Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
... Y de pronto, en una oleada de placer, todo acabó. Ella se abrazó a su cuerpo con el pelo revuelto y la respiración pesada; lo tenía cogido con los brazos y las piernas, que se contraían y se relajaban con espasmos cada vez más espaciados. El abrazo se hizo eterno, y sin embargo, cuando Hayward se apartó con un beso, aún era demasiado pronto.
Fue entonces, y no antes, cuando D'Agosta se dio cuenta de que aún no entendía lo que acababa de ocurrir. Disimuló su confusión dándole la espalda y devolviendo cierto orden a su ropa. En ese momento se dio cuenta de otra cosa: de que ni siquiera se acordaba de lo que había desencadenado su abrazo. Se habían juntado como imanes. Nunca le había sucedido nada igual. No sabía si sentirse eufórico, avergonzado o nervioso.
Oyó que Hayward reía lentamente a sus espaldas.
–No está mal –dijo la capitana, con la voz un poco ronca–. Para un fracasado que está en las últimas... Aunque la próxima vez creo que deberíamos cerrar la puerta. –Sus ojos sonrieron bajo una mata de pelo negro, mientras se le borraban las manchas rojas de debajo del cuello. Se alisó la falda, provocando que sus pechos grávidos subieran y bajaran con el movimiento–. ¿Sabes qué me gusta de ti, Vincent?
–No.
–Que das importancia a las cosas: a tu trabajo, al caso... y sobre todo a la justicia.
D'Agosta seguía confuso, casi aturdido por los acontecimientos. Se peinó con la mano y se ajustó los pantalones. No estaba muy seguro de lo que quería decir con eso.
–Supongo que te has ganado el Título 3. Algo se me ocurrirá, por poco que piense.
D'Agosta quedó en suspenso.
–No ha sido la razón de que...
Ella se incorporó y puso un dedo en sus labios.
–Lo que acaba de darte el Título 3 es tu integridad, no lo... lo otro. –Volvió a sonreír–. Oye, ¿sabes qué? Que lo hemos hecho al revés. Haz lo que tengas que hacer y luego me llevas a cenar. Que sea una cena larga, romántica y con velas.
La sección de escuchas de la delegación del FBI en Lower Manhattan era una simple sala del piso catorce de la torre, que a D'Agosta le pareció una oficina como cualquier otra, con fluorescentes en el techo, moqueta neutra y un sinfín de cubículos idénticos que conformaban un hormiguero humano. Más deprimente, imposible.
Miró alrededor sin hacerse notar, con la esperanza –y también el miedo– de que Laura Hayward le estuviera esperando, pero solo vio a uno de sus inspectores, Mandrell, el mismo que le había llamado a la hora de comer con la noticia de que ya tenían una orden de la fiscalía sobre el Título 3. Sería el FBI, por su superioridad tecnológica, el que la pusiera en práctica, en una operación conjunta con la policía de Nueva York. El hecho de que procediera de esta última le había dado una pátina de aceptabilidad política.
–Sargento –dijo Mandrell al darle la mano–, ya está todo preparado. ¿El agente... mmm... Pendergast no ha...?
–Aquí estoy –dijo Pendergast, entrando en la sala.
La luz artificial irisaba su traje negro, de magnífico corte y perfecto planchado. D'Agosta se preguntó cuántos trajes iguales poseía. Seguro que tenía reservadas sendas habitaciones para ellos en el Dakota y en su mansión de Riverside Drive.
–Agente Pendergast –dijo D'Agosta–, le presento al sargento Mandrell, de la comisaría del distrito Veintiuno.
–Encantado. –Pendergast estrechó rápidamente la mano del sargento–. Disculpen que no haya venido antes. Es que me he despistado. Este edificio es laberíntico.
¿Laberíntico, el edificio del FBI? ¡Si Pendergast era del FBI! Debía de tener algún despacho en la delegación... ¿O no? D'Agosta cayó en la cuenta de que nunca había visto el despacho de Pendergast, ni había sido convocado a él.
–Es por aquí –dijo Mandrell, adentrándose en el dédalo de cubículos.
–Excelente –murmuró Pendergast a D'Agosta mientras le seguían–. Tendré que agradecérselo personalmente a la capitana Hayward. La verdad es que no nos ha fallado.
«No, no ha fallado», pensó D'Agosta, sonriendo. La noche anterior (con la visita misteriosa, la partida de Pendergast y el encuentro con Laura Hayward, más inesperado que todo lo demás) le parecía irreal, como un sueño. Llevaba toda la mañana aguantándose las ganas de llamarla. Confiaba en que lo de la cena larga y con velas se mantuviera en pie. Por otro lado, se preguntaba si supondría una complicación en su relación de trabajo, pero llegó a la conclusión de que no, antes de darse cuenta de que no le importaba.
–Ya hemos llegado –dijo Mandrell al entrar en uno de los cubículos.
Era idéntico a los demás: un escritorio, una credencia, un ordenador con altavoces y unas cuantas sillas. El ordenador estaba ocupado por una joven de pelo rubio.
–Les presento a la agente Sanborne –dijo Mandrell–. Está controlando el teléfono de Jimmy Chait, la mano derecha de Bullard en Estados Unidos. En los otros cubículos hay agentes interviniendo los teléfonos de media docena de colaboradores de Bullard. Agente Sanborne, le presento al sargento D'Agosta, de la policía de Southampton, y al agente especial Pendergast.
Sanborne les miró y abrió mucho los ojos al oír el nombre de Pendergast.
–¿Algo nuevo? –le preguntó Mandrell.
–Nada importante. Hace unos minutos, Chait ha hablado con otro colaborador. Esperan que Bullard les llame en cualquier momento.
Mandrell asintió con la cabeza y miró a D'Agosta.
–¿Hace mucho que no pincha teléfonos, sargento?
–Bastante.
–Pues le pongo al día. Ahora se hace todo por ordenador, con una terminal por número de teléfono intervenido. La línea telefónica pasa directamente por esta interfaz, y la conversación se graba digitalmente. Ya no hay cintas. La agente Sanborne, que se encargará de la transcripción, puede accionar los controles de transporte con el teclado o con un pedal.
D'Agosta hizo un gesto de asombro. ¡Qué diferencia con la tecnología rudimentaria que había usado a mediados de los ochenta al entrar en el cuerpo!
–Se refirieron a China, ¿no? –dijo Mandrell–. ¿Hará falta un traductor?
–Es poco probable –contestó Pendergast.
–Bueno, tenemos uno preparado por si acaso.
Mandrell y Sanborne miraron en silencio la pantalla.
–Vincent –murmuró Pendergast, llevándole a un lado–, quería decirle una cosa: hemos hecho un descubrimiento muy importante.
-¿Qué?
–Beckmann.
La mirada de D'Agosta se hizo más penetrante.
–¿Beckmann?
–Su actual paradero.
–¡No me diga! ¿Cuándo lo ha averiguado?
–Ayer a última hora, después de llamarle para que pidiera la autorización.
–Y ¿por qué no me lo ha dicho antes?
–Intenté llamarle en cuanto lo supe, pero en su hotel no se ponía nadie, y me pareció que tenía el móvil apagado.
–Ah... Sí, es verdad. Lo siento.
D'Agosta sintió que empezaba a sonrojarse y se apartó. En ese momento el ordenador se puso a pitar, ahorrándole nuevas preguntas.
–Está entrando una llamada –dijo la agente Sanborne.
Se abrió una ventanita en la pantalla con líneas de datos.
–Es para Chait –dijo la agente señalándola–. ¿Lo ven?
–¿De quién es? –preguntó D'Agosta.
–Ahora aparecerá el número. Voy a ponerlo en modo voz.
«¿Jimmy? –dijo una voz aguda por el altavoz del ordenador–. ¿Estás aquí, Jimmy?»
Sanborne empezó a teclear con rapidez, transcribiendo la llamada palabra por palabra.
–Es el número de su casa –dijo–. Debe de ser su mujer.
«Sí –contestó una voz grave con fuerte acento de New Jersey–. ¿Qué pasa?»
«¿Cuándo vendrás a casa?»
«Me ha salido algo.»
Había una especie de zumbido, como si fuera el viento.
«Pero Jimmy, ¿otra vez? ¡No puede ser! ¿No te acuerdas de que esta noche vienen los Fingerman para hablar del alquiler de invierno en Kissimmee?»
«¿Qué falta te hago yo para esa chorrada?»
«¡Eso, eso, háblame en ese tono! Además tienes razón. Para eso no me haces ninguna falta. Lo que quiero es que te pases por DePasquale y traigas una bandeja de salchichas y pimientos, porque no tengo nada que servir.»
«¡Joder, pues vas a la cocina y preparas algo!»
«Oye, que...»
«Llegaré cuando llegue. Ahora cuelga, joder, que espero una llamada.»
La línea se cortó.
Siguió un breve silencio. Solo se oía a la agente Sanborne tecleando para acabar la transcripción.
–Un encanto de pareja –dijo D'Agosta, e hizo señas a Pendergast de apartarse–. Oiga, ¿cómo encontró a Beckmann?
–Con la ayuda de un conocido, un inválido a quien, por esas cosas de la vida, se le da extremadamente bien buscar datos problemáticos.
–Por lo que veo, lo de «extremadamente bien» se queda corto. Hasta ahora nadie lo había encontrado. ¿Dónde está?
Les interrumpió otro pitido del ordenador.
–Otra llamada –dijo Sanborne.
–¿Entrante o saliente? –preguntó Mandrell.
–Entrante, pero el número debe de estar bloqueado, porque no recibo datos.
El altavoz emitió un ruido corto y agudo.
«¿Diga?», dijo Chait.
«Chait», respondió una voz.
D'Agosta reconoció enseguida el tono brusco, y le provocó un escalofrío de odio.
También Chait lo reconoció.
«Dígame, señor Bullard», dijo en un tono que de pronto se había vuelto servil.
–Bullard debe de estar usando un teléfono vía satélite –dijo D'Agosta–. Por eso no sale el número.
–Da igual. –Mandrell señaló una cadena numérica en la pantalla–. ¿Ve esto? Es el nodo del teléfono de Bullard, de donde procede la señal de su teléfono. Nos permitirá localizarle.
Levantó la mano hacia la estantería, sacó un grueso manual y lo hojeó.
«¿Todo preparado?», preguntó Bullard.
«Sí, señor. Se han dado instrucciones a todos los hombres.»
«Acuérdate de lo que dije: no quiero disculpas. Haced lo que os pedí sin saltaros ni un paso.»
«Descuide, señor Bullard.»
Mandrell levantó la vista del manual de nodos.
–El de Chait está en Hoboken, New Jersey.
«Todo está listo –dijo Bullard–. Los chinos serán puntuales.»
«¿Situación?», preguntó Chait.
«La que se dijo en su momento. El parque.»
Mandrell cogió el brazo de D'Agosta.
–Chait acaba de cambiar de nodo –dijo.
–¿Osea?
–Que se mueve. –Mandrell hojeó el manual buscando el nuevo nodo–. Ahora está en el centro de Union City.
–El transporte público no es tan rápido –comentó Pendergast–. Debe de ir en coche.
Bullard siguió hablando.
«Te recuerdo que esperan un informe actualizado a cambio del pago. Sabes qué darles, ¿no?»
«Sí.»
Pendergast sacó su móvil y marcó rápidamente un número.
–Chait va a una reunión. Tenemos que mandar una unidad y triangular su localización.
«Espero un informe en cuanto acabe la reunión», dijo Bullard.
«Le llamo dentro de hora y media.»
«Ah, Chait, no la cagues, ¿eh?»
«No, señor.»
Se oyó un clic y un chorro de estática. El ordenador volvió a pitar, en señal de que la conexión se había interrumpido.
–Ha vuelto a cambiar de nodo –dijo Mandrell mirando la pantalla.
D'Agosta se volvió hacia Pendergast.
–¿Ha dicho dentro de hora y media? ¿Qué significa?
Pendergast cerró su teléfono y se lo guardó en el bolsillo.
–Significa que la reunión será antes. Venga, Vincent, que no tenemos tiempo que perder.
Después de cruzar como una exhalación las barreras del puente George Washington, D'Agosta se metió a toda pastilla en los carriles rápidos. Cuando la autopista de New Jersey se dividió, aprovechó el momento de descongestión para poner la luz de emergencia en el salpicadero, encenderla y activar la sirena. Luego dobló hacia el oeste, hacia la I-80, y pisó a fondo el acelerador. El motor respondió con toda su potencia. En poco tiempo rodaron a unos vertiginosos ciento sesenta por hora.
–Refrescante –murmuró Pendergast.
Se oyó el chisporroteo de la frecuencia entre coches.
«Aquí el 602. Hemos localizado algo en el visor. Es una camioneta de televisión con parabólica, distintivo WPMP, de Hackensack. Va hacia el oeste por la 80, cerca de la salida 65.»
D'Agosta aceleró hasta rozar los doscientos por hora.
Pendergast descolgó el micrófono.
–Vamos unos kilómetros por detrás de ustedes. Esperen en otro carril sin que se les vea. Corto.
Resultaba sorprendente la rapidez con la que habían montado la operación. Pendergast había iniciado un seguimiento federal de la señal del móvil de Chait, además de pedir un vehículo del gobierno y asignar su conducción a D'Agosta. La suerte había querido que en la West Side Highway hubiera poco tráfico, por lo que solo habían tardado diez minutos en salir de Manhattan.
–¿Adonde diría que vamos? –preguntó D'Agosta.
–Bullard ha dicho algo sobre un parque. De momento es lo único que sabemos.
D'Agosta vio con el rabillo del ojo que, a pesar de la velocidad a la que iban, Pendergast se había desabrochado el cinturón y estaba inclinado, rascando la esterilla de los pies con las uñas de la mano y frotándola rápidamente con las palmas. Le había visto hacer muchas cosas raras, pero ninguna tan extraña como esa. Sin embargo, decidió que era mejor no preguntar.
«El objetivo ha tomado la salida 60 –graznó la radio–. Le seguimos.»
D'Agosta redujo la velocidad. Un minuto después tomó la misma salida.
–El objetivo se dirige al norte por McLean.
–Van hacia Paterson –dijo D'Agosta, que había pasado muchas veces cerca por la carretera, pero sin llegar a entrar. Era una ciudad obrera con edificios de ladrillo rojo, cuya época de gloria debía de remontarse a un siglo atrás. Parecía un destino un poco raro.
–Paterson –repitió Pendergast, meditabundo, mientras se tocaba la cara y el cuello con las manos sucias–. La cuna de la revolución industrial americana.
–¿Cuna? A mí me parece la tumba.
–Es una ciudad con una historia destacada, Vincent, y conserva algunos barrios históricos bastante bonitos, aunque sospecho que no son los que visitaremos.
«El objetivo ha salido de McLean –dijo la radio–. Se ha metido en Broadway por la derecha.»
D'Agosta se lanzó por la avenida McLean, una vía rápida, saltándose dos semáforos en rojo gracias a la sirena. A su derecha corría el río Passiac, marrón y triste a la luz del otoño. Al meterse por Broadway (pura decrepitud), apagó la sirena y la luz. Ya estaban cerca. Muy cerca. De repente Pendergast dijo: