La mano del diablo (65 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Vamos a darle una patada los dos juntos. A la de tres.

La reja recibió un fuerte golpe, pero no se movió.

Pendergast disparó dos veces más y se guardó la pistola en la cintura del pantalón.

–Otra patada. Ahora desde el suelo.

Se tumbaron de espaldas, levantaron las piernas y golpearon la reja al mismo tiempo.

Se movió.

Otra vez, otra... y se soltó, cayendo por el precipicio entre rocas y piedras.

Se asomaron al borde. Había como mínimo quince metros de pared de roca hasta el punto en que arrancaba la pendiente.

–Mierda –murmuró D'Agosta.

–No hay alternativa. Tire el aparato. Procure que caiga entre arbustos, o en el sitio más blando posible. Luego empiece a escalar.

D'Agosta se inclinó hacia el precipicio y arrojó el dispositivo de microondas hacia un espeso matorral. Después, haciendo de tripas corazón, se volvió y empezó a bajar por el borde. Se deslizó lentamente sin soltar el cemento de la reja, hasta que encontró un apoyadero para los pies. Entonces bajó un poco más y repitió la operación. Tardó poco tiempo en quedar con la cabeza por debajo del nivel del túnel y las manos en la roca.

De pronto Pendergast llegó a su altura.

–Baje en diagonal. Así verá mejor los apoyaderos y no será un blanco tan fácil.

La pared era de caliza estratificada, y a pesar de su terrible verticalidad ofrecía abundantes asideros y apoyaderos. Seguro que a un escalador profesional le habría planteado pocas dificultades, pero D'Agosta estaba aterrorizado. Sus pies resbalaban constantemente, y sus zapatos de suela de piel le ayudaban muy poco.

Siguió bajando con cuidado, alternando las manos y haciendo lo posible por no tocar las rocas afiladas con su dedo herido. Pendergast, escalador veloz, se encontraba mucho más abajo.

Oyeron un eco de disparos sobre sus cabezas, seguido por una descarga tremebunda que dejó paso al silencio, y luego a varias voces:

–Eccoli! Di la!

Al mirar hacia arriba, D'Agosta vio unas cuantas cabezas asomadas al vacío. De pronto apareció una mano con una pistola que le apuntaba directamente. Ofrecía un blanco perfecto. Era hombre muerto.

La pistola de Pendergast disparó desde abajo: la última bala. El tirador la recibió en la frente y se tambaleó, antes de emprender un vuelo silencioso hacia las rocas de abajo. D'Agosta apartó la vista y reanudó su descenso lo más deprisa que pudo.

Arriba, en la boca del túnel, algo volvía a moverse. Vio cómo otra figura se asomaba con cautela. Esta vez lo que llevaba en la mano era el arma automática. Reconoció la forma achaparrada de una Uzi.

Se pegó a la roca. Pendergast había desaparecido. ¿Dónde se había metido?

Oyó varias ráfagas cortas y el zumbido de las balas del Uzi. Justo cuando tanteaba el vacío con el pie, se percató de que solo le protegía un pequeño saliente de roca, y de que si volvía a moverse quedaría al descubierto.

Se lo confirmó otra ráfaga de disparos. Estaba acorralado.

–¡Pendergast!

No hubo respuesta.

Más tiros, que le clavaron esquirlas de piedra en la cara. Movió una pierna.

A la siguiente ráfaga sintió que una bala rozaba su zapato y retiró la pierna. Estaba respirando demasiado deprisa, a bocanadas, con las manos crispadas en el minúsculo asidero. Más disparos y fragmentos de piedra.

Estaban horadando el saliente de encima. Aunque no se moviera, acabarían cazándole. Sintió cómo un hilo de sangre resbalaba por su mejilla, debido a alguno de los cortes que le provocaron las esquirlas.

De pronto oyó un disparo, provenía de abajo. Después un grito. Se despeñó otro hombre acompañado por la Uzi.

Pendergast. Debía de haber llegado al pie del precipicio y se había apoderado del arma del muerto.

Empezó a bajar, resbalando varias veces de puro pánico. Los disparos desde abajo se multiplicaron. Era Pendergast, que le cubría, despejando la boca del túnel.

La pared empezó a perder su verticalidad. Los últimos seis o siete metros los bajó casi resbalando. De repente estaba de pie en lo más alto de un pedregal, empapado de sudor, con el corazón desbocado y las piernas como si fuesen de gelatina. Pendergast estaba en cuclillas detrás de una roca, disparando de nuevo hacia la boca del túnel.

–Coja el aparato y vámonos –dijo.

D'Agosta se incorporó, bajó corriendo hasta el matorral y recogió el arma. Tenía una muesca en uno de los bulbos, y presentaba un aspecto algo sucio y arañado, pero por lo demás no parecía haber sufrido daños. Se la colgó del hombro y corrió a esconderse entre los árboles. Pendergast se reunió con él poco después.

–Abajo, a la carretera de Greve.

Echaron a correr por la ladera, saltando sobre las raíces de los castaños mientras el ruido de disparos se amortiguaba.

De repente Pendergast dejó de correr.

En el silencio, D'Agosta oyó un sonido que llegaba desde abajo y se intensificaba. Eran ladridos de perros.

Muchos perros.

Ochenta y dos

Tras unos segundos de atención, Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–Los perros que usa el conde para la caza del jabalí. Vienen de abajo, con los perreros.

–Dios mío...

–Están adiestrados para desplegarse en una línea impenetrable, acorralar a su presa y rodearla. No tenemos más alternativa que subir al otro lado de la montaña. Es nuestra única oportunidad de huir.

Dieron media vuelta y empezaron a trepar en diagonal por la cuesta, alejándose del castillo. Era una subida muy dura por la abundancia de zarzas entre los castaños y porque el suelo estaba húmedo, resbaladizo por las hojas. D'Agosta oyó los ladridos de los perros. A juzgar por la que armaban, debían de ser varias docenas. El eco reverberaba nítidamente de punta a punta del valle. Parecían acercarse.

Después de una parte especialmente abrupta del bosque, llegaron a una cuesta más suave, con viñas y hojas amarillas en el aire otoñal. Subieron sin aliento por una de las hileras de vides, tropezando con la tierra levantada y llenándose los zapatos de barro pegajoso.

No cabía duda: los perros les estaban dando alcance.

Al llegar al final del viñedo, Pendergast paró un segundo para reconocer la zona. Se encontraban en un pasillo entre dos crestas que se estrechaba hacia la cumbre, situada más o menos a un kilómetro. El castillo quedaba a sus pies, oscuro y severo en su peñasco.

–Venga, Vincent, que no hay ni un segundo que perder.

Al final del viñedo había otro castañar frondoso y empinado. Lo cruzaron a trancas y barrancas, desgarrándose aún más la ropa con las zarzas. De pronto apareció ante ellos un muro en ruinas que pertenecía a una antigua
casa colonica
infestada de zarzas. Dejaron atrás las ruinas y las edificaciones, y entraron en un claro cubierto de maleza. Pendergast hizo otra pausa para examinar el último tramo.

D'Agosta tenía el corazón a punto de explotar. El aparato de microondas era un peso muerto en su hombro. Mientras recuperaba el aliento, miró hacia abajo y vislumbró un grupo de perros corriendo y ladrando. Estaban estrechando el cerco. Ya era posible oír los silbidos y los gritos de los perreros.

Pendergast miraba atentamente la parte de la cuesta en que el pasillo, acercándose a la cumbre, se estrechaba.

–Veo un brillo metálico.

–¿Hombres?

Asintió con la cabeza.

–¿Alguna vez ha cazado jabalíes?

–No.

–Pues es como nos están cazando, como jabalíes. Allí arriba, donde se estrecha la garganta, seguro que hay cazadores parapetados. Calculo que no pueden ser menos de una docena. Tienen a tiro toda la parte superior de la montaña. –Asintió como si diera su aprobación–. Es la típica caza. Los perros levantan a los jabalíes y los hacen subir por un valle que se estrecha progresivamente hasta una cresta, donde los animales no tienen más remedio que quedar al descubierto. Entonces son abatidos por los cazadores.

–¿Qué hacemos?

–Lo contrario de los jabalíes. En vez de huir de los perros, seguiremos una trayectoria lateral.

Se volvió y corrió por la ladera en ángulo recto respecto al sentido de la cuesta, siguiendo las ondulaciones del terreno. Los ladridos se acercaban. El efecto del relieve sobre el eco hacía que parecieran llegar de todas partes.

Quedaba menos de un kilómetro de cuesta. Sacando fuerzas de flaqueza, D'Agosta pensó que si lograban llegar al otro lado podrían sacar ventaja a los perros y volver a descender, pero el bosque, cada vez más frondoso y vertical, obstaculizaba su carrera. Llegaron al borde de un barranco pequeño pero muy abrupto, con un torrente que se precipitaba por un lecho de rocas afiladas. Al otro lado, a una distancia de unos seis o siete metros, se erguía un precipicio cubierto de musgo. No se podía pasar.

Pendergast se volvió. Ahora los perros parecían estar muy cerca, hasta el punto de que D'Agosta oía el ruido de las ramas y distinguía los exabruptos de los perreros.

–No podemos cruzar este barranco –dijo Pendergast–. Eso significa que solo nos queda una posibilidad: seguir subiendo y tratar de infiltrarnos entre los cazadores.

Sacó la pistola que le había quitado al tirador que se cayó por el precipicio y miró el cargador.

–Quedan tres balas –dijo–. Vamos. Reanudaron el ascenso. A D'Agosta le parecía increíble seguir caminando, pero la adrenalina (y el horrible ladrido de los perros de caza) le impulsaba a hacerlo.

Al cabo de unos minutos, la frondosidad se aclaró y dejó que se filtrase más luz. Se pusieron en cuclillas y siguieron a rastras, lentamente. Más adelante, el bosque se convertía en una sucesión de prados y hondonadas llenas de maleza. El disgusto dejó a D'Agosta sin respiración. La maleza de las hondonadas era impenetrable; los prados, por su parte, eran pura hierba, con algunos árboles dispersos. Quedaba casi medio kilómetro de subida entre dos crestas rocosas, hasta llegar a una cima pelada. Era como una galería de tiro.

Pendergast dedicó como mínimo un minuto a examinar la cumbre, pese a la rapidez con que se acercaban los perros, y negó con la cabeza.

–Es inútil, Vincent; seguir subiendo sería un suicidio. Arriba habrá demasiados hombres, y seguro que han cazado jabalíes por estos montes desde que eran pequeños. No podemos pasar.

–¿Está seguro? De que haya hombres arriba, quiero decir...

Pendergast asintió observando la cresta.

–Desde aquí veo como mínimo media docena, y a saber cuántos se esconden detrás de las rocas. –Calló, pensativo. Luego dijo muy deprisa, como si hablara solo–: Por este lado y por arriba el cerco ya se ha cerrado. Hacia abajo no podemos ir. Sería imposible cruzar la línea de perros.

–¿Está completamente seguro?

–A esos perros no podría esquivarlos ni un jabalí macho de cien kilos atravesando la maleza a cincuenta kilómetros por hora. En cuanto el jabalí llega a la línea, los perros convergen hacia él y...

Enmudeció y miró a D'Agosta con los ojos brillantes.

–¡Claro, Vincent! Sí que hay una salida. Escúcheme, ahora bajaré directamente por la cuesta. Cuando llegue a la línea de perros, sus ladridos atraerán a los demás, y se agrupará toda la jauría. Mientras tanto, usted se desplazará lateralmente unos doscientos metros, lo más deprisa que pueda, y a continuación bajará lentamente por el monte. Repito, lentamente. Cuando oiga los ladridos de los perros al acorralarme (un sonido inconfundible), sabrá que he llegado a la línea y que me están rodeando. Cuando los perros se junten, la línea se romperá. Será el momento en que usted podrá pasar. No habrá ninguno más. ¿Me explico? Esté atento al momento en que cambien los ladridos. Cuando cruce la línea, vaya directamente a la carretera de Greve.

–¿Y usted?

Pendergast enseñó la pistola.

–¿Con tres balas? Imposible.

–Es la única manera.

–Pero ¿dónde nos reuniremos? ¿En la carretera de Greve?

Pendergast negó con la cabeza.

–No me espere. Vaya a buscar al
colonnello
y vuelva lo antes posible con el máximo de refuerzos. Insisto, el máximo. ¿Me entiende? Llévese la máquina, porque tendrá que convencerle.

–Pero...

D'Agosta se calló. Acababa de entender toda la gravedad del plan de Pendergast.

–Y un carajo –dijo–. Iremos juntos.

Los ladridos se acercaban.

–Solo puede pasar uno de los dos. Es la única posibilidad. ¡Váyase!

–De eso nada. Me niego. No pienso dejarle con los perros y...

–¡Vincent, por Dios, le digo que se vaya!

Fueron las últimas palabras del agente antes de volverse y bajar por la ladera.

–¡No! –exclamó D'Agosta–. ¡Nooo...!

Pero ya era demasiado tarde.

Se quedó paralizado, clavado al suelo por la incredulidad. La silueta negra y espigada de Pendergast brincaba por el monte como un gato, con la pistola en alto. De repente desapareció entre los árboles.

No le quedaba otra opción que seguir el plan. Empezó a caminar como un robot por la montaña. Después de unos trescientos metros en sentido lateral, cambió de dirección y se dispuso a bajar.

Se detuvo de golpe. Delante, al pie de un espolón rocoso, entre los árboles, había un hombre. Desde cualquier otro ángulo le habría ocultado el espolón. Miraba a D'Agosta sin moverse.

«¡Ay, mi madre! –pensó D'Agosta–. De esta no salgo.»

Estuvo a punto de coger el aparato de microondas, pero se lo pensó mejor. No estaba armado. Al menos no se le veía ningún arma. Era mejor abordar esa situación con los puños. Se dispuso a abalanzarse sobre él.

De pronto vaciló. Aunque fuera vestido de campesino, no se parecía al resto de los esbirros de Fosco. Era muy delgado y muy alto, unos diez centímetros más que Pendergast, con una barba muy corta y una mirada extraña. Sus ojos no eran del mismo color. El izquierdo era marrón claro y el derecho intensamente azul.

«Quizá sea de por aquí –pensó D'Agosta–, o un cazador furtivo, no sé... ¡Pues vaya momento para salir a pasear! ¡No te jode!»

De repente se acordó de los perros, que seguían ladrando como antes, a intervalos regulares.

No podía perder más tiempo. El hombre le había dado tranquilamente la espalda, sin demostrar ningún interés. D'Agosta empezó a bajar despacio, esperando oír un cambio en los ladridos. Al mirar por encima del hombro, vio que el desconocido seguía sin moverse, pero que observaba atentamente hacia abajo.

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