La mano del diablo (64 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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A continuación Fabbri examinó sus zapatos; cortó los tacones con un cuchillo y lo clavó en varios puntos de las suelas con un excelente resultado: apareció otro juego de ganzúas. Fabbri frunció el entrecejo y volvió a registrar el traje del agente.

Al final se dio por satisfecho. La ropa de Pendergast estaba hecha jirones.

–Ahora el otro –dijo Fosco.

Repitieron la operación con D'Agosta, que quedó desnudo y sometido a la misma humillación de que le cachearan a fondo y le deshicieran todas las costuras.

–Les dejaría desnudos –dijo el conde–, pero las mazmorras de este castillo son muy húmedas y no me gustaría que se resfriasen. –Señaló su ropa con la cabeza–. Vístanse.

Así lo hicieron.

Fabbri les obligó a volverse y les esposó las manos en la espalda.


Andiamoci.

El conde dio media vuelta y salió del apartamento, seguido por Fabbri, Pendergast y D'Agosta. Los últimos fueron los seis rufianes.

Salieron de la torre del homenaje por la escalera de caracol y volvieron a pasar por las habitaciones antiguas del castillo. Con el conde en cabeza, cruzaron el comedor y la cocina y llegaron a una despensa grande y ventilada. En la pared del fondo había un arco bajo el que desaparecía una escalera en la oscuridad. Bajaron por ella hasta llegar a un túnel profundo y abovedado con manchas de humedad y cristales de calcita en los muros. Después cruzaron en silencio varios almacenes y galerías de piedra en desuso.


Ecco
–dijo el conde al llegar a una puerta baja.

Fabbri también se detuvo. Pendergast, que iba detrás mirando el suelo, chocó con él. Fabbri masculló una palabrota y le empujó, haciéndole caer sobre la fría piedra.

–Entren –dijo el conde.

Pendergast se levantó y agachó la cabeza para acceder a una pequeña habitación. D'Agosta le siguió. El impacto de una puerta de hierro y el giro de una llave metálica les dejaron a oscuras.

El rostro del conde apareció en la pequeña reja de la puerta.

–Aquí estarán a buen recaudo mientras me ocupo de los últimos detalles –dijo–. Luego volveré. Les advierto que tengo preparado algo especial, a la medida de los dos. Para Pendergast un final literario, inspirado en Poe; por lo que respecta a D'Agosta, el asesino de mi Pinchetti, usaré una vez más mi aparato de microondas antes de destruirlo y eliminar así la última prueba de mi participación en todo este asunto.

La cara desapareció. Poco después fue la luz tenue del pasillo la que se apagó.

D'Agosta se quedó sentado en la oscuridad, oyendo el eco de unos pasos que se alejaban. Pronto el silencio fue total, a excepción de un ligero goteo y de una especie de aleteo que atribuyó a los murciélagos.

Cambió de postura y se abrigó un poco más con los restos de su ropa. En ese momento oyó la voz de Pendergast, casi inaudible.

–Yo no veo ninguna razón para quedarnos más tiempo, ¿y usted?

–¿Lo que escondió en la solapa de Fabbri era una ganzúa? –preguntó D'Agosta.

–Naturalmente. Fabbri ha sido muy amable guardándomela. Estoy prácticamente seguro de que en este momento hay alguien vigilándonos al otro lado, Fabbri u otra persona. Golpee la puerta, Vincent, a ver si nos contesta...

D'Agosta lo hizo, gritando:

–¡Eh! ¡Dejadnos salir! ¡Dejadnos salir!

El eco se perdió lentamente en el pasillo.

Pendergast tocó el brazo de D'Agosta y le susurró:

–Siga haciendo ruido mientras fuerzo la cerradura.

D'Agosta profirió una retahíla de gritos y palabrotas. Un minuto después Pendergast volvió a tocarle el brazo.

–Ya está. Ahora présteme atención: es de suponer que el hombre que espera en la oscuridad tenga una linterna, y que la encienda a la menor sospecha. Voy a buscarle y me encargaré de él. Usted siga haciendo ruido para despistar y tapar el que haga yo cuando me arrastre por la oscuridad.

–Vale.

D'Agosta siguió gritando, pateando la puerta y exigiendo que les dejaran salir. Estaba todo tan oscuro que no podía ver los movimientos de Pendergast. Gritó y gritó.

De repente oyó dos golpes en el pasillo, uno más fuerte y el otro más sordo. Después, un haz luminoso penetró por la puerta.

–Muy bien hecho, Vincent.

D'Agosta agachó la cabeza para salir al pasillo. Fabbri estaba a unos seis metros, de bruces en el suelo de piedra y con los brazos abiertos.

–¿Está seguro de que se puede salir de esta mole? –preguntó el sargento.

–¿Verdad que ha oído chillidos de murciélagos?

–Sí.

–Pues tiene que haber una salida.

–Sí, pero para murciélagos.

–Si ellos vuelan, nosotros también, pero antes tenemos que conseguir el aparato, que es nuestra única prueba válida contra el conde.

Ochenta y uno

Rehicieron su camino por los subterráneos de oscura mampostería, antes de subir furtivamente por la antigua escalera que conducía a la despensa. Pendergast la examinó con gran cuidado e hizo señas a D'Agosta de que le siguiese. Cruzaron despacio el umbral de la cocina, una sala inmensa con mesas paralelas de pino engrasado y mármol, y una chimenea de grandes dimensiones llena de rejas y parrillas. El techo estaba plagado de utensilios de cocina de hierro colado, que colgaban de él con grandes ganchos y cadenas. Al lado, en el
salotto,
no se oía nada. No parecía haber nadie.

–Cuando Pinketts fue a buscar el arma –susurró Pendergast–, salió por esta cocina y no tardó más de un minuto. Tiene que estar cerca.

–Y ¿por qué tendría que estar en el mismo sitio que antes?

–Recuerde lo que dijo Fosco: piensa usarla una vez más. Con usted. Esta habitación solo tiene dos salidas, además de la del comedor: la despensa que acabamos de cruzar y esa.

Señaló lo que parecía la puerta de un viejo secadero.

En ese momento se oyeron pasos más allá del comedor. Pendergast y D'Agosta se escondieron detrás de la puerta, ocupando el mínimo espacio. También se oían voces hablando en italiano, incomprensibles, pero cada vez más próximas.

–Sigamos buscando –comentó Pendergast al cabo de un buen rato–. Pueden dar la voz de alarma en cualquier momento.

Se asomó al secadero. Era una fría habitación de piedra llena de
prosciutti
y salami, con anaqueles que crujían por el peso de enormes ruedas de queso
reggiano
y
parmigiano
añejo. Pendergast paseó la luz de la linterna de Fabbri por el interior. Uno de los estantes superiores devolvió un brillo de aluminio.

–¡Ahí!

D'Agosta cogió la caja.

–Demasiado voluminosa –dijo Pendergast–. Será mejor tirarla y montar el arma.

Abrieron la caja. Pendergast enroscó las piezas con cierta dificultad. Después entregó el aparato a D'Agosta, que se lo colgó de la cinta de cuero en el hombro y volvió deprisa a la cocina. Más voces, que provenían esta vez del comedor. El crepitar de una radio. Alguien exclamó con voz de pánico:


Sono scappati!

Un momento de ajetreo, seguido por pasos que se alejaban.

–Tienen radios –murmuró Pendergast.

Después de unos segundos, regresó corriendo a la cocina y cruzó el comedor. D'Agosta le seguía con el arma rebotándole en el hombro. Salieron a la galería central, con sus retratos ennegrecidos por el tiempo y sus lujosos tapices.

Se oían voces por delante.

–Por aquí –dijo Pendergast, señalando con la cabeza una pequeña puerta abierta.

Era la puerta de una antigua armería, con espadas, armaduras y cotas de malla oxidadas en las paredes. Pendergast descolgó una espada en silencio, la examinó, volvió a colgarla y bajó otra.

Las voces aumentaron de volumen. De repente un grupo de hombres pasó por delante de la puerta, corriendo a gran velocidad en dirección al comedor y la cocina.

Pendergast asomó la cabeza e hizo señas a D'Agosta.

Siguieron por la galería hasta penetrar en un laberinto de elegantes aposentos que desembocaba en las salas pequeñas, húmedas y casi ciegas situadas alrededor de la torre del homenaje. D'Agosta ya no oía más pasos, salvo los suyos. La suerte, al parecer, les sonreía. Nadie esperaba que se dirigieran al centro del castillo, sino a los muros exteriores.

Justo cuando se felicitaba, oyó una voz delante de ellos, una voz iracunda. Miró a su alrededor. La secuencia de habitaciones desnudas no ofrecía ningún escondrijo.

Pendergast se apresuró a colocarse detrás de la puerta, con D'Agosta acuclillado a sus espaldas. Un hombre apareció en el umbral con una radio en la mano. Pendergast levantó rápidamente su espada. El hombre gimió y se derrumbó en el suelo, manchando el pavimento de sangre.

Pendergast le quitó rápidamente la pistola, una Beretta de nueve milímetros. Luego dio la espada a D'Agosta y le indicó que le siguiese.

Tenían delante el paso a una escalera circular que descendía hacia la oscuridad. Se lanzaron por ella de dos en dos peldaños, hasta que Pendergast levantó una mano.

Subía un eco de pisadas. Alguien corría a su encuentro.

–Pero ¿cuántos rufianes tiene el gordo? –musitó D'Agosta.

–Supongo que todos los que quiera. No se mueva. Tenemos la ventaja de la sorpresa y la altura.

Pendergast apuntó con gran cuidado hacia la curva de la escalera.

Poco después apareció un hombre con ropa de campesino. Pendergast disparó sin vacilar, se arrodilló junto al cuerpo caído, cogió su pistola y se la lanzó a D'Agosta.

Alguien más gritaba desde abajo.


Carlo! Cosa c'è?

Pendergast bajó por la escalera como una exhalación, haciendo volar los faldones de su chaqueta destrozada, y se abalanzó sobre el segundo hombre, que salió disparado hacia atrás con una patada en la cabeza. Pendergast aterrizó con suavidad y se tomó el tiempo de coger la pistola de la mano de su víctima y guardarla en la cintura de sus pantalones.

Echaron a correr por un pasillo húmedo, en dirección opuesta a la escalera. D'Agosta oyó voces detrás. Pendergast apagó la linterna para no ofrecer un blanco fácil. Siguieron corriendo en una oscuridad casi total.

El túnel se bifurcaba. Pendergast se detuvo a examinar el suelo y el techo.

–¿Ve los excrementos? Los murciélago salen volando por aquí.

Tomaron por el túnel de la izquierda. De pronto apareció una lucecita a sus espaldas. Justo después oyeron un disparo, y el rebote de una bala en la piedra. D'Agosta se detuvo para contraatacar, frenando a sus perseguidores.

–¿Y el arma de microondas? –preguntó.

–No sirve de nada en una situación así. Es de efectos demasiado lentos, y no tiene el alcance necesario. Además, ahora no tenemos tiempo de averiguar cómo funciona.

El túnel volvía a bifurcarse. D'Agosta olió aire fresco, y distinguió poco después un vago resplandor. De repente, al segundo recodo, toparon con una reja de hierro macizo bañada por una luz intensa. D'Agosta vio que la reja se asomaba al precipicio de debajo del castillo. Al mirar al exterior reconoció la ladera empinada de la montaña, con un barranco muy profundo a la izquierda y una serie de cimas y riscos a la derecha.

–Mierda.

–Me esperaba algo así –dijo Pendergast. Examinó rápidamente los barrotes–. Antiguos, pero sólidos.

–¿Y ahora qué?

–A plantar cara. Cuento con su buena puntería, Vincent.

Pendergast se arrimó al último ángulo del túnel. D'Agosta hizo lo mismo. Los hombres se acercaban más deprisa. A juzgar por sus pasos, eran como mínimo una docena. D'Agosta se volvió, apuntó y disparó. Vio caer una silueta en la penumbra. Las demás se dispersaron, pegándose a las paredes de roca viva. De pronto se oyó una detonación, seguida por el tableteo de un arma automática: dos ráfagas cortas que acribillaron el techo y provocaron una lluvia de chispas y trocitos de piedra.

–¡Mierda! –dijo D'Agosta, encogiéndose sin querer.

–Vincent, manténgales a raya mientras veo si se puede hacer algo con estos barrotes.

D'Agosta se agachó lo máximo que pudo para asomar rápidamente la cabeza por la esquina y disparar. El arma automática contraatacó. Las balas volvieron a rebotar en el techo y percutieron dispersas por el suelo, no muy lejos de D'Agosta.

«Apuntan adrede para que reboten», pensó.

Sacó el cargador de la culata y lo examinó. Era una Beretta con cargador de diez balas, de las que quedaban seis, sin contar la de la recámara.

–Tenga, el cargador de recambio –dijo Pendergast, tirándoselo–. No desperdicie ni una sola bala.

D'Agosta le echó un vistazo. Estaba lleno. Disponía de diecisiete disparos.

Otra breve ráfaga de disparos de arma automática se desvió en el techo y mordió el suelo a poca distancia de sus pies.

«El ángulo de incidencia es igual al ángulo de refracción», recordó vagamente de sus clases de tiro. Disparó dos veces hacia la zona donde vio que rebotaban las balas. Siempre apuntaba hacia una zona de piedra lisa, estudiando el efecto con el máximo cuidado.

Oyó un grito. Un punto a favor de las matemáticas.

La respuesta fue una gran descarga de balas que rebotaban. D'Agosta rodó por el suelo justo a tiempo, mientras una docena de proyectiles golpeaba la parte del suelo de la que acababa de apartarse.

–¿Cómo va? –preguntó por encima del hombro.

–Más tiempo, Vincent. Déme tiempo.

Llovieron más balas y esquirlas.

Tiempo. D'Agosta no tenía más remedio que contraatacar de nuevo. Se arrastró hacia la esquina y asomó la cabeza. Un hombre había salido de la oscuridad y corría hacia una posición más próxima. La bala de D'Agosta le rozó y le hizo batirse en retirada con un grito.

Ahora era Pendergast quien disparaba a intervalos regulares. D'Agosta se volvió y vio cómo disparaba a la mampostería que afianzaba la reja.

Se produjeron más disparos, que agujerearon el suelo alrededor de D'Agosta. Este respondió con una de sus balas.

Pendergast había agotado las suyas.

–¡Vincent! –dijo.

-¿Qué?

–Tíreme su pistola.

–Pero...

–¡La pistola!

Pendergast la cogió, apuntó con cuidado y disparó a bocajarro en el cemento, donde estaban clavados los barrotes. Era un cemento viejo y blando, y los disparos estaban surtiendo efecto; aun así D'Agosta hizo una mueca, incapaz de no contar las balas desperdiciadas: una, dos, tres, cuatro... clic. Pendergast hizo saltar el cargador vacío y lo tiró. D'Agosta le dio el de recambio. Al otro lado de la esquina, el fuego se había intensificado. Disponían de muy poco tiempo antes de que se les echaran encima. Sonaron siete disparos más. Pendergast se puso en cuclillas y dijo:

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