La mano del diablo (33 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Gracias otra vez.

El director parecía observar a Harriman con un regocijo mal disimulado. No se cansaba de mirarle, con especial atención a su corbata, su camisa de rayas y sus zapatos.

–Pues eso, Harriman, que has tocado la fibra de los lectores. Gracias a ti han empezado a llegar pirados de la New Age y el fin del mundo al parque que está delante del edificio de Cutforth.

Harriman asintió.

–De momento no es gran cosa. Se reúnen espontáneamente para encender velas y corear cánticos en plan chorra. Ahora lo que necesitamos es que haya continuidad. Primero un artículo sobre esa gente, un artículo serio y respetuoso, para que el resto de los friquis se entere de que se está perdiendo unas reuniones diarias. Si lo enfocamos bien llegará mucha gente. Podríamos hacer que saliera en la tele. Hasta podría haber manifestaciones. ¿Ves por dónde voy? Es lo que he dicho antes: aquí en el
Post
no esperamos las noticias, salimos a provocarlas.

–Sí, señor Ritts.

Ritts le miró a través de una nube de humo recién exhalado.

–¿Puedo darte un consejo de amigo, entre tú y yo?

–Claro que sí.

–Pasa de corbatas de reps y mocasines, que pareces un reportero del
Times y
esto es el
Post,
que es donde está la marcha. ¡Supongo que no quieres volver con esos estirados! Venga, sal a entrevistar al primer chalado que hable a golpe de Biblia. Ahora que les has tocado la fibra, tienes que mantener la presión y hacer que siga creciendo la noticia. Ah, y encuentra un par de personajes pintorescos. Busca al líder de toda esa chusma.

–¿Y si no hay líder?

–Pues te lo inventas. Lo subes a un puto pedestal y le pones una medalla. Me huelo algo gordo. Y ¿sabes qué? Que en treinta años no me he equivocado ni una vez.

–Descuide. Y gracias, señor Ritts.

Harriman hizo lo posible por disimular su desprecio. Haría lo que le decía Ritts, pero a su manera.

Ritts chupó a fondo el cigarrillo, haciendo crepitar el tabaco, y tiró la colilla al suelo para volver a aplastarla con el pie. Después tosió, y al sonreír exhibió una dentadura irregular y amarilla como el tubo de una pipa de mazorca de maíz.

–¡Venga, Harriman, a por ellos! –dijo su voz chillona.

Cuarenta y dos

Vasquez cogió un trozo de buey en salmuera con chile verde, lo masticó pensativo, se lo tragó y bebió un poco de agua mineral, antes de seguir rellenando el crucigrama del
Times
de Londres. Reflexionó, llenó unas casillas, borró otras y dejó el periódico.

Suspiró. Siempre que estaba a punto de consumar una operación sufría un ataque de nostalgia. Saber que tenía que marcharse, que sus preparativos y meditaciones tenían las horas contadas, y que el pequeño y cómodo universo que se había construido no tardaría en pasar a la historia a manos de unos policías y fotógrafos sin la menor delicadeza... Al mismo tiempo tenía ganas de volver a ver el sol, respirar aire fresco y oír el ruido de las olas. Lo raro era que fuera nunca se sentía tan libre y vivo como en la angostura de sus escondrijos de asesino, a punto de matar.

Repasó por enésima vez su instrumental. Puso el ojo en la mira, hizo una corrección infinitesimal en la deriva del viento y levantó la cabeza para examinar la bocacha apagallamas. Solo faltaban unos minutos. Había cuatro balas en el cargador y otra en la recámara. Solo necesitaba dos. Volvió a desnudarse y se puso el disfraz.

La una menos cinco. Lanzó una mirada nostálgica a su nido, y a todo lo que tendría que dejar. De hecho ¿cuántas veces había podido terminar un crucigrama del
Times?
Volvió a aplicar el ojo a la mira, vigilante. Pasaron los minutos.

Una vez más se abrió la puerta cochera. Vasquez respiró más lentamente para reducir sus pulsaciones. Una vez más, la cabeza y los hombros de Pendergast aparecieron en la retícula. Esta vez no vio al mayordomo. Debía de estar demasiado metido en la puerta para verle, pero su presencia era evidente, ya que Pendergast miraba hacia la entrada y estaba claro que hablaba con alguien. Mejor. Un disparo descentrado en la parte posterior de la cabeza desafiaría igualmente el posterior análisis.

Aguantó la respiración y, usando los latidos de su corazón para medir los disparos, Vasquez apoyó la mejilla en la culata y apretó lentamente el gatillo. El arma sufrió una sacudida. En un abrir y cerrar de ojos, volvió a cargarla, apuntó y disparó por segunda vez.

El primer disparo había sido perfecto. El blanco se había vuelto, tal como tenía que hacerlo. El siguiente había tardado unas décimas de segundo. La bala había entrado justo encima de la oreja, haciendo que la cabeza explotase en todas las direcciones. Pendergast se había derrumbado en la oscuridad del marco de la puerta. Ya no se le veía.

Vasquez se movió con la rapidez de muchos años de práctica. Con la luz apagada, metió el rifle y el ordenador portátil en un talego, se lo echó al hombro y se ajustó los anteojos de visión nocturna que le ayudarían a salir del edificio por detrás. Después tapó el agujero por el que había disparado, llegó a la puerta y usó el destornillador de pilas para desenroscar los cuatro tornillos que la mantenían cerrada. El siguiente paso consistió en arrancar la cinta que sellaba las jambas y abrir la puerta con sigilo, el mismo sigilo con el que salió al pasillo.

De repente los anteojos se sobrecargaron de luz y le dejaron ciego. Se los arrancó de la cabeza y acercó la otra mano al arma de su cinto, pero en el pasillo había alguien que se movía demasiado deprisa, y Vasquez, que seguía sin ver nada, fue arrojado a la pared, mientras la pistola caía al suelo.

Se lanzó como una fiera contra su atacante, pero erró el golpe, mientras que el que recibió en las costillas fue tremendo. Volvió a girar. Esta vez, el puñetazo dio en el blanco e hizo caer a su adversario. Era el poli de Southampton. Vasquez, furibundo, sacó el cuchillo y saltó sobre él apuntando al corazón, pero de pronto vio aparecer un pie, lo recibió en el antebrazo, oyó un crujido, cayó al suelo y se vio inmediatamente aprisionado.

Tenía al poli encima. Y a la luz brillante de una lámpara estaba él, Pendergast, la persona a quien acababa de matar.

Le miró fijamente, mientras su cerebro creaba con rapidez una nueva secuencia de hechos.

Había sido una trampa. Seguro que lo sabían todo desde el principio. Pendergast había hecho una actuación perfecta. Vasquez había disparado contra algún maniquí, un maniquí de efectos especiales. Madre de Dios.

Había fallado. Fallado.

No podía creerlo.

Pendergast, ceñudo, le observaba atentamente. De repente abrió mucho los ojos, como si hubiera entendido algo.

–¡La boca! –exclamó.

D'Agosta introdujo algo que parecía de madera entre los dientes de Vasquez, como si fuera un perro o un epiléptico, pero este, que empezaba a acusar el dolor en su antebrazo, pensó que no serviría de nada. No era donde llevaba el cianuro. La aguja estaba en la punta de su dedo meñique, el que había perdido años antes de un disparo, y que ahora tenía otra utilidad. Apretó con fuerza la prótesis de dedo contra la palma, notó que se rompía la ampolla y se clavó la aguja en la piel. La insensibilidad que empezaba a subir por su brazo atenuó el dolor.

«El día en que falle, moriré.»

Cuarenta y tres

El taxi frenó en el majestuoso patio del Helmsley Palace. D'Agosta dio la vuelta al vehículo con rapidez y abrió la puerta a Hayward, que al salir miró la extravagante variedad de setos iluminados, y la fachada barroca del palacio que les envolvía.

¿Aquí es donde cenamos?

D'Agosta asintió.

Le Cirque 2000.

¡Válgame Dios! ¡Dije una buena cena, pero no me refería a esto!

D'Agosta la cogió por el brazo y la condujo hasta la puerta.

¿Por qué no? Si empezamos algo, que sea como Dios manda.

Hayward sabía que Le Cirque era probablemente el restaurante más caro de toda Nueva York, y aunque siempre le había incomodado que los hombres gastaran mucho en ella como si fuera una manera de conquistarla, esta vez la sensación era distinta. Lo que decía sobre Vinnie D'Agosta, sobre su manera de enfocar la relación, era prometedor de cara al futuro.

¿Futuro? Le extrañó haber pensado en esa palabra, sobre todo tratándose de una primera cita (bueno, casi). De hecho D'Agosta ni siquiera estaba divorciado. Tenía mujer e hijo en Canadá. Por otro lado, había que reconocer que era un hombre interesante, y un policía como la copa de un pino. «Tú tranquila pensó, ya veremos cómo va todo.»

Al entrar en el restaurante (que estaba a rebosar, aunque fuera un domingo por la noche), llegó uno de esos
maitres
que consiguen transmitir una apariencia de absoluto servilismo al tiempo que proyectan su íntimo desprecio. Lamentaba informarles de que, a pesar de la reserva, aún no tenían preparada su mesa. Si se instalaban en el bar, la espera no debería rebasar la media hora, cuarenta minutos a lo sumo.

Perdone, ¿ha dicho cuarenta minutos?

El tono de D'Agosta era sereno pero amenazador.

Es que hay una fiesta con mucha gente... Veré qué puedo hacer.

¿Verá qué puede hacer? D'Agosta sonrió y se acercó un paso. ¿O lo hará?

Haré lo que pueda, caballero.

No tengo la menor duda de que lo que puede hacer es conseguirnos una mesa en un cuarto de hora, y así lo hará.

Por supuesto. No faltaría más. La retirada del
maitre
era total. Mientras tanto añadió con una voz más forzada y alegre de lo normal haré que les traigan a la mesa una botella de champán por cuenta de la casa.

D'Agosta cogió a Hayward del brazo y entraron en el bar, adornado con una mezcolanza de fluorescentes, que Hayward quiso interpretar como una alusión al tema circense del restaurante. Tenía su gracia, siempre que no hubiera que quedarse mucho tiempo.

Al poco rato de sentarse a una mesa apareció un camarero, que no tuvieron necesidad de llamar, y les trajo las cartas, dos copas y una botella bien fría de Veuve Clicquot.

Hayward se rió.

Te has toreado al
maitre
con mucha eficacia.

¿Qué policía sería si no supiese intimidar a un camarero?

Creo que esperaba una propina.

D'Agosta la miró.

¿En serio?

Pero lo has hecho muy bien, y te has ahorrado un dinerito.

D'Agosta gruñó.

La próxima vez le doy uno de cinco.

Sería peor que nada. La tarifa no baja de los veinte.

¡Caray! ¡Qué complicado es vivir por todo lo alto! Levantó su copa. ¿Brindamos?

Ella hizo lo mismo.

Por... D'Agosta vaciló. Por la fuerza pública de Nueva York.

Para ella fue un alivio no oír lo que esperaba. Hicieron chocar las copas.

Hayward bebió un poco y observó a D'Agosta, que estaba leyendo la carta que había dejado el camarero. Parecía haber adelgazado un poco desde su encuentro en el apartamento de Cutforth. Saltaba a la vista que el comentario sobre sus visitas diarias al gimnasio no fue una broma. Al gimnasio y a las prácticas de tiro de la policía en la calle Treinta y tres. Se fijó en lo perfilada que tenía la mandíbula, en su pelo muy negro y en el suave color castaño de sus ojos. Tenía un rostro muy agradable, mucho. Todo apuntaba a que era lo que costaba muchísimo encontrar en Nueva York: una buena persona, sin trampa ni cartón, con sólidos valores a la antigua; alguien amable y de fiar, pero sin ser ningún pelele, como demostró con su actuación sorpresa tres noches antes en el despacho de ella...

Una mezcla de rubor y hormigueo hizo que levantase la carta para disimular.

Cuando llegó a la lista de platos principales, se horrorizó al ver que el más barato,
paupiette
de lubina negra, estaba a treinta y nueve dólares. El entrante más barato estaba a veintitrés: pies y careta de cerdo estofados (no, gracias). Buscó inútilmente algo que estuviera por debajo de los veinte dólares, hasta que su mirada recayó en los postres, donde lo primero que le llamó la atención (¡un donut!) valía diez dólares. Bueno, pues no le quedaba otra opción. Tragó saliva y empezó a elegir, intentando no hacer sumas mentales.

Vincent estudiaba la carta de vinos. Había que reconocer que no se había puesto blanco, al menos de momento. Al contrario, parecía muy animado.

¿Tinto o blanco? preguntó.

Creo que tomaré pescado.

Pues entonces blanco. El Cakebread Chardonnay. Cerró la carta y sonrió. ¿A que es divertido?

Nunca había estado en un restaurante así.

La verdad es que yo tampoco.

Cuando tuvieron la mesa preparada (un cuarto de hora después), solo quedaba la mitad del champán, y Hayward estaba más que contentilla. El
maítre
les sentó en el primer comedor, una sala muy amplia con una opulenta decoración Segundo Imperio, compuesta por molduras doradas, ventanas altas con brocados de seda y arañas de cristal. Curiosamente, la presencia de fluorescentes colgantes y una serie de adornos florales del tamaño de pequeños elefantes no hacía sino potenciar el efecto general.

El único inconveniente era que estaban sentados justo al lado de un grupo muy numeroso, perteneciente a uno de los barrios exteriores (Queens, por el acento), que hablaba en voz muy alta. «Bueno, tampoco se puede prohibir la entrada a la gente solo por el acento», pensó ella.

D'Agosta pidió para los dos, impresionándola de nuevo con su saber estar (que Hayward no esperaba, sobre todo estando donde estaban).

¿Cómo sabes tanto de alta cocina? preguntó ella.

¿Lo dices en serio? respondió él con una sonrisa burlona. Conocía la mitad de las palabras de la carta. Ha sido pura improvisación.

Pues a mí me has engañado.

Se debe seguramente al tiempo que paso con Pendergast. Algo se me habrá pegado.

Hayward llamó su atención.

¿El del rincón no es Michael Douglas?

D'Agosta se volvió.

Sí.

Y se volvió de nuevo como si tal cosa.

Ella hizo un gesto con la cabeza.

Y mira quién hay.

En un rincón tranquilo, una mujer comía un plato de patatas fritas. Antes de meterse cada patata en la boca con un placer que saltaba a la vista, la mojaba en un plato lleno de ketchup.

D'Agosta la observó.

Me suena. ¿Quién es?

¿Qué pasa, que has estado viviendo debajo de una piedra? Madonna.

¿Ah, sí? Pues se habrá teñido el pelo, o algo.

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