La mano del diablo (25 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Von Menck cogió la hoja de papel y escribió otro número debajo de los dos primeros:

3243

1239

2004

–2004 d.C, señor Harriman. Constituye el término de la proporción áurea. Han pasado exactamente 5246 años desde 3243 a.C: la proporción áurea. Y 3243 desde 1239 a.C: otra vez la proporción áurea. La siguiente fecha de la serie es 2004 d.C. Resulta que también es el número exacto de años que separan los desastres anteriores. ¿Una coincidencia?

Harriman se quedó mirando el papel. «¿Está diciendo lo que creo?», pensó. Parecía increíble, una locura. Sin embargo, los ojos serenos que le observaban, con algo parecido a la resignación, no traslucían ni un ápice de locura.

–Durante años, señor Harriman, he buscado pruebas que refutaran mi tesis. Me he planteado la posibilidad de que las fechas fueran incorrectas, o de que las pruebas resultasen defectuosas, pero cada uno de mis descubrimientos no ha hecho más que afianzar esa teoría.

Se acercó a otra vitrina y sacó una cartulina blanca que tenía dibujada una espiral de grandes dimensiones, como la de la concha de nautilo. En la parte inferior había una anotación en lápiz rojo: «3243 a.C. – Santorini/Atlántida». A dos tercios de la curva, otra anotación en rojo: «1239 a.C. – Sodoma/Gomorra». En otros puntos de la espiral, una serie de marcas en negro componían una lista de decenas de fechas y lugares:

79 d.C. – La erupción del Vesuvio destruye Pompeya/ Herculano.

426 d.C. – Caída de Roma, saqueada y destruida por los bárbaros.

1321 d.C. – La peste azota Venecia. Mueren dos tercios de la población.

1665 d.C. – Gran incendio de Londres.

Y justo en el centro, donde la espiral se cerraba sobre sí misma y terminaba en un gran punto negro, había otra anotación en rojo, la tercera:

2004 d.C ¿...?

Von Menck dejó la cartulina en equilibrio sobre la mesa.

–Como ve, he levantado acta de muchos desastres y todos coinciden con puntos exactos de la espiral logarítmica natural. Todos están perfectamente alineados en proporciones áureas. Puedo barajar los datos de todas las maneras, pero la última fecha de la secuencia siempre es 2004 d.C. Siempre. Y ¿qué tienen en común todos estos desastres? Que la víctima siempre ha sido una ciudad de importancia mundial, una ciudad notable por su riqueza, su poder, su tecnología... y su descuido de lo espiritual.

Tendió un brazo por encima de la mesa y cogió un lápiz rojo de un pote de peltre.

–Confiaba en estar equivocado, y en que fuera una simple coincidencia; aguardaba la llegada del año 2004 con la esperanza de ver demostrado mi error, pero ahora dudo que la naturaleza crea en las coincidencias. En todo hay un orden, señor Harriman. Del mismo modo que tenemos un nicho ecológico en este planeta, también tenemos un nicho moral; cuando las especies agotan su nicho ecológico, se produce una corrección, una purificación. A veces incluso una extinción. Así funciona la naturaleza. Pero ¿qué ocurre cuando una especie agota su nicho moral?

Dio la vuelta al lápiz, lo puso en el centro del diagrama y borró los signos de interrogación:

2004 d.C.

–En todos los casos hubo anuncios, hechos pequeños cuya significación parecía limitada. Muchos de ellos consistían en la muerte de personas de moral dudosa por los mismos medios que el desastre inminente. Ocurrió en Pompeya antes de la erupción del Vesuvio, en Londres antes del gran incendio y en Venecia antes de la peste. En suma, señor Harriman, que quizá haya empezado a comprender por qué digo que Jeremy Grove y Nigel Cutforth, en sí, son insignificantes. Por supuesto que destacaban por su odio hacia la religión y la moral, su rechazo de la decencia y lo desaforado de sus excesos, y que en ese sentido son modélicos de la codicia, la concupiscencia, el materialismo y la crueldad de nuestra época, sobre todo del lugar donde estamos, Nueva York, pero no dejan de ser simples anuncios, y me temo que la lista será larga.

Von Menck dejó que el esquema cayera suavemente sobre la mesa.

–¿Lee poesía, señor Harriman?

–No, al menos desde la universidad.

–¿Recuerda el poema de W. B. Yeats «El segundo advenimiento»?

La anarquía está suelta por el mundo...

Los mejores de convicción carecen, mientras los peores

llenos están de intensidad apasionada.

Von Menck se acercó.

–Vivimos en una época de nihilismo moral y culto ciego a la tecnología, mezclados con el rechazo de la dimensión espiritual de la vida. Televisión, películas, informática, juegos de ordenador, internet, inteligencia artificial... He ahí los dioses de nuestro tiempo. Nuestros líderes están en bancarrota moral; son unos hipócritas desvergonzados que simulan piedad, pero que carecen de auténtica espiritualidad. Vivimos en una época en que los profesores universitarios y los premios Nobel denigran la espiritualidad, se mofan de la religión y se arrodillan ante el altar de la ciencia. Vivimos tiempos de abandono de la iglesia y de la sinagoga, de locutores de radio que propagan el odio y la vulgaridad, y de los
reality shows
como paradigmas del entretenimiento televisivo. Vivimos en una época de terroristas suicidas y chantaje nuclear.

Se hizo un profundo silencio. Solo se oía el suave pitido de la grabadora. Von Menck salió de su inmovilidad y siguió hablando.

–Antiguamente se creía que la naturaleza se componía de cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Algunos hablaban de inundaciones, otros de terremotos o vendavales, y otros del demonio. Cuando la Atlántida consumió su nicho en el orden moral de la naturaleza, fue devorada por el agua. La destrucción de Sodoma y Gomorra fue obra del fuego. La peste que azotó Venecia llegó por el aire. La secuencia sigue un patrón cíclico, como la proporción áurea. Lo tengo esquematizado.

Sacó otro diagrama de gran complejidad, lleno de líneas, esquemas y números. Al parecer, todas las líneas convergían en una estrella de cinco puntas acompañada por la siguiente inscripción:

2004 d.C. - Nueva York – Fuego

–Entonces, ¿cree que Nueva York se quemará?

–Sí, pero no de una manera normal. Será consumida por un fuego interno, como Grove y Cutforth.

–Y ¿cree posible evitarlo si la gente regresa a Dios?

Von Menck negó con la cabeza.

–Ya es demasiado tarde. Y le hago notar, señor Harriman, que yo no he usado la palabra «Dios». No me refiero necesariamente a Dios, sino a una fuerza de la naturaleza: una ley moral del universo tan inamovible como cualquier ley física. Hemos creado un desequilibrio que es necesario corregir. El año 2004. –Dio un golpecito en el fajo de esquemas–. Ha llegado la hora, la que predijeron Nostradamus, Edgar Cayce y el Apocalipsis.

Harriman asintió. Sentía un hormigueo en la columna vertebral. Era un material potente, pero ¿hasta qué punto era sólido?

–Ha dedicado mucho tiempo y muchas investigaciones a este tema, doctor Von Menck.

–Ha sido mi gran obsesión. Llevo más de quince años conociendo el significado del año 2004. Estaba esperando.

–Y ¿está convencido o se trata de una simple teoría?

–Solo le diré una cosa: mañana me voy de Nueva York.

–¿Se va?

–Sí, a las islas Galápagos.

–¿Por qué a las Galápagos?

–Porque, como podría decirle Darwin, son famosas por su aislamiento. –Von Menck señaló la grabadora–. Esta vez no habrá ningún documental. La historia es toda suya, señor Harriman.

–¿Ningún documental? –repitió Harriman, estupefacto.

–Si mis sospechas son acertadas, señor Harriman, cuando termine todo esto no habrá mucho público para un documental, ¿no cree?

Y, por primera vez desde que Harriman había cruzado la puerta, el doctor Von Menck sonrió. Fue una sonrisa tímida y triste, desprovista por completo de alegría.

Treinta

D'Agosta contempló la patética imagen de lo que había en el plato. Era algo largo, fino e inidentificable, bañado en un charco de salsa. Olía vagamente a pescado. Pensó que al menos sería bueno para su régimen. Habían pasado diez días desde la muerte de Grove, y gracias a las pesas y
al footing
(sin olvidar todas las horas de prácticas de tiro, que estaban dando volumen y firmeza a sus antebrazos y sus hombros) ya había perdido más de dos kilos. En dos meses recuperaría el estado físico de su época en la policía de Nueva York.

Proctor iba y venía por detrás, sirviendo y llevándose platos, sin apenas hacerse notar. Pendergast presidía la mesa. A su izquierda, Constance parecía algo menos pálida, tal vez por el sol de la excursión del día anterior. No era el caso del lúgubre comedor de la antigua mansión de Riverside Drive, donde todo era oscuro, incluidos los cuadros y el papel de pared verde. En otras épocas las ventanas debían de haber ofrecido un panorama del Hudson, pero llevaban mucho tiempo cegadas con tablones, y Pendergast parecía dispuesto a dejarlas así. ¿Cómo no iba a estar así de blanco, si vivía en la oscuridad como un ser de las cavernas? D'Agosta llegó a la conclusión de que habría cambiado toda la cena y su procesión de misteriosos platos por unas buenas costillas a la brasa y una nevera portátil llena de cervezas en su soleado patio trasero del condado de Suffolk. Por preferir, hasta prefería la exótica cesta de picnic de Fosco. Hizo el experimento de pinchar lo que tenía en el plato.

–¿No le gustan las huevas de bacalao? –le preguntó Pendergast–. Es una vieja receta italiana.

–Mi abuela era de Nápoles y no hizo nada parecido en toda su vida.

–Creo que es una receta de Liguria, pero no se preocupe, que las huevas de bacalao no gustan a todo el mundo.

Hizo señas a Proctor, que se llevó el plato y volvió poco después con un bistec y una pequeña salsera de plata llena hasta los bordes de una salsa que olía maravillosamente. Su otra mano sujetaba una lata de Budweiser, de la que aún caían trocitos de hielo.

D'Agosta atacó el plato. Al levantar la cabeza, sorprendió una sonrisa divertida en la boca de Pendergast.

–Constance hace un
tournedos bordelaise
sublime. Lo tenía preparado por si acaso, con la... esto... cerveza helada.

–Buena idea.

–¿El bistec es de su agrado? –preguntó Constance desde el otro lado de la mesa–. Lo he preparado
saignant,
a la manera francesa.

–No sé qué es
saignant,
pero está como me gusta, poco hecho.

Constance sonrió satisfecha.

D'Agosta cortó otro trozo y lo acompañó con un buen trago de cerveza.

–Bueno, ¿y ahora qué? –preguntó a Pendergast.

–Después de la cena, Constance tendrá la amabilidad de tocarnos algunas partituras de Bach. Es una violinista consumada, aunque temo no ser muy buen juez en esos temas. Por otro lado, creo que le interesará el violín en el que va a tocar. Formaba parte de las colecciones de mi tío abuelo. Es un antiguo Amati, en un estado bastante correcto, aunque se le ha desbaratado un poco el tono.

–Suena bien. –D'Agosta tosió con finura–. Pero lo que preguntaba es cuál es el siguiente paso de la investigación.

–¡Ah! Comprendo. Pues verá, nuestro siguiente paso tiene dos frentes. Por un lado buscaremos al tal Ranier Beckmann, y por el otro seguiremos investigando las especiales características de las dos muertes. En cuanto a lo primero ya tengo a alguien trabajando en ello; respecto a lo segundo seremos informados por Constance.

Constance se dio unos toquecitos en la boca con la servilleta.

–Aloysius me ha pedido que busque precedentes históricos de la CHE.

–Combustión humana espontánea –le dijo D'Agosta–. ¿Como el caso de Mary Reeser, el que le comentó al forense del homicidio de Cutforth?

–Exacto.

–¡No me diga que se lo cree!

–El caso de Mary Reeser es el más famoso, pero ni mucho menos el único. Además, está muy bien documentado. ¿No es así, Constance?

–Famoso, impecablemente documentado y muy singular. –La joven consultó unas notas que tenía al lado–. El uno de julio de 1951, la señora Reeser, viuda, se quedó dormida en una poltrona de su apartamento de Saint Petersburg, Florida. A la mañana siguiente la encontró una amiga que había notado olor a humo. Cuando echaron la puerta abajo, descubrieron que la poltrona donde estaba sentada la señora Reeser había quedado reducida a un montón de muelles chamuscados. En cuanto a la señora Reeser, sus casi ochenta kilos de peso se habían convertido en menos de cinco kilos de ceniza y huesos. Tan solo quedó intacto su pie izquierdo, con la correspondiente zapatilla. Resultó quemado por el tobillo, pero por lo demás estaba entero. También encontraron su hígado y su cráneo resquebrajado y astillado por el intenso calor. Sin embargo, el resto del apartamento estaba intacto. La zona quemada se reducía a un pequeño espacio circular que abarcaba los despojos de la señora Reeser, su poltrona y un enchufe de plástico, que al fundirse había parado el reloj a las cuatro y veinte de la madrugada. Cuando enchufaron el reloj en otra toma, funcionaba perfectamente.

–No me lo creo.

–Avisaron enseguida al FBI, y la documentación que adjuntaron era impecable –dijo Pendergast–. Fotografías, pruebas, análisis... En total, más de mil páginas. Nuestros expertos llegaron a la conclusión de que para quemar un cuerpo hasta ese punto era necesaria una temperatura de mil setecientos grados, como mínimo; algo que no podría provocar en ningún caso la caída de un cigarrillo en la ropa. Por otro lado, Mary Reeser no fumaba. Tampoco había restos de gasolina u otros aceleradores, ni de cortocircuito. Se descartó incluso la posibilidad de un rayo. El caso nunca se cerró oficialmente.

D'Agosta hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

–Y no es un fenómeno reciente –dijo Constance–. Dickens, en su novela
Casa desolada,
describe una combustión espontánea. La censura de los críticos hizo que en el prólogo de la edición de 1853 se defendiera con la descripción de un caso auténtico de CHE.

D'Agosta, que estaba a punto de comerse otro trozo de bistec, lo dejó en el plato.

–Según Dickens, el cuatro de abril de 1731 por la tarde la condesa Cornelia Zangari de'Bandi, de Cesena, Italia, dijo que se sentía «torpe y pesada». Una criada la ayudó a acostarse y pasó varias horas rezando y hablando con ella. A la mañana siguiente, al ver que la condesa no se levantaba a la hora habitual, la criada llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Olía fatal. Al abrir la puerta encontró un panorama horripilante. El aire estaba lleno de trocitos de hollín. La condesa, o lo que quedaba de ella, yacía en el suelo de piedra, aproximadamente a un metro de su cama. Todo su tronco había sido reducido a cenizas. Incluso los huesos estaban deshechos. Solo quedaban sus piernas de rodilla para abajo, algunas partes de las manos y un trozo de frente con un mechón de pelo rubio. El resto del cuerpo era una simple silueta de cenizas y huesos deshechos. Su caso, y otros como el de la señora Nicole, de Reims, siempre se explicaron como una muerte por «visitación de Dios».

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