Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
–Perdonadles, que no saben lo que hacen –dijo.
Había pasado el arrebato. Buck les había ordenado que se apartasen, y ellos obedecían.
Era el final.
D'Agosta sacó rápidamente su pistola y encañonó al conde, diciendo:
–¡Y una mierda!
El conde miró el arma con un suspiro de condescendencia.
–No sea tonto y suelte la pistola. ¡Pinketts!
El criado, que se había ido de la sala, volvió con una calabaza de gran tamaño en los brazos y la dejó frente a la chimenea.
–Sí, es verdad, con usted la demostración habría sido mucho más eficaz, sargento D'Agosta, pero lo habríamos dejado todo perdido.
Fosco siguió con el montaje del aparato.
D'Agosta retrocedió despacio, enfundando la pistola. Por alguna razón, sacar el arma le había dado fuerzas. Tanto él como Pendergast estaban armados. En cuanto las cosas se pusieran feas, no vacilaría en cargarse al conde o a Pinketts. De hecho no tenía la impresión de que hubiera más criados, salvo los de la cocina. Claro que con el conde las apariencias engañaban...
–Listo. –Fosco levantó la máquina, que una vez ensamblada parecía un rifle grande, casi todo de acero inoxidable, con una antena bulbosa en una punta y un cañón con una docena de botones e indicadores en la otra–. Como les iba diciendo, me di cuenta de que tenía que matar a Grove y Cutforth de una manera que desorientara a la policía. Había que usar el calor, naturalmente, pero ¿cómo? Incendiar la casa, hervirlos... Demasiado vulgar. Tenía que ser algo misterioso, inexplicable. Entonces me acordé del fenómeno que se conoce como combustión humana espontánea. ¿Sabe que el primer caso documentado lo tuvimos aquí, en Italia?
Pendergast asintió con la cabeza.
–La condesa Cornelia.
–La condesa Cornelia Zangan de'Bandi di Cesena. Muy dramático. Me pregunté cómo reproducir ese terrible efecto, y me acordé de las microondas.
–¿Microondas? –repitió D'Agosta.
El conde le obsequió con una sonrisa de condescendencia.
–Sí, sargento, igualito que el que tiene usted en la cocina. Las microondas se ajustaban a mis necesidades como un guante. Queman desde dentro hacia fuera, y se pueden enfocar como la luz para quemar un cuerpo, dejando intacto el resto del entorno, por poner un simple ejemplo. Las microondas calientan el agua mucho más selectivamente que los materiales secos o las grasas; por lo tanto, quemarían un cuerpo húmedo antes de calentar las alfombras o los muebles. Por no hablar de su efecto ionizador y calentador sobre los metales con cierto número de electrones de valencia.
Fosco acarició su aparato y lo dejó en la mesa de al lado.
–Como sabe, señor Pendergast, soy un manitas. Me encantan los desafíos. Construir un transmisor de microondas con los vatios necesarios es bastante fácil. El problema era la fuente de energía, pero J.G. Farben, una empresa alemana que tuvo relaciones con mi familia durante la guerra, fabrica una magnífica combinación de condensador y batería capaz de suministrar la carga requerida.
D'Agosta echó un vistazo al aparato de microondas. Casi parecía un juguete, parte del atrezo de una vieja película de ciencia ficción.
–Como arma bélica no tendría futuro. En teoría su alcance máximo es inferior a los siete metros, y su efecto es bastante lento. Sin embargo, se ajustaba perfectamente a mis necesidades. Me divertí bastante puliendo los detalles. Sacrifiqué muchas calabazas, sargento D'Agosta. Al final hice una prueba con ese pedófilo de Pistola, el de la tumba que abrieron, y no salió muy bien. El cuerpo humano tarda mucho más en calentarse que las calabazas. Entonces reconstruí el aparato en una versión perfeccionada, y al usarlo con el pobre Grove obtuve mejores resultados. No fue suficiente para prenderle fuego, pero sirvió, sirvió. Luego lo dispuse todo a mi antojo, recogí los bártulos y me fui dejándolo todo cerrado con llave y encendiendo la alarma. Con Cutforth todavía fue más fácil. Ya les he dicho que Pinketts había alquilado el apartamento de al lado, y que estaba haciendo «reformas». ¡Pobre, qué bien quedaba como provecto caballero inglés, encorvado y con bufandas contra el frío!
–Ahora me explico que no pudieran identificar al sospechoso de las cámaras de vigilancia –dijo D'Agosta.
–Pinketts tiene experiencia como actor de teatro, algo que suele serme muy útil. Bueno, el caso es que esta arma funciona de maravilla con paredes secas y tacos de madera. Sepa, mi querido Pendergast, que las microondas poseen la maravillosa propiedad de penetrar en la pared seca como si fuera vidrio, mientras no contenga nada húmedo ni metálico. Como es obvio, no podía haber clavos metálicos en la pared divisoria de los dos apartamentos, ya que el metal absorbe las microondas y el calor habría provocado un incendio, pero Pinketts abrió nuestra parte del muro, retiró los clavos y los sustituyó por espigas de madera. Después volvió a tapar la pared e hizo creer que formaba parte de las reformas. Fue el propio Pinketts quien hizo los honores con Cutforth mientras yo estaba con usted en la ópera. ¿Qué mejor coartada que pasar la velada del asesinato con el propio detective?
Fosco tembló de silenciosa alegría.
–¿Y el olor a azufre?
–Sulfuro y fósforo quemados en un incensario e inyectados a través de la pared por las grietas de alrededor de las molduras.
–¿Cómo grabó las imágenes en la pared?
–La huella de pezuña de la casa de Grove fue hecha directamente, enfocando el microondas. La imagen del apartamento de Cutforth tuvo que hacerse de modo indirecto, ya que Pinketts no pudo introducirse en el apartamento. Se enfocó el aparato a través de una máscara. Fue un poco más complicado, pero funcionó. Quemó la imagen a través de la pared. Brillante, ¿verdad?
–Usted está enfermo –dijo D'Agosta.
–Soy un manitas. No hay nada que me guste tanto como resolver pequeños problemas que se me resisten. –Sonrió con una mueca horrible y cogió el aparato–. Ahora apártense, por favor, que tengo que ajustar el radio del haz. ¡No sea que nos quememos nosotros, además de la calabaza!
Fosco levantó el cachivache, se puso la cinta de cuero en el hombro, apuntó hacia la calabaza y manipuló algunos botones, antes de apretar una especie de gatillo rudimentario. D'Agosta le observaba con una mezcla de horror y fascinación, pero solo oyó un zumbido procedente del condensador.
–En este momento el aparato está partiendo de la graduación más baja. Si la calabaza fuera nuestra víctima, empezaría a experimentar un cosquilleo sumamente desagradable en la barriga y la piel.
La calabaza permanecía intacta. Fosco giró un disco, haciendo que el zumbido aumentase un poco.
–Ahora nuestra víctima está chillando. El hormigueo se ha vuelto insoportable. Me imagino que ha de ser como tener la barriga llena de avispas que no dejan de picar. También empezaría a tener la piel reseca y ampollada. El calor de los músculos no tardaría en activar las neuronas y hacer que las extremidades se movieran espasmódicamente, tumbándole en el suelo y provocando convulsiones. Su temperatura interna está subiendo. En pocos segundos estará retorciéndose en el suelo, mordiéndose o tragándose la lengua.
Un grado más en el dial. Apareció una ampolla en la piel de la calabaza, que pareció reblandecerse y hundirse un poco. Después se oyó un ruidito y la calabaza se resquebrajó de arriba abajo, soltando un chorro de vapor.
–Ahora nuestra víctima está inconsciente. Le quedan pocos segundos de vida.
La fisura se ensanchó con una especie de borboteo interno. De repente, con un ruido viscoso, la grieta expulsó un chorro de una pasta anaranjada que se derramó humeante por el suelo.
–Sobran comentarios. A estas alturas nuestra víctima ya ha muerto. Sin embargo, todavía falta lo más interesante.
Empezaron a aparecer ampollas por toda la superficie de la calabaza. Algunas reventaban, soltando nubecitas de vapor; otras se partían y vertían un fluido naranja.
Otro grado en el dial.
La calabaza se abrió por otro lado con un nuevo chorro de pulpa y semillas hirviendo, que se derramó en forma de pasta viscosa. La calabaza se hundió y se oscureció un poco más, mientras su pedúnculo se volvía negro y desprendía humo. Las grietas escupieron más líquido y semillas, acompañados por chorros de vapor, hasta que de pronto las semillas empezaron a explotar, con las correspondientes detonaciones. Parecía que el fruto se estuviera endureciendo. Un olor a carne quemada de calabaza llenó la sala. De pronto, con un brusco «¡paf!», la calabaza empezó a arder.
–
Ecco!
Lo hemos logrado. Nuestra víctima se quema. Aun así, si pusieran la mano en la piedra de al lado de la calabaza, comprobarían que apenas está caliente.
Fosco bajó el aparato. La calabaza siguió quemándose y chisporroteando, mientras las llamas lamían el pedúnculo y un humo negro y fétido se elevaba lentamente.
–¿Pinketts?
Raudo, el criado cogió una botella de
acqua minerale
de la mesa de la cena y la vació sobre la calabaza. Después, mediante un hábil puntapié, mandó los restos a la chimenea, alimentó el fuego con algunas ramas y volvió a su rincón.
–Maravilloso, ¿verdad? Sin embargo, les aseguro que es mucho más dramático con un cuerpo humano.
–¿Sabe que está usted como una puta cabra? –dijo D'Agosta.
–Oiga, Pendergast, su amigo está empezando a molestarme.
–Señal de que tiene muchas virtudes –repuso Pendergast–. Pero creo que esto ya ha durado bastante. Ha llegado la hora de que vayamos al grano, o a lo que queda de él.
–Claro, claro.
–He venido a proponerle un trato.
–Por supuesto.
El labio de Fosco se contrajo cínicamente. Pendergast le dirigió una mirada impenetrable, dejando que el silencio se alargara.
–Usted confesará por escrito todo lo que nos ha contado esta noche, firmará la confesión y me entregará su diabólico aparato como prueba. Yo le acompañaré a los carabinieri, que le detendrán. Será juzgado por los asesinatos de Locke Bullard y Cario Vanni, y por complicidad en el asesinato del cura. Teniendo en cuenta que en Italia no existe la pena capital, lo más probable es que pase veinticinco años de reclusión y salga a los ochenta años para vivir el resto de sus días en paz, siempre y cuando sobreviva a la cárcel. Hasta aquí su parte del trato.
Fosco sonrió con incredulidad al escucharle.
–¿Ya está? ¿Y usted? ¿Qué me da a cambio?
–Su vida.
–No sabía que estuviera en sus manos, señor Pendergast. Tengo la impresión de que es al revés.
D'Agosta vio moverse algo con el rabillo del ojo. Pinketts había sacado una Beretta de nueve milímetros y les apuntaba con ella. La mano del sargento se acercó a su pistola y abrió la funda.
Pendergast le detuvo con un gesto de la cabeza, antes de sacarse un sobre del bolsillo.
–El príncipe Corso Maffei ha recibido una carta idéntica a esta, con instrucciones de abrirla dentro de veinticuatro horas si para entonces no he vuelto a recogerla.
El conde palideció al oír el nombre de Maffei.
–Usted, Fosco, pertenece a una sociedad secreta que lleva el nombre de Comitatus Decimus, la Compañía de los Diez. Como miembro de esta sociedad, que se remonta a la Edad Media, heredó una serie de documentos, fórmulas y manuscritos que obran en su poder. Usted ha abusado varias veces de esa custodia, sobre todo el treinta y uno de octubre de 1974, cuando aprovechó dichos instrumentos para organizar una falsa ceremonia con el objetivo de asustar a un grupo de estudiantes norteamericanos. Después ha intentado remediarlo con los asesinatos.
La palidez se había convertido en manchas de rabia.
–Esto es absurdo, Pendergast.
–Sabe perfectamente que no. Pertenece al Comitatus Decimus en virtud de su título. No le dejaron elegir. Es miembro desde que nació. De joven no se lo tomaba en serio. Le parecía cómico. Solo comprendió la gravedad de su error con el paso de los años.
–Simples bravatas. Una burda tentativa de salvar el cuello.
–Haría bien en preocuparse por el suyo. Ya sabe cómo acaban los que infringen el pacto de silencio de la sociedad. ¿Se acuerda de lo que le pasó al marqués Meucci? Los diez hombres que encabezan el Comitatus tienen muchísimo dinero y poder, y un brazo extremadamente largo. Le encontrarán, Fosco. Lo sabe muy bien.
Fosco se limitó a mirarle fijamente.
–Repito que salvaré su vida recogiendo la carta, pero no antes de haber recibido su confesión firmada y haberle acompañado a los carabinieri. El violín puede quedárselo. A fin de cuentas, es suyo. Si reflexiona, verá que el trato es justo.
Fosco abrió la carta con una de sus manos regordetas y empezó a leerla. Al cabo de un momento levantó la cabeza.
–¡Esto es una infamia!
Pendergast se limitó a observar cómo reanudaba la lectura del documento con un visible temblor en las manos.
Mientras asistía a la conversación, D'Agosta empezó a entenderlo todo. Ahora se explicaba la gestión matinal de Pendergast, a la que el agente se había referido como un «seguro»: había dejado la carta en manos del príncipe Maffei. En cuanto al cómo y el porqué de todo el montaje, D'Agosta lo ignoraba, pero seguro que se enteraría a su tiempo. En todo caso, lo más importante era el alivio que sentía. Una vez más, Pendergast salvaba el cuello de los dos.
El conde bajó bruscamente el documento. Estaba lívido.
–¿Cómo se ha enterado? ¡Eso significa que el pacto de silencio del Comitatus ya lo ha roto alguien! ¡Quien tiene que pagar es esa persona, no yo!
–Me enteré exclusivamente por usted. No necesita más explicaciones.
Se notaba que Fosco hacía un gran esfuerzo por dominarse. Dejó la carta sobre la mesa y miró a Pendergast.
–Muy bien; me esperaba una jugada de órdago, pero este golpe es francamente meritorio. ¿Veinticuatro horas, dice? Pinketts les acompañará a sus aposentos mientras medito mi respuesta.
–Y una mierda –dijo D'Agosta–. Nosotros nos vamos. Cuando esté listo para entregar su confesión, nos llama a nuestro hotel.
Echó un vistazo a Pinketts, que les apuntaba con su pistola moviendo el cañón de un lado a otro, y supo que sería capaz de meterle una bala en el cuerpo sin darle tiempo a reaccionar, siempre y cuando calculara bien.
–He dicho que vayan a sus aposentos y esperen mi respuesta –dijo en un tono imperioso el conde.
Como nadie se movía, hizo un gesto casi imperceptible a Pinketts.