La mano del diablo (36 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Limpian su habitación y las tiran. Bueno, a veces John se queda con algo.

–¿John?

–Sí, uno que guarda trastos de los muertos. Es un poco raro.

–¿Se quedó con alguna pertenencia de Beckmann? –preguntó Pendergast.

–Podría ser. Tiene la habitación llena de porquería. ¿Por qué no subís y se lo preguntáis? Es el 6A, en el último piso, al final de la escalera.

Pendergast le dio las gracias, entró en la penumbra del vestíbulo y subió por la escalera de madera, seguido por D'Agosta. El crujido de los peldaños era alarmante. Cuando llegaron al sexto piso, Pendergast puso una mano en el brazo de su acompañante.

–Le felicito por su habilidad –dijo–. Ha sido muy inteligente preguntar por las pertenencias de Beckmann. ¿También querrá ocuparse de John?

–Con mucho gusto.

D'Agosta llamó a la puerta 6A, pero ya estaba entreabierta y cedió rechinando a sus golpes. Después de abrirse un poco, quedó bloqueada por una montaña de cajas de cartón. La habitación estaba tan llena de cartones roídos, pilas de libros y recuerdos varios que casi no quedaba ni un resquicio libre. D'Agosta entró y siguió un camino estrecho y sinuoso entre paredes de basura selecta: viejas fotos, álbumes, un triciclo, un bate de béisbol firmado...

Al fondo había una ventana sucia, y un espacio con las dimensiones justas para una cama. Un hombre de pelo blanco yacía sobre el sucio colchón, totalmente vestido; les miró sin levantarse ni moverse.

–¿John? –preguntó D'Agosta.

El viejo asintió ligeramente.

El sargento se acercó a la cama y enseñó su identificación. John tenía la cara abolsada y arrugada, y los ojos amarillos.

–Solo queremos información. En cuanto nos la dé nos vamos.

–Sí –dijo el hombre. Su voz era sosegada, lenta y triste.

–En la calle, Jed nos ha dicho que quizá hubiera guardado algún efecto personal de Ranier Beckmann, que vivió aquí hace varios años.

Un largo silencio. Los ojos amarillentos miraron una de las pilas.

–En el rincón. La segunda caja empezando por abajo, donde está escrito «Beck».

D'Agosta llegó con dificultad a la pila en cuestión, que estaba a punto de desmoronarse, y encontró la caja. Estaba sucia, mohosa y medio aplastada por el peso de las otras.

–¿Puedo mirar?

El viejo asintió con la cabeza.

D'Agosta movió las cajas y extrajo la de Beckmann, que era pequeña. Contenía algunos libros y una vieja caja de puros con gomas elásticas. Pendergast se acercó y miró por encima de su hombro.

–James,
Cartas de Florencia
–murmuró, examinando los lomos de los libros–. Berenson,
Pintores italianos del Renacimiento.
Vasari,
Vidas de los pintores.
Cellini,
Autobiografía.
Veo que al señor Beckmann le interesaba la historia del arte del Renacimiento.

D'Agosta cogió la caja de puros y procedió a quitar las gomas, que debido a su vejez y mal estado se partieron con solo tocarlas. Luego abrió la tapa. La caja despidió un olor a polvo, puros viejos y papel. Vio que contenía una pata de conejo comida por las polillas, una cruz de oro, una foto del padre Pío, una vieja postal del lago Moosehead, en Maine, una baraja mugrienta, un coche de juguete Corgi, algunas monedas, un par de cerillas y algunos recuerdos más.

–Parece que hemos encontrado el cofrecito del tesoro de Beckmann.

Pendergast asintió y cogió la caja de cerillas.

–«Trattona del Carmine» –leyó en voz alta. Sus dedos finos y blancos acariciaron las monedas y otros recuerdos. Después sacó el libro de Vasari de la caja y lo hojeó–. Una obra imprescindible para cualquier persona que quiera entender el Renacimiento –dijo–. Y mire esto.

Dio el libro a D'Agosta. Había una dedicatoria en la primera guarda:

A Ranier, mi alumno favorito
.

CHARLES F. PONSONBY JR.

D'Agosta también cogió un libro. No contenía ninguna descripción, pero sí una fotografía que cayó al suelo al hojearlo. La recogió. Era una instantánea descolorida de cuatro hombres jóvenes cogidos por el cuello, frente a una especie de fuente borrosa de mármol.

Oyó que Pendergast disimulaba una exclamación.

–¿Me permite? –preguntó el agente.

D'Agosta le dio la fotografía. Pendergast la estudió con atención y se la devolvió.

–Creo que el de la derecha es Beckmann. ¿Reconoce a sus amigos?

D'Agosta echó un vistazo y reconoció casi enseguida el cabezón de Locke Bullard y sus cejas prominentes. Los demás se resistieron un poco, pero una vez identificados eran inconfundibles: Nigel Cutforth y Jeremy Grove.

Miró a Pendergast, cuyos ojos plateados echaban verdaderas chispas.

–Ya lo tenemos, Vincent. La relación que buscábamos.

Se volvió hacia el hombre de la cama, tan callado que D'Agosta casi se había olvidado de él.

–¿Nos permite llevarnos estos objetos, John?

–Para eso los guardaba.

–¿Cómo? –preguntó D'Agosta.

–Que guardo sus objetos de valor para entregarlos a los posibles parientes.

–¿Los objetos de valor de quién?

–De los que se mueren.

–Y ¿viene algún pariente?

La pregunta quedó en el aire.

–Todo el mundo tiene familia –acabó diciendo John.

D'Agosta tuvo la impresión de que algunas de las cajas estaban tan podridas y descoloridas que llevaban ahí unos veinte años. Era mucho tiempo para esperar la visita de un familiar.

–¿Conocía mucho a Beckmann?

El viejo negó con la cabeza.

–Era muy reservado.

–¿Le visitaba alguien?

–No.

John suspiró. Tenía el pelo quebradizo y los ojos llorosos. D'Agosta pensó que se moría, y que no solo era consciente de ello, sino que se alegraba.

Pendergast cogió la cajita de recuerdos y se la puso bajo el brazo.

–¿Podemos ayudarle, John? –preguntó suavemente.

El viejo negó con la cabeza y se colocó de cara a la pared.

Salieron de la habitación sin decir nada. Al abandonar el edificio se cruzaron con los tres borrachos.

–¿Qué, han encontrado lo que buscaban? –preguntó Jed.

–Sí, gracias –dijo D'Agosta.

Jed se tocó la frente con el dedo. D'Agosta se volvió hacia él.

–¿Qué pasará con todo lo de la habitación de John cuando se muera?

El borracho se encogió de hombros.

–Lo tirarán.

–Ha sido una visita muy provechosa –dijo Pendergast en el momento de subir al coche–. Ahora sabemos que Ranier Beckmann vivió en Italia, probablemente en 1974, y que hablaba bastante bien el italiano. Incluso puede que muy bien.

D'Agosta le miró azorado.

–¿Cómo lo sabe?

–Por lo que decía al perder al rummy: «Kay Biskerow». No es un nombre, sino una expresión en italiano:
Che bischero!.
Una exclamación en dialecto florentino que significa «¡qué idiota!». Para saberlo hay que haber vivido en Florencia. Además de eso, todas las monedas de la caja de puros son liras italianas, de 1974 o anteriores. La fuente de detrás de nuestros amigos es claramente italiana, aunque no la reconozco.

D'Agosta hizo un gesto de incredulidad.

–¿Y lo ha deducido todo de esa cajita?

–A veces las cosas pequeñas son las más reveladoras. –Mientras el Rolls se apartaba del bordillo y tomaba velocidad, Pendergast miró por encima del hombro–. ¿Me saca el ordenador portátil del salpicadero, Vincent? Vamos a ver si el profesor Charles F. Ponsonby puede esclarecernos algo.

Cuarenta y siete

Mientras Pendergast conducía hacia el sur, D'Agosta encendió el ordenador portátil, accedió a Internet a través de una conexión por satélite e inició una búsqueda sobre Charles F. Ponsonby Jr. En pocos minutos quedó desbordado por la información. El primer dato era que Ponsonby ocupaba la cátedra Lyman de historia del arte en la Universidad de Princeton.

–Ya decía yo que me sonaba el nombre... –dijo Pendergast–. Creo que está especializado en el Renacimiento italiano. Tenemos suerte de que todavía imparta clases. Ya debe de ser profesor emérito. Si es tan amable, Vincent, consiga su currículo.

Mientras Pendergast se metía en la autopista de New Jersey y aceleraba suavemente entre el tráfico de la tarde, D'Agosta leyó en voz alta los cargos, premios y publicaciones del profesor. La lista era larga, pero lo fue aún más por la gran cantidad de resúmenes de artículos que Pendergast insistió en oír palabra por palabra.

Al final Pendergast le dio las gracias, sacó su teléfono móvil, marcó un número, habló con información, marcó otro número y dijo unas palabras.

–Ponsonby acepta recibirnos –dijo guardándose el teléfono–. A su pesar. Estamos muy cerca, Vincent. La fotografía demuestra que los cuatro estuvieron juntos como mínimo una vez. Lo que tenemos que saber ahora es el lugar exacto de la reunión, pero sobre todo qué ocurrió durante ese encuentro decisivo, algo que les unió de por vida.

Pisó un poco más el acelerador. D'Agosta le miró de reojo. Parecía verdaderamente ansioso, como un sabueso sobre una pista.

Una hora y media después, el Rolls circuló por la calle Nassau: tiendas elegantes a la izquierda y el campus de Princeton a la derecha, con sus edificios góticos al fondo de impecables céspedes. Pendergast aparcó con precisión en un hueco y puso monedas en el parquímetro, mientras saludaba con la cabeza a un grupo de estudiantes que se detuvieron a mirar. Él y D'Agosta cruzaron la calle, atravesaron la gran verja de hierro y caminaron hacia la colosal fachada de la biblioteca Firestone, la mayor de acceso directo de todo el mundo.

Al otro lado de las puertas de cristal había un hombre bajito con una mata blanca de pelo rebelde. Correspondía exactamente a la imagen que D'Agosta se había hecho del profesor Ponsonby: un hombre estirado y pedante. Solo le faltaba la pipa de madera de brezo.

–¿Profesor Ponsonby? –preguntó Pendergast.

–¿Usted es el agente del FBI? –respondió el hombrecito con una voz atiplada, mirando de forma ostentosa su reloj.

«Tres minutos de retraso», pensó D'Agosta.

Pendergast le dio la mano.

–El mismo.

–No me dijo que lo acompañaba un policía.

Su manera de decir la palabra «policía» irritó a D'Agosta.

–Le presento a un colega, el sargento Vincent D'Agosta.

El profesor le dio la mano sin disimular su reticencia.

–Debo decirle, agente Pendergast, que no me gusta mucho ser interrogado por el FBI. Le advierto que no pienso dejarme sonsacar información sobre ex alumnos.

–Naturalmente. Bueno, profesor, ¿dónde podemos hablar?

–Si usted quiere aquí mismo, en ese banco. Si no le importa, prefiero no entrar en mi despacho con un agente del FBI y un policía.

–Por supuesto.

El profesor caminó muy tieso hacia un banco situado bajo unos viejos sicómoros, y al tomar asiento se esmeró en cruzar las piernas. Pendergast le siguió tranquilamente y se sentó a su lado. Como no quedaba sitio, D'Agosta permaneció de pie con los brazos cruzados.

Ponsonby sacó de su bolsillo una pipa de brezo, vació los restos y empezó a llenarla.

«Ahora es perfecto», pensó D'Agosta.

–¿No será el Charles Ponsonby que acaba de ganar la medalla Berenson de historia del arte? –preguntó Pendergast.

–Pues sí.

El profesor sacó una caja de cerillas de su bolsillo, cogió una y encendió la pipa, aspirando la llama con un suave borboteo.

–¡Ah! Entonces es autor del nuevo catálogo razonado de Pontormo.

–Correcto.

–Magnífico libro.

–Gracias.

–Nunca olvidaré el día en que vi la
Visitación
en la pequeña iglesia de Carmignano. El naranja más perfecto de la historia del arte. En su libro...

–¿Podemos ir al grano, señor Pendergast?

Hubo un paréntesis de silencio. Al parecer, Ponsonby no tenía ganas de hablar de temas académicos con policías, aunque fueran muy cultos. Por una vez, la estrategia habitual de seducción de Pendergast había fracasado.

–Creo que tuvo un alumno que se llamaba Ranier Beckmann –dijo el agente.

–Ya me lo ha dicho por teléfono. Fui su director de tesina.

–Quería hacerle unas preguntas.

–¿Por qué no se las hace directamente a él? Gracias, pero no tengo ninguna intención de convertirme en informador del FBI.

D'Agosta ya conocía el percal. Ponsonby era el tipo de persona que recelaba profundamente de las fuerzas del orden, y que se sentía cuestionado por cada pregunta; alguien que no se dejaba halagar, y que peleaba hasta el final, usando un arsenal de legalismos espúreos sobre el derecho a la intimidad, la quinta enmienda y las chorradas de siempre.

–Ah, pero ¿no lo sabe? –dijo Pendergast con una voz que era pura miel–. El señor Beckmann falleció. Una muerte trágica.

Silencio.

–No, no lo sabía. –Otro silencio–. ¿Cómo?

Esta vez, el que se hizo de rogar fue Pendergast, que lanzó otro anzuelo al profesor.

–Vengo de la exhumación de su cadáver; claro que, teniendo en cuenta que no se conocían mucho, quizá no sea el mejor tema de conversación...

–El que se lo haya dicho estaba mal informado. Ranier Beckmann era uno de mis mejores alumnos.

–Entonces ¿cómo es posible que no se enterase de su muerte?

El profesor se incomodó y cambió de postura.

–Perdimos el contacto después de que se licenciara.

–Aja. Entonces quizá no pueda ayudarnos.

Pendergast hizo el ademán de levantarse.

–Era un alumno excelente, de los mejores que he tenido. Me... me decepcionó mucho que no se apuntara al doctorado. Quería ir a Europa y hacer un gran viaje por sus propios medios, una especie de vagabundeo sin ninguna estructura académica. A mí no me pareció bien. –Ponsonby hizo una pausa–. ¿Puedo preguntar cómo murió, y por qué han exhumado su cadáver?

–Lo siento, pero esa información solo se la podemos dar a la familia y los amigos del señor Beckmann.

–Ya le digo que tuvimos mucha relación. Cuando se fue, le regalé un libro, algo que en mis cuarenta años como profesor solo he hecho con media docena de alumnos.

–¿Fue en 1976?

–No, en 1974. –El profesor estuvo encantado de corregir a Pendergast. De repente puso cara de haber tenido una idea y volvió a mirar al agente–. ¡No sería un homicidio!

–Mire, profesor, es que esa información, sin el permiso de un pariente... Porque conocerá a alguien de la familia, ¿no?

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