La mano del diablo (32 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–El resto volvió sano y salvo.

Bullard apenas oyó la última frase. Seguía pensando. O le habían pinchado los teléfonos o los federales tenían un informador entre sus hombres de confianza. Probablemente lo primero.

–Podría haber un pájaro en el árbol –dijo, usando el código preestablecido para referirse a las escuchas telefónicas.

No hubo respuesta. Total, casi ya no le importaba. Miró la imagen de su supervisor italiano.

–¿Ya lo tienes empaquetado y listo para el viaje?

–Sí. –Martinetti se expresaba con dificultad–. ¿Le puedo preguntar por qué...?

–¡Qué coño me vas a preguntar! –Bullard sintió un acceso de ira. Era algo incontrolable, como un ataque. Miró la imagen de Chait, que seguía a la escucha, inexpresivo.

–Es que...

–No quiero una sola pregunta. Cuando llegue recogeré el paquete y punto. No lo vuelvas a mencionar, ni a mí ni a nadie.

El italiano palideció y movió la nuez al tragar saliva.

–Señor Bullard, después del trabajo que hemos tenido y de los riesgos que hemos corrido tengo derecho a saber por qué elimina el proyecto. Se lo digo con todo respeto, como su principal representante. En lo único que pienso es en el bien de la empresa...

Bullard sintió crecer la rabia en su interior, un calor tan intenso que era como si le pulverizase la médula de los huesos.

–¿Qué te he dicho, pedazo de cabrón?

Martinetti se calló. Chait miraba nerviosamente de aquí para allá. Tenía miedo de que su jefe estuviera enloqueciendo. La pregunta parecía pertinente.

–La empresa soy yo –añadió Bullard–. Sé lo que es bueno y lo que es malo para ella. Como vuelva a oírte un comentario
ti faccio fuori, bastardo.
Te mato, cabrón.

Sabía que ningún italiano de verdad podía aguantar un insulto así, y no se equivocaba.

–Le presento mi dimisión, señor Bullard.

–¡Pues dimite, hijo de perra, dimite! ¡Por mí...!

Dio varios puñetazos al teclado. Al quinto golpe la pantalla se apagó.

Se quedó sentado mucho tiempo en la habitación a oscuras. Conque los federales les esperaban en Paterson. Señal de que estaban al corriente de los planes de pasar tecnología de misiles de un país a otro. En otros tiempos habría sido un desastre, pero ahora casi resultaba irrelevante. El delito había sido descartado en el último minuto. Los federales no tenían nada contra él ni lo tendrían. BAI estaba limpia. De todos modos, a Bullard le importaba un carajo. En ese momento tenía cosas más importantes en las que pensar.

Lo cierto era que los federales no sabían nada de lo que ocurría de verdad. Se había ido justo a tiempo. Grove y Cutforth... Grove, Cutforth y tal vez Beckmann. Habían tenido que morir. Era inevitable. En cambio él seguía vivo, eso era lo importante.

Se dio cuenta de que estaba respirando demasiado deprisa. Necesitaba aire fresco. Se levantó de la consola tambaleándose, abrió el pestillo y subió por la escalera. Poco después volvía a estar en el puente, mirando al este, hacia el vacío.

Qué lástima no poder navegar hasta el borde del mundo.

Cuarenta

D'Agosta oyó el ruido lejano de una radio y escudriñó la espesura. La vegetación era tan densa que al principio no vio nada, pero al cabo de unos minutos empezó a vislumbrar puntitos plateados y azules, hasta que apareció un policía (una cabeza y unos hombros) abriéndose camino a través de la maleza. Al ver a D'Agosta dio media vuelta. Le seguían dos médicos con una caja de plástico azul. Los tres últimos del grupo eran dos hombres con mono, que transportaban varias herramientas pesadas, y un fotógrafo.

El policía (un sargento de Yonkers bajito que no perdía el tiempo con chorradas) cruzó los últimos arbustos y se reunió con ellos.

–¿Usted es Pendergast?

–Sí. Mucho gusto, sargento Baskin.

–Bueno. ¿Es la tumba?

–Sí.

Pendergast sacó papeles de la chaqueta. El policía los examino, puso sus iniciales, arrancó las copias y devolvió los originales.

–Perdone, pero tengo que ver su identificación.

Pendergast y D'Agosta mostraron sus insignias.

–Perfecto. –El policía se volvió hacia los dos hombres que levaban mono. Estaban descargando las herramientas–. Todo vuestro, chicos.

Se pusieron enseguida manos a la obra, levantando la lápida con una palanca. Después de apartarla, despejaron las inmediaciones de la tumba con rastrillos y cubrieron la zona con varias lonas grandes y sucias. A continuación empezaron a cortar bloques de césped y maleza con sus herramientas, y a amontonarlos como ladrillos sobre una de las lonas. D'Agosta se volvió hacia Pendergast.

–Bueno, ¿cómo lo ha encontrado?

–Me di cuenta enseguida de que tenía que estar muerto, y supuse que había fallecido siendo un vagabundo o sufriendo alguna enfermedad mental. Era lo único que explicaba por qué no lo habíamos encontrado en plena época de internet. A partir de ahí, conseguir más datos fue muy difícil, incluso para mi ayudante, Mime, que, como ya le dije, tiene un talento muy especial para obtener la información más recóndita. Al final averiguamos que Beckmann vivió sus últimos años en la calle, no siempre con su verdadero nombre, y que pasó por varios albergues para indigentes de la zona de Yonkers.

Una vez amontonada toda la tierra, los dos operarios empezaron a cavar con movimientos alternos de sus palas. Los médicos hablaban y fumaban a cierta distancia. Se oyó otro trueno lejano, y empezaron a caer gotitas en las plantas.

–Por lo que parece, el señor Beckmann tuvo unos inicios muy prometedores –siguió explicando Pendergast–. Su padre era dentista y su madre ama de casa. Sabemos que destacó bastante en la universidad, pero durante el tercer año perdió a sus padres. Después de licenciarse parece que no supo qué hacer con su vida. Viajó por Europa durante una temporada. Luego volvió a Estados Unidos y trabajó de vendedor en varios rastros. Bebía tanto que acabó siendo un alcohólico, pero sus problemas eran más mentales que físicos. No le encontraba sentido a la vida. Ese edificio es el último donde vivió.

Pendergast señaló uno de los bloques en mal estado que rodeaban el cementerio.

«Chof, chof», hacían las palas. Los operarios conocían su trabajo. Todos sus movimientos estaban guiados por la economía y una precisión casi maquinal. El agujero marrón se volvía más profundo por momentos.

–¿De qué murió?

–Según el certificado de defunción, de cáncer de pulmón con metástasis. No se había tratado. Pronto sabremos la verdad.

–¿Usted no se cree lo del cáncer?

Pendergast sonrió irónicamente.

–Soy escéptico.

Una de las palas chocó con madera podrida. Los operarios se arrodillaron, cogieron las paletas y empezaron a despejar la tapa de un simple ataúd de madera, descubriendo su contorno y ampliando el agujero. A D'Agosta le pareció que no podía estar enterrado a más de un metro de profundidad. ¿Y lo del metro y medio gratis? Típico del gobierno, que daba por el culo a todo el mundo, incluso a los muertos.

–Fotos –dijo el sargento de Yonkers.

Los operarios salieron para que el fotógrafo, que se había puesto en cuclillas al borde de la fosa, tomara instantáneas desde varios ángulos. Luego volvieron a bajar, desenrollaron varias cuerdas de nailon, las pasaron por debajo del ataúd y las juntaron en la parte superior.

–Venga, arriba.

En poco tiempo, con la colaboración de los médicos, el ataúd quedó fuera del agujero, sobre la lona vacía. Olía mucho a tierra.

–Abridlo –dijo el policía, hombre parco en palabras.

–¿Aquí? –preguntó D'Agosta.

–Son las reglas. Solo es para asegurarse.

–¿Asegurarse de qué?

–De la edad, el sexo, el estado general... Y de lo más importante: que haya un cadáver.

–Ya.

Uno de los operarios miró a D'Agosta y dijo:

–A veces pasa. El año pasado desenterramos a uno en Pelham y ¿sabes qué encontramos?

–¿Qué?

D'Agosta estaba bastante seguro de no querer saberlo.

–Dos fiambres... ¡y un mono muerto! Comentamos que debía de ser un organillero liado con la mafia.

Estalló en carcajadas, dando codazos a su compañero, que también se echó a reír.

Lo siguiente que hicieron los operarios fue emprenderla con la tapa a golpes de cincel. La madera estaba tan podrida que tardó muy poco en desprenderse. Cuando apartaron la tapa, salió un hedor a podredumbre, moho y formol. D'Agosta se asomó, dividido entre una curiosidad morbosa y una aprensión que nunca lograba vencer del todo.

La luz gris del día, tamizada por la lluvia, penetraba en el ataúd e iluminaba el cadáver.

Tenía las manos sobre el pecho, y yacía encima de una tela podrida, con rotos por los que asomaba el relleno. En el fondo había un gran charco de líquido helado, negro como el café viejo. El cadáver se había venido abajo por la podredumbre y tenía un aspecto deshinchado, como si al perder la vida se le hubiera escapado todo el aire, y solo quedara piel y huesos. El traje negro en descomposición dejaba asomar varias protuberancias óseas: las rodillas, los codos y la pelvis. Las uñas se habían desprendido de las manos, marrones y viscosas, que dejaban asomarse las falanges en las puntas podridas de los dedos. Los ojos eran agujeros; los labios estaban torcidos, contraídos en una especie de mueca feroz. Beckmann había sido un cadáver húmedo, y la lluvia lo humedecía aún más.

El policía se inclinó a examinarlo.

–Varón, caucásico, de unos cincuenta años... –Desenrolló una cinta métrica–. Poco más de un metro ochenta, pelo castaño... –Se incorporó–. A grandes rasgos, corresponde.

D'Agosta miró a Pendergast. Pese a lo terrible de la descomposición, había algo claro: que aquel cadáver no había sufrido una muerte tan espantosa y violenta como la de Grove y Cutforth.

–Llévenselo al depósito –murmuró Pendergast.

El policía le miró.

–Quiero que le hagan una autopsia completa –dijo Pendergast–. Quiero saber cómo murió de verdad.

Cuarenta y uno

Bryce Harriman entró en el despacho de Rupert Ritts, el director del
Post,
y lo encontró de pie (mezquino y ratonil) al otro lado de su enorme mesa, con una sonrisa, algo que no prodigaba en su rostro afilado.

–¡Bryce! ¡Contigo quería hablar! ¡Siéntate!

Ritts nunca hablaba en voz baja. Tenía una voz aguda que perforaba los tímpanos, pero cualquier sospecha de sordera quedaba descartada al comprobar que sus orejas de hurón captaban hasta el susurro más tenue y lejano, sobre todo si estaba relacionado con él. Más de un director había sido despedido por susurrar el apodo de Ritt a doscientos metros de distancia, con todo el ajetreo de una sala de prensa de por medio. El apodo en cuestión era obvio (simple sustitución de una vocal por otra)
[4]
, pero le sulfuraba indefectiblemente. Harriman suponía que de pequeño se lo habían repetido a diario en el colegio, y que nunca lo había superado. Su desagrado por Ritts era el mismo que por casi todo lo relacionado con el
New York Post.
Trabajar allí era embarazoso, físicamente embarazoso.

Se arregló la corbata, mientras hacía lo posible por acomodarse en la dura silla de madera con la que Ritts torturaba a sus reporteros. El director rodeó la mesa y se sentó al borde para encender un Lucky Strike. Debía de considerarse un tipo duro de la vieja escuela, de los que bebían mucho, eran malhablados y siempre tenían un pitillo colgando de los labios. Parecía disfrutar aún más por el hecho de que ya no estuviera permitido fumar en el trabajo. Harriman sospechaba que también tenía escondida una botella de whisky barato, con su vaso, en algún cajón del escritorio. Pantalones negros de poliéster, zapatos marrones gastados, calcetines azules, acento de Brooklyn... Ritts era justo lo que la familia de Harriman quería evitar cuando mandaron a su hijo a un colegio privado y a una universidad de la Ivy League.

Y ahora lo tenía como jefe.

–El artículo de Menck es fabuloso, Harriman. Es la rehostia.

–Gracias.

–Ha sido un golpe de genio encontrarle justo el día antes de que se fuera a las islas Vírgenes.

–Galápagos.

–Bueno, da igual. Tengo que reconocer que al leerlo tuve mis dudas; me pareció la típica chorrada New Age, pero la verdad es que a los lectores les ha tocado la fibra. Las ventas en quiosco han subido un ocho por ciento.

–¡Qué bien!

En el
Post
solo se hablaba de ventas, algo que en la sala de prensa del
Times,
su anterior trabajo, se consideraba de mala educación.

–¡Qué coño bien! ¡Fabuloso! Ser periodista es eso, que te lean. Ya me gustaría que se dieran cuenta los payasos que tenemos por aquí.

La voz penetrante de Ritts se oía hasta el último rincón de la sala contigua. Harriman, incómodo, cambió de postura en la silla de madera.

–Justo cuando empezaba a decaer lo de los asesinatos diabólicos, vas y encuentras a ese Menck. Tiene mérito, lo reconozco. Todos los demás periódicos de la ciudad estaban tocándoselos huevos en espera del siguiente asesinato , mientras que tú... tú saliste a crear la noticia.

–Gracias.

Ritts aspiró unos cuantos litros de humo, tiró la colilla al suelo de su despacho y la aplastó con la punta del zapato. Ya había unas veinte, todas bien chafaditas. Después vació sus pulmones con un silbido ruidoso y enfisémico y encendió otro cigarrillo, mientras examinaba a Harriman de pies a cabeza.

Este volvió a cambiar de postura. ¿Pasaba algo con su manera de vestir? No, claro que no. Si algo había aprendido desde pequeño, era a vestirse. Sabía cuándo desplegar exactamente el madrás, cuándo guardar el cloqué y qué tono elegir para los mocasines de cordobán con borlas. De todos modos, si alguien no podía criticar la vestimenta ajena era Ritts.

–La noticia ha salido comentada en el
National Enquirer,
el
USA Today,
el
Regís
y el
Good Day New York.
Estoy contento, Harriman. Has hecho un buen trabajo, tanto que quiero que seas corresponsal especial de la sección de homicidios.

Harriman se quedó de piedra. No se lo esperaba. Trató de controlar sus músculos faciales para que no le vieran sonreír como un idiota, sobre todo Ritts. Asintió con la cabeza.

–Muchas gracias, señor Ritts. Se lo agradezco mucho.

–Cualquier reportero que haga subir un ocho por ciento las ventas en una semana tiene garantizado que se fijen en él. El nombramiento va acompañado de un aumento de diez mil dólares a partir de ahora mismo.

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