Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
–Sargento, por favor, vaya hacia el centro comercial de la derecha. Tenemos que hacer una parada rápida.
D'Agosta lo miró con cara de sorpresa.
–No tenemos tiempo.
–Le aseguro que sí.
D'Agosta se encogió de hombros. Nominalmente, la operación era del FBI, y la dirigía Pendergast. Así lo había dispuesto Hayward. El primer coche era del FBI, y él, D'Agosta, estaba adscrito a la policía de Southampton, lo que le garantizaba no ofender a nadie. La rivalidad entre policías interestatales quedaría reducida al mínimo. En el momento más indicado (cuando fuera demasiado tarde para que lo jodiera todo una pandilla de polis urbanos sin informar), Pendergast avisaría a los locales.
El centro comercial se componía de una serie de tiendas con escaparates, a cierta distancia de un aparcamiento abombado y agrietado por el paso del tiempo. Viendo su estado casi de abandono, D'Agosta se preguntó por las intenciones de Pendergast. Habían ganado mucho tiempo y ahora el agente lo malgastaba.
–Ahí, al fondo –dijo Pendergast.
D'Agosta llegó a la altura del último escaparate, situado frente a un contenedor amarillo con agujeros y marcas que delataban su vejez. Pendergast no esperó a que frenase para bajar del coche y entrar corriendo en la tienda. D'Agosta soltó una palabrota y dio un puñetazo al volante. Iban a perder como mínimo cinco minutos. Ya estaba acostumbrado a las rarezas de Pendergast, pero se estaba pasando.
«El objetivo se dirige a East Side Park –dijeron tranquilamente en el primer coche–. Hay una concentración. De maquetismo, cohetes o algo así.»
D'Agosta oyó gritos, y vio cómo Pendergast salía rápidamente de la tienda con ropa en una mano y unos cuantos zapatos en la otra. Poco después salió en estampida una mujer gorda, gritando:
–¡Socorro! ¡Policía! ¡Estará orgulloso! ¡Robar al Ejército de Salvación! ¡Cabrón!
–Gracias, señora –dijo Pendergast mientras subía al asiento trasero, no sin antes arrugar un billete de cien dólares y lanzarlo por encima del hombro. D'Agosta pisó el acelerador, dejando un rastro de neumáticos y una nube de humo.
–No creo que nos hayamos detenido más de dos minutos –dijo Pendergast desde el asiento trasero.
Al mirar por el retrovisor, D'Agosta vio que se quitaba la chaqueta y la corbata.
–En este trabajo, dos minutos es mucho.
–Tendré que mandar algo a los del Ejército de Salvación para compensar mis malos modales.
–Van hacia East Side Park.
–Perfecto. Si es tan amable, rodee el parque y entre por el sur. Necesito un poco más de tiempo.
D'Agosta bordeó el parque (una pared vegetal a mano izquierda, asomada al cemento de un muro de contención) y dobló a la izquierda por la avenida Derrom. Estaban en un barrio cuyas casas, pese a hallarse tan cerca de un espectáculo tan cutre y penoso como el de Broadway, destacaban por sus dimensiones y su cuidado aspecto: reliquias de una época en la que Paterson fue una ciudad industrial modelo. Desde atrás, Pendergast recitó:
Eternamente dormido,
sus sueños pasean por la ciudad donde él persiste
de incógnito.
D'Agosta volvió a mirar por el retrovisor, y estuvo a punto de pisar el acelerador al sentirse observado por un desconocido que no era otro, por supuesto, que Pendergast, transformado gracias a un disfraz casi milagroso.
–¿Ha leído
Paterson,
de William Carlos Williams? –preguntó el vagabundo del asiento de atrás.
–No me suena.
–Lástima.
Inmortal, ni se mueve ni despierta, y apenas
se le ve, aunque respira, y las sutilezas de sus maquinaciones,
que se nutren del fragor del río caudaloso,
animan mil autómatas.
D'Agosta negó con la cabeza, musitando algo para sus adentros. Después de algunas manzanas, volvió a girar a la izquierda y penetró en el parque junto a una estatua de Cristóbal Colón.
East Side Park era una loma de hierba y maleza rodeada de casas, con pocos árboles que le dieran sombra. Una pista recorría uno de sus flancos. Al tomarla, D'Agosta vio aparecer varias construcciones de pudinga en grado variable de deterioro. Los lados de la pista estaban sembrados de bancos de cemento con listones de madera pintada de verde. A partir de cierto punto, el camino ascendía hacia un montículo coronado por una fuente, con una reja protectora de hierro forjado. La abundancia de coches aparcados, entre ellos el que les había precedido, hacía casi imposible pasar. D'Agosta distinguió la camioneta de televisión, que había aparcado en la hierba, entre varias pistas de tenis y un campo de béisbol, donde un grupito de niños hacía volar maquetas de cohetes bajo la supervisión de media docena de padres. Al lado de la camioneta había un hombre filmando con una cámara de televisión.
–Una reunión especialmente bien planeada, Vincent –dijo Pendergast cuando pasaron lentamente al lado–. Se han concentrado en medio de un parque, un sitio a prueba de emboscadas, y el ruido de los niños y de los cohetes invalida cualquier vigilancia electrónica de largo alcance. El hombre de la cámara es el vigilante. Tiene una excusa perfecta para mirarlo todo por un teleobjetivo. Se nota que Bullard forma bien a sus hombres. ¡Ah! Frene, Vincent, por favor, que ya vienen los chinos.
Al mirar por el retrovisor, D'Agosta vio algo que estaba totalmente fuera de lugar: un Mercedes largo y negro que les seguía lentamente por el parque, hasta que frenó en la hierba del otro lado de las pistas de tenis. Dos hombres altos, con la cabeza rapada y gafas de sol, bajaron e inspeccionaron el entorno. Acto seguido salió un hombre de menor estatura que se acercó a la camioneta por el césped.
–¡Qué patética falta de sutileza! –dijo Pendergast–. Se nota que han visto demasiada tele.
D'Agosta hizo avanzar el coche hasta poco antes de la salida a Broadway. En ese punto la loma era más escarpada y la abundancia de árboles les protegía de miradas indiscretas.
–Lástima que lleve el uniforme –dijo.
–Al contrario. Gracias a él será de quien menos sospechen. Voy a acercarme todo lo que pueda, a ver si averiguo más detalles sobre la reunión. Usted cómprese un donut y un café. –Señaló con la cabeza un bar cutre de la otra acera de Broadway–. Luego entra en el parque y se sienta en uno de los bancos que están al lado del campo de béisbol, desde donde tendrá una buena línea de fuego por si ocurre algo. Con tantos niños, esperemos que no sea así, pero esté preparado para entrar en acción.
D'Agosta asintió con la cabeza.
Pendergast se restregó los ojos con fuerza, haciendo que perdieran su color plateado. Cuando apartó las manos sucias, se habían convertido en ojos de borracho, borrosos, líquidos y enrojecidos.
D'Agosta vio que bajaba del coche y subía por la colina. Llevaba una chaqueta marrón de dudoso tejido, con una mancha descolorida entre los hombros, pantalones de lana demasiado grandes y unos zapatos hechos polvo. Su pelo resultaba bastante más oscuro de lo habitual (¿cómo lo había hecho?) y su cara pedía a gritos un buen lavado. Era la viva estampa de alguien venido a menos, pero que no había llegado al final del camino; alguien que todavía se aferraba a los últimos restos de respetabilidad. Y no solo por la ropa, sino porque sus propios andares se habían vuelto cansinos, sus gestos vacilantes y su mirada huidiza, como si temiera un golpe inesperado.
Cuando el sargento salió de su sorpresa, bajó del coche, pidió un café y un donut glaseado en el bar de enfrente y volvió al parque.
Al subir por la loma y acercarse al campo de béisbol, vio que el chino más bajo se introducía en la parte trasera de la camioneta, mientras sus compañeros, más fornidos, se quedaban cruzados de brazos a unos cuarenta pasos.
Un silbido acompañó el despegue de un cohete, recibido con gritos y aplausos. Todos los ojos miraban hacia arriba. Después se oyó un «pop» y el cohete descendió flotando bajo un paraguas rojiblanco en miniatura.
D'Agosta eligió un banco situado enfrente de la camioneta, al otro lado del campo, y al retirar la tapa del café fingió observar la trayectoria de los cohetes. ¡Qué raro! El presunto cámara estaba llamando a los niños, como si quisiera filmarlos. Se preguntó si era Chait, la mano derecha de Bullard en Nueva York, pero llegó a la conclusión de que Chait debía de estar en la camioneta con el jefe chino.
Volvió a mirar a Pendergast. El agente deambulaba cerca de la camioneta. De pronto interrumpió su paseo, sacó una papeleta de apuestas de caballos de una papelera, la limpió de basura y le dijo algo al cámara, como si estuviera pidiéndole dinero. El cámara puso mala cara, negó con la cabeza y le indicó que se fuera. Después se volvió hacia los niños y les hizo señas de que formasen una fila con sus cohetes.
A D'Agosta se le hizo un nudo en el estómago. ¿Qué sentido tenía organizar así a los chavales? Algo olía francamente mal.
Mientras tanto, Pendergast se había sentado en el banco más próximo a la camioneta, que casi podía tocar, y rellenaba la papeleta con la mínima expresión de un lápiz. Rodeó varios nombres de caballos con un círculo e hizo una serie de anotaciones.
Después tomó una decisión inexplicable: levantarse, ir a la parte trasera de la camioneta y llamar.
El cámara se acercó rápidamente y le empujó gesticulando. D'Agosta contuvo el impulso de coger la pistola. Las puertas traseras de la camioneta se abrieron y volvieron a cerrarse, después de una conversación acalorada. El cámara, enfadado, quiso ahuyentar a Pendergast, pero el detective se encogió de hombros y volvió al banco (así como al examen de la papeleta, que repasaba con calma y languidez, como si le sobrase dinero para perderlo en caballos).
D'Agosta miró alrededor. Los dos agentes de paisano del FBI se paseaban charlando por el otro lado del campo de béisbol, sin que los chinos dieran muestras de haber reparado en su presencia. Estaban demasiado atentos a la camioneta y a lo que sucedía dentro. Parecían preparados para algo. Demasiado. Por su parte, el cámara seguía alineando a los chavales, como si también esperase algo inminente.
D'Agosta estaba completamente en vilo; temía lo peor. Se preguntó por qué los hombres de Bullard ponían tanto empeño en situarse entre los niños, si no tenían ni idea de que los vigilaban. La tensión era entre ellos y sus clientes, los chinos. Eso D'Agosta lo sabía por las escuchas. Ahora lo veía con sus propios ojos.
Se imaginó lo que ocurriría si los chinos sacaban sus armas y abrían fuego contra la camioneta. Los niños se verían en pleno fuego cruzado. ¡Claro! Eran eso, una protección. Los hombres de Bullard preveían un tiroteo, y el cámara alineaba a los crios como escudos humanos.
Soltó el café y el donut y se levantó del banco con la mano en la pistola. Justo en ese momento se abrieron las puertas traseras de la camioneta, y el chino bajito salió con la ligereza de un pájaro y empezó a dar zancadas por el campo de béisbol. Mientras hacía discretas señas a los dos matones, echó a correr.
D'Agosta vio que los esbirros cogían sus armas.
Sin perder ni un segundo, apoyó una rodilla en el suelo, cogió bien la pistola y apuntó. En cuanto vio aparecer la primera arma (que parecía un Uzi), disparó, y falló por poco.
De repente el parque se convirtió en un infierno. Los niños se dispersaban entre detonaciones de pistolas semiautomáticas. Los adultos gritaban, cogían a sus hijos y salían corriendo de puro pánico, o se tiraban al suelo. El cámara también sacó un Uzi, pero antes de poder disparar recibió una ráfaga en el pecho y salió despedido hasta chocar de espaldas con un lado de la camioneta.
D'Agosta volvió a disparar al mismo chino y lo inmovilizó con un balazo preciso en la rodilla. El otro se volvió hacia el fuego imprevisto y, con un movimiento de su pistola automática, sembró de balas el perímetro del campo, hasta que Pendergast, que protegía a dos niños con su cuerpo, le abatió de un frío disparo en la cabeza. La caída del chino hizo que el Uzi saliera volando, sin dejar de disparar. Delante de Pendergast, el césped se deshizo en nubecitas de polvo. Bruscamente, el agente cayó hacia atrás. Mientras apartaba a los niños, una mancha de sangre oscureció su brazo.
–¡Pendergast! –exclamó D'Agosta.
El chino al que había alcanzado en la rodilla se resistía a darse por vencido. Había rodado por el suelo y disparaba contra la camioneta, haciendo saltar la pintura en varios puntos. Una ráfaga desde el asiento delantero hizo que volviera a caer. La camioneta se alejó con un chirrido de neumáticos.
–¡Detenedles! –dijo D'Agosta con todas sus fuerzas a los dos agentes, que ya corrían tras ella y acribillaban en vano su carrocería acorazada.
El jefe de los chinos había llegado al Mercedes negro. Al oír que arrancaba, los dos agentes la emprendieron a tiros contra él. Los neumáticos traseros reventaron en los primeros metros del camino. Otra bala perforó el depósito. El coche se incendió con una explosión sorda y se convirtió en una bola de fuego, entonces se salió de la pista y rodó suavemente hasta unos árboles. Se abrió la puerta y surgió un hombre en llamas que se desplomó con lentitud, tras unos pasos vacilantes. Mientras tanto, la camioneta de televisión salió del parque y se perdió en el laberinto de calles al oeste.
El parque era una locura. Por todas partes había niños y adultos encogidos o gritando. D'Agosta corrió hacia donde vio que caía Pendergast, y le alivió enormemente verlo sentado en el suelo. Los dos chinos estaban muertos. Era evidente que el cámara (prácticamente seccionado en dos) no tardaría en seguir la misma suerte. En cambio los civiles no habían sufrido ni un rasguño. Parecía un milagro.
D'Agosta se arrodilló en la hierba.
–¿Está bien, Pendergast?
El agente, pálido y sin habla, respondió con gestos. Uno de sus compañeros del FBI llegó corriendo.
–¿Heridos? ¿Hay heridos?
–El agente Pendergast. Con el cámara ya no hay nada que hacer.
–Ahora llegan los refuerzos y el equipo médico.
En efecto, D'Agosta oyó sirenas convergiendo en el parque.
Pendergast ayudó a levantarse a uno de sus protegidos, un niño de unos ocho años, cuyo padre llegó corriendo y lo cogió en sus brazos, diciendo:
–¡Le ha salvado la vida! ¡Le ha salvado la vida!
D'Agosta ayudó a Pendergast a ponerse de pie. Tenía una mancha de sangre en un lado de la camisa sucia.