, el hígado y el cerebro. Lo único sorprendente de la muerte de este hombre es que tardase tanto en ingresar en urgencias. Debió de sufrir unos dolores tremendos, que le impedían cualquier actividad.

–Siga –dijo Pendergast con voz grave.

–Aparte del cáncer, el paciente sufría una cirrosis avanzada del hígado, dolencias cardíacas y una serie de síntomas crónicos pero no agudos todavía, vinculados al alcoholismo y una mala alimentación.

–¿Qué más?

–Nada más. La sangre y los tejidos no presentan indicios de toxinas o drogas. Tampoco hay heridas ni patologías, al menos que se puedan detectar después del embalsamamiento y de casi diez años enterrado.

–¿No hay indicios de calor?

–¿Calor? ¿Qué quiere decir?

–¿No hay nada que permita afirmar que el difunto sufrió una aplicación perimortem de calor?

–En absoluto. El calor habría provocado diversos cambios celulares fácilmente observables. He examinado cuarenta o cincuenta muestras de tejido de este cadáver, y ninguna de ellas mostraba cambios asociados al calor. ¡Qué extraña pregunta, señor Pendergast!

La voz de Pendergast seguía siendo grave.

–El cáncer microcelular de pulmón está provocado casi exclusivamente por el tabaquismo. ¿Me equivoco, doctor?

–No se equivoca.

–Entonces, doctor, ¿puede descartarse cualquier duda de que muriese de cáncer?

Pendergast tiñó de escepticismo su pregunta.

El forense, exasperado, se inclinó, cogió dos mitades de un pulmón arrugado y marrón y se los puso al agente ante las narices.

–Aquí tiene, señor Pendergast. Si no me cree, créase esto. Cójalo. Palpe la malignidad de este tumor. Es tan cierto que Beckmann murió de cáncer como que estoy aquí.

El camino de regreso al coche fue largo y silencioso. Pendergast se puso al volante (esta vez había conducido él hasta Yonkers), y salieron del aparcamiento. No habló hasta que dejaron atrás la masa gris del centro de la ciudad.

–¿No diría usted que Beckmann ha sido muy elocuente, Vincent?

–Sí. Y apestoso.

–Ahora bien, debo reconocer que lo que ha dicho ha sido sorprendente. Tendré que escribir una carta de agradecimiento al bueno del doctor.

Dio un golpe de volante. El Rolls dobló por Executive Boulevard sin acceder a la rampa de ingreso de la autopista de Saw Mill River.

D'Agosta puso cara de sorpresa.

–¿No volvemos a Nueva York?

Pendergast negó con la cabeza.

–Jeremy Grove murió hace exactamente dos semanas, y Cutforth una. Hemos venido a Yonkers en busca de respuestas, y no me iré sin ellas.

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