Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
No se podía pedir más.
El objetivo, un agente del FBI, parecía un hombre de costumbres fijas. El paso de los días diría hasta qué punto. El éxito, como en la caza de cualquier animal, estribaba en aprender sus patrones de comportamiento, y Vasquez tenía la intención de convertirse en un experto sobre esa bestia en concreto. Sabría por qué puertas entraba y salía, y a qué horas; averiguaría quién vivía en la vieja mansión, quién la visitaba y cuáles eran sus medidas de seguridad y, a través de los movimientos de su víctima, conocería su psicología. Incluso las personas que cambian de hábitos por miedo a ser asesinadas lo hacen siguiendo algunas pautas. Lo poco que había observado le permitía afirmar que se enfrentaba a una persona de cautela e inteligencia excepcionales; claro que Vasquez siempre partía de la premisa de que su objetivo era más inteligente y sagaz que él. Su historial de víctimas era exhaustivo: agentes federales, diplomáticos, gángsteres, jefes de estado de segundo orden... hasta físicos. Sus veintidós años en la profesión le llevaron por otros tantos países, y le enseñaron una serie de trucos. Aun así, convenía no perder la humildad.
Sin mover ninguno de los elementos originales de la habitación, empezó a desenrollar gruesas lonas por todo el suelo y parte de las paredes, y a engancharlas con cinta aislante. Un fuerte y agradable olor a lona impermeable lo llenó todo. A continuación desplegó sus herramientas, cotejándolas con una lista mental. Tal como esperaba, no faltaba ninguna. Aun así, las revisó de nuevo. Después cogió su rifle de cerrojo Remington M21, retiró el cargador y comprobó que contuviera sus cartuchos preferidos, los subsónicos de 7.62 x 51. Era un arma de diseño antiguo, pero a Vasquez no le interesaban los chismes ultramodernos. Lo que buscaba era algo sencillo, preciso y fiable. Volvió a encajar el cargador, deslizó una bala en la recámara y examinó la mira telescópica táctica que estaba fija de forma permanente al rifle. Satisfecho, dejó el arma y amontonó con cuidado paquetes de carne salada y garrafas de agua para cinco días. A continuación puso en marcha el ordenador portátil y colocó a su lado una docena de baterías recién cargadas. Inspeccionó unas gafas de visión nocturna y vio que se encontraban en excelente estado. Por último, Vasquez se desplazó a un rincón para montar el lavabo y el váter a la tenue luz del farol. Nadie le molestaría. Ya había atornillado la puerta a las jambas con un destornillador de pilas, y la había sellado con cinta aislante para evitar el paso de la luz. El aire fresco estaba garantizado gracias al ventanuco del cuarto de baño.
Volvió a la ventana, apagó la luz y retiró el contrachapado del agujero, que tenía las dimensiones justas para el cañón y la mira. Abrió un bípode plegable y lo ajustó en la parte delantera de la culata. Después, con gran cuidado, apuntó el rifle hacia la puerta cochera, a la altura de la cabeza. Lo siguiente que hizo fue coger un calibrador láser de mano y dirigirlo hacia la puerta principal de la mansión. Lo ajustó a una distancia de 30,66 metros. Para un rifle con una precisión de quinientos metros, treinta no significaban nada. Dispararía a temperatura baja y con su objetivo al aire libre: sus condiciones favoritas. Algunos ajustes y el arma estuvo a punto.
Ya lo tenía todo listo.
Volvió a espiar por la mira. La casa seguía a oscuras, con las ventanas tapadas con tablones. No era una casa normal. Seguro que dentro ocurría algo ilícito, pero a Vasquez, mientras no incidiera negativamente en la regularidad de movimientos de su víctima, le daba igual. Tenía un encargo limitado en el espacio y el tiempo. No le importaba quién le había contratado ni por qué. Solo le importaba una cosa: los dos millones de dólares que habían ingresado en su cuenta. Era lo único que necesitaba saber.
Reanudó su paciente observación. A veces le gustaba considerarse una especie de naturalista que estudiaba las costumbres de tímidos animales de los bosques. Poseía la combinación perfecta de inteligencia, disciplina y disposición a estar sentado durante varias semanas en un observatorio de la selva, mirando, tomando notas y buscando pautas.
Pero eso no daba dinero, y además nada podía compararse con la emoción de matar.
D'Agosta vio en su reloj que era medianoche, pero Hayward seguía sentada ante su escritorio. El resto de la División de Homicidios era una tumba. Solo quedaban los del turno de noche en sus cubículos del piso de abajo. Las únicas luces y sonidos procedían de la puerta abierta del despacho de la capitana. Teniendo en cuenta que la mayoría de los asesinatos de Nueva York se producían de noche, no dejaba de ser curioso. «Como cualquier otro trabajo», se dijo D'Agosta. Menganito solo quiere trabajar las horas justas.
Se acercó con sigilo a la puerta y escuchó. Oía el tecleo del ordenador. Hayward debía de ser la poli más ambiciosa que conocía. Daba un poco de miedo.
Llamó.
–¡Adelante!
El interior del despacho era zona catastrófica: montañas de papeles en todas las sillas, la radio de la policía crepitando y una impresora escupiendo papeles en un rincón. Lo más destacable era su escaso parecido con los despachos de la mayoría de los capitanes, siempre pulcros, sin rastros de auténtico trabajo.
La capitana levantó la cabeza.
–¿Qué te trae tan tarde a maderolandia?
D'Agosta carraspeó. No iba a ser fácil. Solo hacía media hora que Pendergast se había presentado en su hotel, después de unas horas desaparecido de la faz de la tierra. Apenas le había dado explicaciones, pero casi parecía animado (dentro de lo posible). Rápidamente le había asignado una misión –precisamente aquella–, consciente de que él nunca la habría podido llevar a buen puerto.
–Otra vez Bullard –dijo D'Agosta.
Hayward suspiró.
–Mueve esos papeles y siéntate.
D'Agosta retiró uno de los montones de una silla y se sentó. Hayward se había desabrochado los botones del cuello, se había quitado la gorra y soltado el pelo, un pelo de una longitud sorprendente, que caía por sus hombros con ondas y reflejos. A pesar de lo asfixiante del despacho, parecía mantenerse fresca. Lo miró con una mezcla de humor y... ¿qué más? ¿Afecto? No. Eso eran imaginaciones propias de la hora.
D'Agosta dejó la carpeta sobre la mesa.
–De Pendergast. No sé de dónde lo ha sacado.
Ella la cogió, le echó un vistazo y la soltó como un hierro candente.
–¡Vinnie, que es confidencial!
–No me digas.
–Yo esto no lo leo ni muerta. Ni siquiera lo he visto. Guárdalo.
–Al menos deja que te lo resuma...
–¡Que no!
D'Agosta se preguntó cómo arreglárselas. Valor y al toro.
–Pendergast quiere que pinches los teléfonos de Bullard.
Hayward le miró durante al menos diez segundos.
–¿Por qué no lo hace a través del FBI?
–Porque Bullard tiene demasiado poder. El FBI es un organismo político. Eso no puede cambiarlo ni Pendergast. En cambio tú tendrías muy fácil conseguir un Título 3 de la fiscalía.
–¿Cómo quieres que pida permiso para pinchar teléfonos por el Título 3 con un informe confidencial?
Hayward se había levantado de la mesa, y le brillaban los ojos.
–Podrías usar el asesinato como anzuelo.
–Pero Vincent, ¿tú estás loco? No tenemos ninguna prueba contra Bullard. No hay ningún testigo que lo haya visto en el lugar del crimen. No hay móvil ni nada que lo relacione con los asesinatos o las víctimas.
–Las llamadas.
–¡Las llamadas! –La capitana dio unos pasos detrás del escritorio–. Mucha gente llama.
–Tenía el ordenador lleno de archivos encriptados, con una encriptación prácticamente imposible de descifrar.
–Y yo encripto los mails para mi madre. Eso no son pruebas, Vincent. Es lo típico que sale en la portada del
Times
y parece que nos estemos saltando los derechos constitucionales. Además, ya sabes lo jodido que es que te den permiso para pinchar teléfonos. Hay que demostrar que es el último recurso.
–Deberías leer el informe. Parece que Bullard está pasando tecnología militar a los chinos.
–Ya te he dicho que no me lo cuentes.
–Tiene una empresa en Italia que ayuda a los chinos a desarrollar un misil capaz de cruzar el escudo antimisiles que quiere construir Estados Unidos.
–Eso está tan lejos de mí jurisdicción como un carterista en Mongolia Exterior.
–Bullard tiene amigos importantes en Washington. Como dona dinero en todas las campañas, ni el FBI ni la CIA se atreven a meterse con él.
Hayward se paseaba por el despacho, sofocada, con la negra melena barriéndole los hombros.
–Escúchame, Laura: los dos somos americanos, y Bullard es un cabrón. Está vendiendo el país y nadie mueve un dedo. Lo único que tienes que hacer es inventarte una buena excusa para el juez. No te digo que sea de manual...
–El manual tiene su razón de ser, Vincent.
–Sí, pero también hay veces en que se tiene que hacer lo que se tiene que hacer.
–Lo que se tiene que hacer es seguir las normas.
–No, en un caso así no. Nueva York aún es el objetivo terrorista número uno, y tú no sabes a quién podría vender Bullard sus servicios. Cuando esta tecnología salga al mercado negro, no tenemos ni idea de dónde puede acabar.
Hayward suspiró.
–Aquí donde me ves, soy capitana de la división de homicidios de Nueva York. Este país tiene centenares de miles de personas con talento que cobran por encargarse de gente como Bullard: secretas, científicos, diplomáticos...
–Ya, pero ahora te toca a ti. De este informe se deduce que algo muy gordo se está tramando. Además, Laura, sería un pinchazo facilísimo. Bullard está en medio del Atlántico. Tenemos el número de su teléfono vía satélite y un registro de los números a los que llama. Todo figura en el informe.
–Los teléfonos vía satélite no pueden pincharse.
–Ya lo sé. Pincharíamos los números de sus colegas y escucharíamos las conversaciones por ahí.
–Si llama a un número que no aparezca en la lista, no servirá de nada.
–Algo es algo.
Hayward dio unas cuantas vueltas por el despacho y se plantó delante del sargento.
–No es problema nuestro. Mi respuesta es no.
D'Agosta intentó sonreír, pero no pudo. Era inútil. No se podía ser la capitana más joven de la historia de Nueva York infringiendo las normas y siendo una inconformista. Debería haber previsto la respuesta.
Al levantar la cabeza, vio que ella le observaba fijamente.
–Vincent, no me gusta tu expresión.
Se encogió de hombros.
–Tengo que irme.
–Ya sé lo que piensas.
–Pues entonces no hace falta que te lo diga.
Hayward se estaba poniendo roja de rabia.
–Crees que soy una trepa, ¿no?
–Lo has dicho tú.
Salió de detrás de la mesa.
–¿Sabes que eres un cabrón? Cuando estaba en tráfico tuve que tragar mucha mierda y mucho acoso de tíos que opinaban que trabajaba demasiado. Ahora paso. Si un hombre es ambicioso, dicen que tiene empuje; si lo es una mujer, la tratan de trepa y de mala bestia.
Esta vez fue D'Agosta quien se indignó. Las mujeres siempre extrapolaban cualquier discusión al tema de la lucha de sexos.
–Eso es una pantalla de humo. Mira, puedes hacer dos cosas: lo justo o lo seguro. Ya veo que prefieres lo seguro. Pues muy bien. No seré yo quien obstaculice tu futuro como comisionada Hayward.
Se levantó, cogió los papeles que había dejado en el suelo, los dejó de nuevo sobre la silla y recogió la carpeta confidencial. Al volverse vio a la capitana en la puerta, cerrándole el paso.
Esperó tranquilamente a que se apartase, pero ella no se movió.
D'Agosta permaneció en su sitio.
–Me voy.
Dio un paso, pero Hayward no se movía. La tenía tan cerca que sentía el calor de su cuerpo, y olía su champú.
–Lo que has dicho es una cabronada.
Aún estaba roja.
Él quiso pasar por el lado, pero ella se movió y estuvieron a punto de chocar.
–Para empezar, yo quiero a este país como nadie. Que te enteres. También sé que he trabajado mucho y bien para el departamento, que he resuelto muchos casos y que he metido a muchos criminales entre rejas. Si soy eficaz es porque respeto las normas, conque no me vengas con chorradas.
D'Agosta no dijo nada. Se quedó donde estaba, a pocos centímetros de ella, respirando con dificultad. Percibía su enfado, su perfume y el aroma de su cuerpo. Era consciente de sus ojos oscuros y de su piel de marfil. Se acercó un paso y sus cuerpos se tocaron. Fue como una descarga eléctrica. Se quedaron quietos, respirando los dos pesadamente, mientras su enfado se convertía en algo diferente. D'Agosta se inclinó, haciendo que sus labios se juntaran. Fue un beso lento, durante el que sintió la presión de sus pechos.
Hayward le puso una mano en la nuca y se acercó hasta que el contacto de sus cuerpos fue total. Entonces, casi sin saber qué hacía, D'Agosta levantó los brazos, amoldó sus manos al cuerpo de Hayward y se pegó a ella. Estaba tan excitado que le costaba respirar. Deslizó los labios para besarle la barbilla, el cuello y un hombro. Ella se retorcía suspirando. D'Agosta sintió el calor de su aliento en la mejilla y la presión de sus dientes en el lóbulo, primero suave y después más incisiva. Hayward lo arrastró hacia la mesa y se dobló hacia atrás. Él la acompañó en su movimiento, sin despegarse de sus caderas. Le desabrochó los botones de la blusa y luego el sujetador. Cuando vio sus pechos al desnudo, balanceándose, sintió que aún estaba más duro que antes. Las manos de Hayward bajaron de sus hombros e hicieron dibujos en su torso y su barriga hasta llegar a la cintura de sus pantalones. Entonces le abrió el cinturón, le bajó la cremallera y lo dejó lentamente al descubierto. Y lentamente su mano empezó a acariciarle. Él, con un suspiro entrecortado e involuntario, cogió el borde de su blusa, pasó las manos por debajo y le quitó las bragas. Hayward se tambaleó un poco al ser penetrada, antes de proyectar las caderas y arquear la espalda para dejarle entrar hasta el fondo. Se quedaron un momento así, con los ojos cerrados. Luego los labios de Hayward se abrieron, su cabeza cayó hacia atrás, dejando el cuello al descubierto, y su boca emitió un gruñido de deseo. Él tomó sus muslos entre las manos y empezó a deslizarse dentro y fuera de ella, una y otra vez suavemente, lentamente, mientras los papeles se caían al suelo...