La mano del diablo (67 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Tomó una de esas escaleras. Hacía frío y las paredes estaban viscosas debido a la humedad. Caminó aún más despacio. Los escalones, cortados a mano, eran resbaladizos. Nadie le oiría gritar si se caía.

La escalera terminaba en un dédalo de angostas bodegas con vetustas paredes de ladrillo sembradas de nichos, cada uno de ellos con un esqueleto: un lejano antepasado o un aliado caído en alguna guerra de hacía mil años (lo más probable, en vista del gran número de esqueletos, era lo segundo). Casi no se podía respirar. La llama de la antorcha parpadeó cada vez más a lo largo del sinuoso recorrido.

Allí abajo, en el corazón del laberinto, las antiguas paredes eran cada vez más toscas. El conde pasó por varios sitios donde se habían derrumbado, dejando un montón de ladrillos y la roca al desnudo. Había tantos esqueletos que parecían abandonados de cualquier manera a las ratas, que habían mordido y dispersado los huesos.

Fosco llegó al final del subterráneo, donde la oscuridad era tan densa e impenetrable que la antorcha no servía prácticamente de nada. Dio otro paso y la movió con cautela hacia el último nicho.

El parpadeo de la llama reveló la figura del agente Pendergast con la cabeza apoyada en el pecho. Tenía el rostro lleno de arañazos y una docena de heridas que sangraban. Su traje negro, tan impoluto de costumbre, estaba sucio y hecho trizas, con la chaqueta tirada por el suelo, y los zapatos ingleses (hechos a medida) cubiertos de barro toscano. El agente parecía haber perdido la conciencia. Lo único que le impedía derrumbarse en el suelo a los pies de Fosco era una pesada cadena que le ceñía el pecho, y que a su vez colgaba de dos argollas de hierro (una de ellas con un candado) clavadas al muro de caliza. Pendergast tenía los brazos caídos, con una cadena en cada muñeca, para que no pudiera separarlas del fondo del nicho.

El primer movimiento de la antorcha de Fosco había sido de extrema prudencia. Sabía que su contrincante no debía ser subestimado, ni siquiera en un momento así, cuando era obvio que no estaba en situación de moverse ni de defenderse. El conde volvió a acercar la antorcha con mayor valentía.

Cuando la llama pasó ante su rostro, Pendergast se movió un poco y entreabrió los párpados. Fosco retrocedió al instante.

–¿Agente Pendergast? –dijo con gran suavidad–. Aloysius, ¿está despierto?

Pendergast no contestó, pero seguía con los ojos abiertos. Movió débilmente los brazos y flexionó las manos, cargadas de grilletes.

–Lo siento muchísimo, pero creo que las cadenas son necesarias. No tardará en comprenderlo.

A falta de respuesta, el conde siguió hablando.

–Me imagino que estará débil y que apenas podrá moverse. También es posible que experimente cierto grado de amnesia. El fenobarbital puede tener ese efecto. Me pareció la manera más fácil de traerle al castillo sin esfuerzos innecesarios. Permítame, pues, que le refresque la memoria. Usted y el bueno del sargento D'Agosta se cansaron de mi hospitalidad y quisieron marcharse. Como es natural, yo me opuse y tuvimos un enfrentamiento muy desagradable, en el que lamento decir que perdió la vida mi amadísimo Pinketts. Usted había dejado en custodia cierto papel que me vi obligado a recuperar. Después se produjo su tentativa de escapatoria. El sargento D'Agosta, siento decirlo, la coronó con éxito, pero lo importante es que usted, querido agente Pendergast, ha regresado. ¡Vuelve a estar a buen recaudo en el seno de Castel Fosco! E insisto en que se quede como invitado. No aceptaré una negativa.

Fosco dejó la antorcha con cuidado en un aplique de hierro.

–Le ruego me disculpe por la modestia del hospedaje, aunque debo decir que estas salas no carecen de encanto natural. ¿Se ha fijado en el entramado blanco que luce en las paredes de la cueva? Es nitrito, mi querido Pendergast. Si hay alguien sensible a la alusión literaria, debería de ser usted, y tendría que ayudarle a entender lo que vendrá.

El conde metió una mano en su cintura y sacó lentamente una paleta, como si quisiera subrayar sus palabras.

Al verla, los ojos de Pendergast, apagados y atontados por la droga, brillaron fugazmente.

–¡Aja! –exclamó el conde–. ¡Conque lo entiende! Entonces no perdamos más tiempo.

Se volvió y apartó un montón de huesos, dejando a la vista una gran cantidad de cemento recién hecho. Después usó la paleta para aplicar una gruesa capa de cemento en el borde del nicho. Seguidamente se acercó a una de las montañas de ladrillos y los trajo de dos en dos hasta la hornacina para alinearlos con cuidado encima del cemento. En pocos minutos quedó formada la primera hilera de ladrillos. Fosco empezó a aplicar otra capa de cemento por encima.

–¡Qué maravilla de ladrillos! –dijo, mientras trabajaba–. Son de hace muchos siglos, y están hechos con la propia arcilla de la montaña. Fíjese, fíjese qué solidez. ¡A mí que no me vengan con esa birria de ladrillos ingleses! He puesto mucha cal en el cemento, casi dos partes por una de arena, pero es que quiero que su última morada sea lo más sólida posible. Quiero que dure siglos y siglos, querido Pendergast. ¡Que dure hasta que suenen las trompetas del Juicio Final!

Pendergast no dijo nada, pero sus ojos habían perdido ese velo producido por la droga y observaban la labor de Fosco con un estoicismo casi felino (aunque Fosco se preguntó si estoicismo era la palabra más indicada). Al terminar la segunda hilera de ladrillos, el conde sostuvo la mirada de su víctima.

–Hacía bastante tiempo que lo preparaba –dijo–. Mucho tiempo, si he de serle sincero. El día en que nos conocimos (en el servicio fúnebre de Jeremy Grove, donde contrastamos opiniones sobre la tabla de Ghirlandaio), me di cuenta de que era el adversario de mayor enjundia con quien me había enfrentado.

Aguardó, pero en vista de que Pendergast seguía sin hablar, ni mover nada salvo los párpados, siguió trabajando. Un arranque súbito de ira le dio suficiente energía para colocar la tercera, cuarta y quinta hileras de ladrillos.

Después de fijar en su sitio el último ladrillo de la sexta hilera, hizo otra pausa. Ya se le había pasado el enfado. Volvía a ser el Fosco de siempre. El muro, mientras tanto, llegaba a la cintura de Pendergast. El conde apartó los faldones de su chaqueta y se sentó delicadamente sobre el montón de ladrillos a descansar, con una mirada casi afable para su prisionero.

–Habrá observado que sigo el aparejo flamenco, alternando los ladrillos a lo ancho y a lo largo –dijo–. Queda bonito, ¿eh? No sé, quizá se me hubiera dado bien el oficio de albañil... Claro que construir un muro así lleva su tiempo. Considérelo mi último regalo. El de despedida. Piense que una vez colocado el último ladrillo la cosa no tardará mucho; entre uno y dos días, dependiendo del aire que se filtre por estos antiguos muros. No soy un sádico. Su muerte no se demorará más de lo necesario, aunque supongo que asfixiarse lentamente en la oscuridad no es precisamente el colmo de la clemencia. En fin, qué le vamos a hacer...

Siguió sentado para recuperar el aliento, y añadió con un tono casi pensativo:

–No crea que me tomo esta responsabilidad a la ligera, señor Pendergast; comprendo que emparedarle aquí significa privarnos de un gran intelecto, y que el mundo será más aburrido sin usted, pero también resultará más seguro, al menos para mí y mis semejantes, los que prefieren vivir libres de las restricciones ideadas por sus inferiores.

Echó un vistazo al interior del nicho, que con el muro a medias quedaba sumido en una profunda oscuridad. Lo único que reflejaba la linterna eran las facciones enjutas del rostro ensangrentado de Pendergast.

La mirada del conde se volvió interrogante.

–¿Qué, nada? Bueno, pues sigamos.

Se levantó.

Las siguientes tres hileras fueron puestas en silencio. Cuando Fosco colocó en su sitio el último ladrillo de la novena y empezó a aplicar cemento fresco por encima, Pendergast se decidió a hablar. El muro había llegado a la altura de sus ojos claros, lo que hizo que su voz resonase en el interior del nuevo sepulcro.

–No lo haga –dijo con una voz que había perdido la meliflua y casi perezosa precisión que la caracterizaba.

Fosco sabía que era un efecto secundario del fenobarbital.

–¡Pero si ya está hecho, mi querido Pendergast!

Y, tras limpiar el cemento sobrante, regresó a la montaña de ladrillos.

Cuando Pendergast volvió a hablar ya estaba puesta la décima hilera.

–Tengo que hacer algo, se trata de una tarea pendiente de gran importancia para el mundo. Un miembro de mi familia tiene la capacidad de provocar un desastre. Debe permitirme que se lo impida.

Fosco interrumpió su labor para escucharle.

–Déjeme terminar esa tarea y volveré. Entonces podrá... eliminarme como mejor le parezca. Le doy mi palabra de caballero.

Fosco se rió.

–¿Qué se cree, que soy tonto? ¿Quiere que me crea que volverá por su propio pie, como Régulo a Cartago, para perder la vida? ¡Bah! Y, aunque cumpliera su palabra, ¿cuándo vendría? ¿Dentro de veinte o treinta años, viejo y cansado de la vida?

No hubo respuesta en la oscuridad del nicho.

–En cuanto a la tarea a la que se refiere... Me intriga. ¿Un miembro de su familia, dice? Déme más detalles.

–Libéreme primero.

–Imposible. Además, ya veo que es hablar por hablar, y este trabajo me cansa.

Fosco acabó la décima hilera a mayor velocidad y empezó la undécima y última.

Pendergast volvió a decir algo cuando solo quedaba el último ladrillo por encajar y fijar en el muro con cemento.

–Fosco... –Su voz era débil, sepulcral, como si saliera de lo más hondo de la tumba–. Se lo pido como caballero y ser humano, no ponga el ladrillo.

–Sí, la verdad es que es una lástima. –Fosco lo sopesó en la mano–. Pero me temo que ha llegado el momento de despedirnos. Le agradezco el placer de su compañía durante estos últimos días. No le digo
arrivederla,
sino
addio.

Y encajó la última piedra en su lugar.

Mientras retiraba los últimos restos de cemento, oyó (o creyó oír) un ruido procedente de la tumba, un gemido gutural o una exhalación. A menos que fuera simplemente el viento gimiendo por las antiguas catacumbas... Aplicó la cabeza al muro recién hecho y prestó atención.

No se oía nada.

Retrocedió y, tras arrimar con el pie unos huesos al muro, cogió la antorcha y caminó deprisa por aquella ratonera. Cuando llegó a la escalera de caracol, empezó a subir (una docena de escalones, dos docenas, tres docenas) hacia la superficie y el cálido sol de la tarde, dejando muy atrás un mundo agitado de sombras.

Ochenta y cinco

D'Agosta guardaba silencio en el asiento trasero del coche, que ascendía por las curvas de la montaña. La campiña era tan bonita como dos días atrás (el vestido otoñal de las colinas, rojos y oros bajo el primer sol de la mañana), pero él no le prestaba atención. Su mirada permanecía fija en el aspecto siniestro de la fortaleza de Castel Fosco, que acababa de aparecer sobre su espolón de roca gris. La mera visión del castillo le produjo un escalofrío que ni siquiera el convoy de coches patrulla fue capaz de aliviar.

Cambió de una pierna a la otra el peso de la bolsa de lona. Esta contenía el arma diabólica de Fosco. La rabia candente que se esforzaba por disimular ardía en su interior y pudo rápidamente con el escalofrío. Intentó canalizarla. La necesitaría muy pronto. Por fin habían terminado las veinticuatro horas de espera y agonía. El papeleo y la orden judicial habían tardado, pero ahí estaban. La burocracia se había dado por satisfecha. Ahora D'Agosta volvía a los dominios del enemigo, y debía conservar la calma y el control. Era consciente de que solo tenía una oportunidad para salvar a Pendergast (suponiendo que aún estuviera vivo), y no pensaba desperdiciarla perdiendo los nervios.

A su lado, el coronel Esposito chupó con fuerza el cigarrillo y lo apagó en un cenicero. No había dicho nada en todo el viaje.

Solo se había movido para encender los cigarrillos. Se decidió a mirar por la ventana.

–Imponente residencia –dijo.

D'Agosta asintió con la cabeza.

Esposito sacó otro cigarrillo, pero se lo pensó mejor y lo guardó en la cajetilla. Después se volvió hacia D'Agosta.

–Por lo que me ha explicado, ese Fosco es muy inteligente. Tendremos que pillarle con las manos en la masa y buscar las pruebas por nuestra cuenta. En definitiva, que entraremos deprisa.

–Perfecto.

Esposito se acarició el pelo gris peinado hacia atrás.

–También es evidente que no deja nada al azar. Tengo miedo de que Pendergast pueda estar...

No acabó la frase.

–Si no hubiéramos esperado veinticuatro horas...

El
colonnello
negó con la cabeza.

–Las cosas son como son, y no se pueden cambiar. –Se quedó callado mientras los coches cruzaban el acceso exterior en ruinas del castillo y subían por la avenida de cipreses–. Voy a pedirle una cosa, sargento –dijo al fin.

-¿Qué?

–Que me deje hablar a mí, si es tan amable. Me encargaré de que la conversación sea en inglés. ¿Fosco lo habla bien?

–A la perfección.

D'Agosta no recordaba haber estado tan cansado como en ese momento en toda su vida. Le dolían todas las extremidades y tenía el cuerpo lleno de cortes y rasguños. Pero su férrea voluntad de rescatar a Pendergast y el miedo por la suerte que pudiera estar corriendo su amigo en manos del conde le mantenía en pie. «Puede que aún esté vivo –pensó–, en la misma celda. Sí, claro. Seguro que sí.»

Dedicó unos segundos a rezar fervorosamente por que fuera así. La alternativa era demasiado horrible para planteársela.

Los coches aparcaron al pie de la segunda muralla, en un aparcamiento de gravilla. A la sombra de los pétreos contrafuertes hacía frío. D'Agosta abrió la puerta del coche y bajó ágilmente, a pesar de sus dolores.

–El Fiat –dijo–. Nuestro coche de alquiler. Ya no está.

–¿Qué modelo? –preguntó Esposito.

–Un Stylo negro, matrícula IGP 223.

Esposito se volvió hacia uno de sus hombres y le dio una orden.

El castillo parecía deshabitado, sumido en un silencio casi fantasmal. El
colonnello
hizo una señal con la cabeza a sus hombres y fue el primero en subir por la escalera de piedra que conducía a los portones con herrajes.

Esta vez la puerta del recinto interior no se abrió sola. De hecho tardó cinco minutos en ceder despacio entre crujidos, después de que el
colonnello
la hubiera golpeado sin descanso. Fosco estaba al otro lado. Su mirada recorrió al grupo de policías hasta detenerse en D'Agosta. Sonrió.

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