La mano del diablo (30 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Solo me ha rozado –dijo Pendergast–. No es nada, un rasguño. Es que he perdido aliento.

Poco a poco, con indecisión, empezó a llegar gente de las casas más próximas al parque, formando una multitud alrededor de la carcasa en llamas del Mercedes y del cadáver de al lado. Los policías recién llegados acordonaban la zona entre gritos, ordenando que nadie se acercase.

–Mierda –dijo D'Agosta–. Los cabrones de BAI esperaban un tiroteo.

–Efectivamente, y no me extraña.

–¿Por qué lo dice?

–He oído bastante para saber que los hombres de Bullard estaban suspendiendo el acuerdo.

–¿Suspendiendo el acuerdo?

–Con el éxito en puertas, por lo que parece. Ahora ya sabe la razón de todo este montaje: el parque, los niños. Sabían que los chinos no estarían contentos, y era una manera de que no les cosieran a balazos.

D'Agosta echó un vistazo a los cadáveres.

–Hayward estará encantada.

–Debería. Prefiero no imaginar qué habría ocurrido sin las escuchas, y sin nuestra presencia aquí, entre los pistoleros.

D'Agosta negó con la cabeza y miró el Mercedes quemado. Un camión de bomberos había apagado las últimas llamas.

–¿Sabe qué le digo? Que este caso es cada vez más raro.

Treinta y seis

Sentado en la barra del Last Gap, un bar de camioneros de Yuma (Arizona), el reverendo Wayne P. Buck removió un café con leche desnatada. Tenía delante los restos de su desayuno habitual: una tostada de pan blanco con un poco de mermelada y copos de avena sin leche ni azúcar. Fuera, al otro lado del escaparate lleno de moscas, se oyó un cambio de marchas. Un camión salía por el lado oeste del aparcamiento en dirección a Barstow, reflejando la intensa luz del sol en su tanque de acero.

El reverendo Buck (un título honorario) bebió un poco de café y, metódico como era en todo, se acabó el desayuno y limpió el tazón con el borde de la cuchara antes de dejarlo en la barra. Después de otro sorbo de café, depositó suavemente la taza en el platillo y pasó a su lectura matinal: el montón de periódicos, de casi treinta centímetros de grosor, atado con una cuerda al final de la barra.

El momento de cortar la cuerda con una navaja se vio acompañado por un sentimiento de impaciencia. La lectura matinal siempre era uno de los mejores momentos del día. Cada mañana, un camionero, a quien había curado unas fiebres meses antes en una reunión religiosa, le dejaba un fajo de periódicos viejos al pie del camión. Siempre había un elemento de sorpresa, porque nunca eran los mismos. La última remesa incluía un ejemplar del
New Orleans Times-Picayune,
entre otros más habitúales como el
Phoenix Sun
y
Los Angeles Times.
Sin embargo, Buck sabía que la impaciencia era por algo más que por la composición del material de lectura.

El reverendo Buck casi llevaba un año en la zona de Yuma, prestando sus servicios a camioneros, camareras, pinches, trabajadores itinerantes y pobres almas rotas y errabundas, que estaban de camino hacia algún lugar y no solían quedarse mucho tiempo. Su recompensa era el propio trabajo, y nunca se quejaba. Sabía que si en el mundo existían muchísimos pecadores era porque nadie se había tomado la molestia de sentarse a hablar con ellos, que era lo que hacía él: simplemente hablar. Leerles pasajes de la Biblia y enseñarles a prepararse para lo que no tardaría mucho en llegar. En cuanto a los camioneros de larga distancia, que hacían una breve pausa para un pipí y un bocadillo, hablaba con ellos, uno por uno, en la barra, mientras que por la tarde lo hacía fuera, en las mesas de picnic, con grupos de dos o tres habituales, y los domingos por la mañana con quince o veinte en el viejo local de los Elks. También predicaba en la reserva, si encontraba a alguien que le llevase. La mayoría de la gente reaccionaba bien. Nadie les había explicado la naturaleza del pecado, y la terrible e implacable promesa del final de los días. Si había algún enfermo, Buck rezaba a su lado; si alguien tenía penas, las escuchaba y recitaba una parábola o palabras de Jesús. El pago consistía en calderilla, comida caliente (a veces) y una cama para pasar la noche. Buck no pedía más.

Pero ya llevaba una buena temporada en Yuma, y había tantos sitios que necesitaban oírle... Cada día quedaba menos tiempo. «Yo os aseguro que no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del Hombre.»

Buck creía firmemente en las señales. Nada ocurría por casualidad en el mundo. Hacía un año que se había ido de Broken Arrow (Oklahoma) a Borrego Springs (California) por una señal, y su llegada a Yuma, hacía pocos meses, también se debió a una señal. El día menos pensado (la semana o el mes siguiente) aparecería otra. Quizá la encontrase en el paquete de periódicos, o en las palabras de algún camionero, pero en algún lugar la encontraría, y entonces partiría a otro remoto lugar, lleno de gente necesitada del bálsamo de la salvación.

Cogió el primer periódico del paquete: el
Sacramento Bee
del último domingo. Hojeó con rapidez las páginas nacionales y locales. En las grandes ciudades como Sacramento nunca faltaban noticias sobre asesinatos, violaciones, corrupción, vicio y codicia empresarial. Buck había leído bastantes para mil sermones. De hecho le interesaban más las reseñas de las agencias de noticias, que salpicaban los rincones del periódico para divertir al lector: un pueblo minúsculo con dos hermanos que no se hablaban desde hacía cuarenta años, un parque de caravanas del que se había escapado hasta el último niño... Esas eran las noticias que le interesaban. Esas eran las señales que le movían, a él y a su mensaje.

Acabó el
Bee y
pasó al siguiente: el
USA Today.
Laverne, la camarera, llegó con la cafetera en la mano.

–¿Otra taza, reverendo?

–Solo una, muchas gracias.

Buck practicaba la moderación en todo. Una taza de café era una bendición; dos, indulgencia; tres, pecado. Leyó el periódico por encima y lo dejó por otro: un
New York Post
de hacía varios días. El
New York Post
era un periódico sensacionalista que casi nunca pasaba por sus manos, y que le inspiraba un gran desprecio. El portavoz de la ciudad más disoluta y pecaminosa del mundo no le interesaba. Cuando estaba a punto de dejarlo, le llamó la atención el titular:

DESTRUCCIÓN

Un prestigioso científico sostiene que las últimas muertes

anuncian el fin del mundo

por Bryce Harriman

Pasó la página más lentamente y empezó a leer.

«25 de octubre de 2004

Ayer, un respetado científico predijo la destrucción inminente de Nueva York, y posiblemente de gran parte del mundo.

Según el doctor Friedrich von Menck, científico de Harvard y documentalista premiado con un Emmy, las muertes recientes de Jeremy Grove y Nigel Cutforth son meros «presagios» de la catástrofe que se avecina.

El doctor Von Menck lleva quince años buscando secuencias matemáticas en los desastres más famosos de la historia, y todos sus cálculos desembocan en el mismo número: el año 2004.

La teoría de Von Menck se basa en una proporción fundamental, que recibe el nombre de número áureo y que se encuentra en toda la naturaleza, así como en obras de arquitectura clásica como el Partenón o en la pintura de Leonardo da Vinci. Von Menck ha sido el primero en aplicarlo a la historia, con siniestras consecuencias.

Las investigaciones de Von Menck han revelado que muchos de los peores desastres sufridos por la humanidad se ajustan a la misma proporción:

79 d.C: Pompeya

426: Saqueo de Roma

877: Destrucción de Pekín por los mongoles

1348: Peste negra

1666: Gran incendio de Londres

1906: Terremoto de San Francisco

Estas fechas, y muchas más, establecen secuencias de asombrosa precisión.

Y ¿qué tienen en común estos desastres naturales? Que siempre han afectado a alguna ciudad importante del planeta que destacase por su riqueza, su poder, su tecnología y –añade el doctor Von Menck– su descuido de lo espiritual. Cada uno de los desastres mencionados se vio precedido por señales pequeñas pero muy concretas. A juicio de Von Menck, los fallecimientos de Grove y Cutforth son las señales que cabría esperar de la destrucción de Nueva York por el fuego.

¿Qué clase de fuego?

«No será un fuego normal –dice Von Menck–, sino algo repentino y arrasador. Un fuego interno.»

También aporta como pruebas algunos fragmentos del Apocalipsis, de las profecías de Nostradamus y de otros videntes más modernos como Edgar Cayce y Madame Blavastsky.

Hoy el doctor Von Menck ha salido de viaje a las Galápagos. Dice que solo se lleva sus manuscritos y algunos libros. »

Buck dejó el periódico sobre la barra. Tenía el resto del paquete al lado del brazo, pero ya no se acordaba de él. Una extraña sensación se propagaba por sus extremidades, invadiendo su columna vertebral. Si Von Menck tenía razón, era una tontería pretender refugiarse en una isla remota. Se acordó de un pasaje del Apocalipsis, su libro favorito de la Biblia, que recitaba con frecuencia a su grey: «Y los reyes de la tierra, y los magnates ... se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes ... Porque ha llegado el Gran Día de su cólera y ¿quién podrá resistirse?».

Cogió la taza de café, que encontró sin aroma, y volvió a dejarla en el plato. Hacía tiempo que sabía que vería el fin del mundo, y siempre había creído en las señales. Tal vez aquella fuera simplemente mayor que las demás.

Sí, quizá se tratara de una muy grande.

Apocalipsis, capítulo
22:
«Mira, vengo pronto...».

¿Podía ser lo que esperaba desde hacía tantos años? ¿No decía el Apocalipsis que los malos, los que llevaban la marca de la bestia en la frente, serían los primeros en caer en sucesivas oleadas de matanzas? Solo desaparecerían unos cuantos. Así comenzaría todo.

Releyó el artículo. Nueva York. Empezaría por ahí. ¿Por dónde si no? Habían desaparecido dos. Solo dos. Era la manera que tenía Dios de avisar a sus elegidos para que ellos, a su vez, pudieran propagar el mensaje del arrepentimiento y la expiación antes de que fuera demasiado tarde. La cólera de Dios nunca se abatiría sobre el mundo sin previo aviso. «El que tenga oídos que oiga.»

«Mira, vengo pronto ... Sí, vengo pronto...»

Pero ¿Nueva York? Buck nunca había puesto el pie más allá del Mississippi, ni había visitado ninguna ciudad mayor que Tucson. Para él la costa Este era Babilonia, una región desconocida, peligrosa y sin alma, que había que evitar a toda costa, sobre todo Nueva York. ¿Estaba escrito? ¿Era una señal? Y lo más importante: ¿le estaban llamando? ¿Era ese gran llamamiento de Dios que tanto esperaba? Y ¿tendría valor para seguirlo?

Se oyó un ruido de frenos de aire procedente de la calle. Buck levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo se paraba delante de la puerta el Greyhound expreso de la mañana, que cruzaba el país por la I-10. Encima de la ventanilla del conductor ponía «Nueva York».

Salió justo cuando el conductor estaba a punto de cerrar la puerta.

–¡Perdone! –dijo Buck.

El conductor le miró.

–¿Qué quiere?

–¿Cuánto vale un billete de ida a Nueva York?

–Trescientos veinte dólares. En efectivo.

Buck abrió su monedero y sacó todo el dinero que tenía. Mientras el conductor ponía mala cara y daba golpecitos con el dedo en el volante, lo contó.

Ascendía exactamente a trescientos veinte dólares.

Cuando el autobús salió de Yuma, el reverendo Buck estaba sentado en la parta trasera, con un
New York Post
atrasado por único equipaje.

Treinta y siete

Vasquez se apartó de la ventana, colocó la maderita en su sitio, encendió el farol y se levantó para desperezarse. Era poco más de medianoche. Volvió la cabeza en ambos sentidos para desentumecer el cuello. A continuación bebió un buen trago de agua y se secó la boca con el dorso de la mano. A pesar de algunas sorpresas, la operación iba bien. El objetivo tenía un horario extremadamente irregular, con salidas y regresos a horas imprevisibles, pero cada noche salía a la una de su casa, cruzaba Riverside Drive a la altura de la calle Ciento treinta y siete y daba una vuelta por Riverside Park. Siempre regresaba al cabo de veinte minutos. Por lo visto se trataba de su paseo nocturno, una vueltecita a la manzana antes de acostarse.

En las últimas cuarenta y ocho horas, Vasquez había comprendido que se enfrentaba a un hombre inteligente y capaz, pero también de una indecible rareza. Como siempre, no estaba muy seguro de cómo había llegado a esa conclusión, pero solía acertar con las personas, y se fiaba de su instinto. Ese individuo era una auténtica rara avis. Hasta su aspecto resultaba extraño: traje negro, piel parecida al mármol y una manera de caminar rápida y silenciosa, más propia de un gato que de un ser humano. En su manera de moverse, Vasquez detectaba una gran seguridad; claro que para pasearse por Riverside Park en plena noche había que estar loco o ir armado, y Vasquez estaba seguro de que su víctima tenía un arma de las buenas y sabía usarla. En dos ocasiones vio cómo los pandilleros que vigilaban la manzana se esfumaban al verle salir. Sabían reconocer el peligro.

Arrancó un trozo de
teriyaki
de buey en salmuera y lo masticó lentamente, repasando sus anotaciones. Por lo visto en la casa vivían cuatro personas: Pendergast, un mayordomo, un ama de llaves de edad avanzada, a quien solo había visto una vez, y una chica con vestidos largos y anticuados, que no era su hija ni su ligue, ya que se trataban con gran formalidad. Quizá fuese una especie de ayudante. El único visitante habitual de la casa era un policía tirando a calvo y con sobrepeso, que llevaba la insignia del departamento de Southampton en un brazo. Gracias a su ordenador y su módem inalámbrico, Vasquez no tuvo dificultad en identificarle como el sargento Vincent D'Agosta. Parecía una persona directa, sólida y de fiar, sin grandes sorpresas.

El último elemento era un viejo rarísimo de greñas blancas, que solo vino una vez de madrugada. Llevaba un libro y se movía como un cangrejo. Debía de ser un funcionario sin importancia.

Naturalmente, el momento indicado era el paseo de la una. Se trataba de pegarle un tiro cuando saliera por el camino de acceso semicircular. Vasquez había dado muchas vueltas al plan, cavilando en la geometría de la muerte. Si la primera bala penetraba oblicuamente en la cabeza de la víctima, quedaría ligeramente desviada por la curva interna del cráneo y saldría en ángulo. La torsión impresa por el descentramiento del disparo haría girar a la víctima, y el resultado sería que el ángulo y la forma del chorro de sangre insinuarían la intervención de un francotirador apostado en una ventana de otro punto de la calle. La segunda bala le alcanzaría en el momento de caer y le haría girar un poco más. La posición del cuerpo ayudaría a confundir las primeras reacciones, desviándolas hacia puntos más alejados de la manzana. En cualquier caso, Vasquez usaría la salida trasera a la calle Ciento treinta y seis antes de que el cuerpo chocase contra el suelo, y en cinco minutos estaría a bordo del IRT de Broadway. Nadie se fijaría en un puertorriqueño con ropa cutre, que volvía a casa después de una jornada de negocios turbios.

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