La mano del diablo (52 page)

Read La mano del diablo Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Oyeron un disparo a sus pies.

En ese momento, el monje resbaló y se cogió a un asidero para recuperar el equilibrio. D'Agosta se pegó a la roca. Era un blanco perfecto. No podía ayudar ni dar un solo paso. Tampoco podía desenfundar la pistola; sus dos manos estaban aferradas a la piedra.

Otro disparo. Recibió varias esquirlas en la cara. Un rápido vistazo le permitió distinguir al asesino a unos treinta metros, apuntándoles en la escalera.

La situación era insostenible. No podía quedarse donde estaba en espera de que le pegaran un tiro. Soltó una mano y se arrimó desesperadamente a la montaña con los pies y las rodillas, mientras cogía la pistola y, afinando al máximo la puntería, disparó dos veces.

Fueron dos buenos disparos, con un margen de error de pocos centímetros. El asesino soltó un grito y se escondió. Entretanto, el monje se había recuperado y se había trasladado a un lugar más seguro. Fue D'Agosta quien notó que resbalaba esta vez. Iba a tener que soltar la pistola.


A me!
–dijo el monje.

D'Agosta le lanzó la Glock. El monje demostró buenos reflejos. D'Agosta se dispuso a saltar sobre el hueco. Justo cuando aterrizaba al otro lado, se oyó otro disparo.

–¡Agáchese!

Se pegaron a la escalera, protegidos –dentro de lo que cabía– por un pequeño saliente de piedra. Otro disparo. Más esquirlas.

«¡Madre mía! ¡No hay quien se mueva de aquí!», pensó D'Agosta. No podían avanzar ni retroceder. La única posibilidad era devolver los disparos.

El monje le pasó la pistola.

D'Agosta sacó el cargador para ver cuántas balas quedaban. Ocho. Lo deslizó a su sitio.

–Cuando yo dispare, corra.
Capisci?

El monje asintió con la cabeza.

D'Agosta se levantó y, con un solo movimiento, apuntó y disparó tres veces, pero lo único que consiguió fue arañar la parte superior de la roca en la que se había parapetado el pistolero, que no podía levantarse ni contraatacar. El monje corrió por la parte expuesta del rellano y encontró un buen escondrijo justo al final, donde volvía a convertirse en una tosca escalera.

D'Agosta se agachó tras el saliente, metió el cargador de repuesto y corrió por la parte desprotegida hasta reunirse con el monje allí donde la escalera les servía de protección. Antes se detuvo a mirar por encima de una pared de roca, pero no se veía al pistolero por ninguna parte.

Se levantó rápidamente y reemprendió la persecución, seguido por el monje. Tras un largo descenso, llegaron bruscamente al final de la escalera. En la base del precipicio había una pequeña viña, y más allá un frondoso bosque.

–¿Por dónde? –preguntó D'Agosta.

El monje se encogió de hombros.

–Se ha ido.

–No. Le seguiremos por el bosque.

D'Agosta echó a correr medio agachado hacia los árboles por la hilera de vides. Tardaron poco en penetrar en el bosque y quedar rodeados por el silencio de unos troncos catedralicios que olían a resina y frío, y que se multiplicaban hasta perderse de vista. D'Agosta examinó el suelo, pero no vio ninguna huella en el mullido lecho de agujas de pino.

–¿Tiene alguna idea de adonde ha ido?

–No se puede saber. Se necesitan perros.

–¿El monasterio tiene perros?

–No.

–Podemos llamar a la policía.

El monje volvió a encogerse de hombros.

–Mucho tiempo. Para perros, dos o tres días.

D'Agosta contempló el interminable bosque.

–Mierda.

En la capilla seguía reinando la confusión. Pendergast se había inclinado junto al cuerpo yacente del monje, a quien hacía masajes cardíacos y practicaba la respiración artificial. Varios monjes se habían arrodillado en semicírculo, en una iniciativa que parecía corresponder al jefe de la orden. Otros se mantenían a una distancia más que prudencial, entre murmullos atónitos. Cuando D'Agosta, completamente exhausto, regresaba a la capilla, oyó el ruido lejano de un helicóptero.

Se arrodilló y cogió la mano enjuta del anciano sacerdote, que tenía los ojos cerrados y el rostro ceniciento, siempre con el murmullo de fondo de los monjes rezando, reconfortante en su mesurada cadencia.

–Creo que ha tenido un ataque al corazón –dijo Pendergast, presionando el pecho del anciano–. A consecuencia de la herida de bala, aunque ahora que llega el helicóptero quizá se salve.

De repente el monje tosió, agitó una mano y abrió los ojos, clavando su mirada en Pendergast.


Padre
–dijo el agente en voz baja y sosegada–,
mi dica la confessione più terribile que Lei ha mai sentito.

Pareció que los ojos, llenos de sabiduría, pero también de muerte, lo entendieran todo.


Un ragazzo americano que ha fatto un patto con il diavolo, ma l'ho salvato, l'ho sicuramente salvato.

Suspiró, sonrió, cerró los ojos y respiró por última vez larga y entrecortadamente.

Poco después aparecieron los paramédicos con una camilla, y en una vorágine de actividad hicieron lo posible por estabilizar a la víctima. Uno de ellos le conectó un monitor cardíaco, mientras otro comunicaba la falta de señales vitales al hospital y recibía órdenes. Se llevaron rápidamente la camilla. Pocos segundos después, el ruido del helicóptero volvía a alejarse. Todo había acabado. De repente la iglesia parecía vacía, con vaharadas de incienso y la nota extrañamente pacífica de los rezos, en contraste con lo que había sido una acción de acongojante violencia.

–Se ha escapado –dijo D'Agosta sin aliento.

Pendergast le puso una mano en el brazo.

–Lo siento, Vincent.

–¿Qué le ha dicho al cura?

Pendergast vaciló un poco.

–Le he pedido que se acordara de la peor confesión que había oído en su vida, y ha contestado que se la hizo un joven americano que había hecho un pacto con el diablo.

A D'Agosta le dio un vuelco el estómago. Conque era verdad. Al final era verdad.

–Luego ha dicho que estaba seguro de haber salvado su alma. Tenía la certeza de haberla salvado.

D'Agosta tuvo que sentarse. Durante un momento inclinó la cabeza, mientras recuperaba la respiración. Luego miró a Pendergast.

–Sí, muy interesante, pero ¿y los otros tres?

Sesenta y ocho

El reverendo Buck estaba dentro de su tienda de campaña, frente al escritorio. Los rayos de sol matinal entraban al sesgo por la red de la puerta y encendían las paredes de lona. En el campamento aún se sentían todos excitados y llenos de energía por el enfrentamiento con las fuerzas policiales, la misma energía que Buck sentía correr por todo su cuerpo. La pasión y la fe de sus seguidores había sido una fuente de sorpresa y aliento. Se notaba que el espíritu de Dios estaba con ellos. Y con Dios todo era posible.

El problema era que la policía no descansaría. Actuarían de forma contundente y rápida. El momento de Buck estaba a punto de llegar, ese momento para el que tanto había viajado y trabajado.

Pero ¿cuál? Y ¿cómo lo cumpliría exactamente?

Era una pregunta que llevaba muchos días creciendo en su interior, y recomiéndole. Al principio solo había sido una vocecita, un desasosiego, pero ahora nunca le abandonaba, ni con todos sus rezos, ayuno y penitencia. La senda de Dios no estaba clara. Sus deseos eran misteriosos.

Volvió a inclinar la cabeza y a rezar, pidiéndole a Dios que le mostrara el camino.

Entonces oyó el ruido de fondo de multitud de conversaciones fuera de la tienda, y al prestarles oídos comprobó que todas giraban aldededor de lo mismo: del intento frustrado de detención. ¡Qué raro que la policía solo hubiera mandado a dos personas! No querían mostrarse violentos para evitar otro Waco.

Waco. Las palabras en voz baja de la agente le habían hecho pensar, y zozobrar un poco. ¡Qué mujer! Treinta y cinco años o menos, guapísima, y con una seguridad que tumbaba de espaldas. El otro era un simple y presuntuoso bravucón, pura fachada, como tantos gilipollas con quienes había tratado en la cárcel, pero ella... Ella tenía detrás toda la confianza y el poder del diablo.

¿Qué hacer? ¿Resistirse? ¿Plantar cara? Buck tenía en sus manos un poder enorme, cientos de seguidores que creían en él de todo corazón; tenía poder de convicción, tenía al Espíritu consigo, pero la policía poseía la fuerza de las armas materiales, y estaba respaldada por el poder del Estado. Disponía de armas, gas lacrimógeno y cañones de agua. Cualquier resistencia por su parte daría lugar a una carnicería.

¿Qué quería Dios que hiciera? Inclinó la cabeza y volvió a rezar.

Alguien llamó en uno de los postes de madera de la tienda.

–¿Sí?

–Casi es la hora de su sermón matinal y de la imposición de manos.

–Gracias, Todd. Salgo en unos minutos.

Necesitaba una respuesta antes de poder comparecer una vez más ante su gente; la necesitaba, aunque solo fuera para él. En aquella crisis, la mayor hasta el momento, le pedían que fuera su guía espiritual. Estaba tan orgulloso de ellos, de su valor y convicción... Con qué acierto habían espetado «soldados de Roma» a los policías...

Soldados de Roma. Ahí estaba.

De repente su cerebro empezó a encadenar conexiones, como si fueran piezas de dominó o los engranajes de una gran maquinaria espiritual. Pilato. Herodes. El Gólgota. La respuesta que buscaba siempre había estado ahí, pero solo la fuerza de la fe le había permitido dar con ella.

Se quedó un poco más de rodillas.

–Gracias, Padre –murmuró,
y
al levantarse se sintió bañado en luz.

Ya sabía con exactitud cómo hacer frente a los ejércitos de Roma.

Apartó con el brazo la lona de entrada y caminó hacia la roca de las predicaciones, fijándose en lo hermosa que era la mañana y la tierra de Dios. Era tan preciosa la vida, un don tan efímero... Al subir por el camino que rodeaba la roca por detrás, recordó que el otro mundo sería mucho mejor y mucho más hermoso. Cuando llegaran los infieles a millares, sabría exactamente cómo infligirles la derrota.

Levantó las manos, aclamado por cien voces.

Sesenta y nueve

El sótano del cuartel general de los carabinieri se parecía más a lo que había sido anteriormente (una mazmorra) que a un sótano. Mientras seguía al coronel Esposito y a Pendergast por sus sinuosos túneles de piedra sin labrar, llenos de telarañas y de cal, D'Agosta casi se sorprendió de que no hubiera esqueletos encadenados a los muros.

El
colonnello
se paró ante una puerta de hierro y la abrió.

–Por desgracia, como ven, aún no hemos penetrado en el siglo XXI –dijo indicándoles que entraran.

La sala en la que penetró D'Agosta tenía archivadores y estanterías de pared a pared, con legajos atados con cordel. Algunos eran tan viejos y estaban tan enmohecidos que su antigüedad debía remontarse a siglos.

Un agente de pulcro uniforme azul y blanco, con una elegante raya roja en la parte exterior de las perneras, se levantó y se cuadró.


Basta
–dijo el
colonnello
con voz cansada. Señaló unas sillas de madera colocadas alrededor de una larga mesa–. Siéntense, por favor.

Cuando estuvieron sentados, el
colonnello
dijo algo al agente, que trajo una docena de carpetas y las dejó sobre la mesa.

–Son los resúmenes de los homicidios que cumplen los requisitos que me indicaron: asesinatos sin resolver del último año, en que la víctima apareciera quemada. Ya los he repasado y no he encontrado nada de interés. Me preocupa mucho más lo ocurrido en La Verna esta mañana.

Pendergast cogió la primera carpeta, la abrió y extrajo el expediente.

–No sabe cuánto lo lamento.

–No más que yo. Hasta que llegaron ustedes todo estaba tranquilo. Ahora...

Esposito abrió las manos y sonrió con languidez.

–Casi hemos llegado adonde queríamos,
colonnello.

–Pues recemos por que lleguen lo antes posible, sea donde sea.

Pendergast empezó a consultar los expedientes, que iba pasando a D'Agosta. Solo se oía el suave susurro del sistema de ventilación, que, en un vano esfuerzo por aportar aire fresco a las profundidades, desembocaba en el sótano por unos tubos de aluminio muy brillantes prendidos a las bóvedas. D'Agosta miraba los expedientes y la fotografía adjunta, esforzándose por entender el italiano, pero solo captaba lo esencial. De vez en cuando hacía alguna anotación, ya no para su propio uso sino para tener algo de que informar a Hayward en su siguiente llamada.

Tardaron menos de una hora en llegar al último.

Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–¿Qué tal?

–Nada que destaque.

El
colonnello
echó un vistazo a su reloj de pulsera y encendió un cigarrillo.

–No hace falta que se quede –dijo Pendergast.

Esposito hizo un gesto con la mano.

–¡No, si me encanta estar aquí abajo con el móvil desconectado! Arriba, con llamadas del Procuratore della Repubblica cada media hora (algo que, siento decirles, también se debe a ustedes), no es que se esté muy a gusto. –Miró a su alrededor–. Lo único que falta es una máquina de café. –Miró al agente–.
Caffé per tutti.


Si signore.

D'Agosta suspiró y empezó otra vez a hojear expedientes, que a duras penas entendía. Esta vez se fijó en una foto en blanco y negro de un hombre en un edificio que parecía abandonado. El cadáver, con graves quemaduras, estaba encogido en un rincón de cemento agrietado. Era la típica foto policial, sórdida y repulsiva.

Pero había algo más que no cuadraba.

Pendergast advirtió rápidamente su interés.

–¿Qué ocurre?

D'Agosta le acercó la foto por encima de la mesa. Pendergast dedicó unos segundos a observarla y arqueó las cejas.

–Ya veo.

–¿Qué pasa? –preguntó el
colonnello
inclinándose hacia ellos con desgana.

–Este hombre. ¿Ve el charquito de sangre de debajo? Primero le quemaron y luego le pegaron un tiro.

–¿Y qué?

–Lo normal es disparar a la víctima y quemarla para ocultar las pruebas. ¿Conoce usted algún caso de quemaduras previas al balazo?

–Sí, muchos, para sacar información.

–De acuerdo, pero no en medio cuerpo. Las quemaduras de los torturados están localizadas.

Esposito miró la foto.

–No quiere decir nada. Pudo haber sido un loco.

Other books

La niña de nieve by Eowyn Ivey
A Deep Deceit by Hilary Bonner
Bending Over Backwards by Samantha Hunter
A Field of Poppies by Sharon Sala
Long Made Short by Stephen Dixon
Lily in Full Bloom by Laura Driscoll
True Beginnings by Willow Madison