La mano del diablo (26 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Magnífica investigación, Constance –dijo Pendergast.

La joven sonrió.

–Esta biblioteca contiene diversas obras sobre la combustión humana espontánea. A su tío abuelo le fascinaban las muertes extrañas. Qué voy a decirle... Por desgracia, los libros más recientes de esta casa son de 1954, pero aun así se pueden encontrar varias docenas de descripciones anteriores. Todos los casos de CHE coinciden en una serie de elementos. El tronco aparece completamente incinerado, pero las extremidades suelen quedar intactas. La sangre desaparece literalmente por vaporización. Los fuegos normales no deshidratan los tejidos corporales hasta ese extremo. El calor está muy localizado. El mobiliario y los enseres más próximos quedan intactos, incluso los inflamables. En muchos casos, se habla de un «círculo de muerte»: dentro de él, todo se consume; fuera de él, no hay nada afectado.

D'Agosta apartó lentamente el resto del bistec. La descripción recordaba mucho lo que les había pasado a Grove y Cutforth, con una diferencia crucial: la marca de la pezuña y de la cara, y el hedor a azufre.

Justo en ese momento se oyó un golpe sordo en la puerta principal.

–Serán niños del barrio –dijo Pendergast, tras un momento de silencio.

Otra vez: golpes sordos, lentos e insistentes, que resonaron por las galerías y estancias de la antigua mansión.

–Los delincuentes no llaman así –murmuró Constance.

Proctor interrogó a Pendergast con la mirada.

-¿Voy?

–Con las precauciones habituales.

Un minuto después, el criado hizo pasar a un hombre al comedor. Era un individuo alto, de labios finos y pelo castaño poco abundante. Llevaba un traje gris, con el nudo de la corbata un poco separado del cuello de su camisa blanca. Tenía facciones regulares. Sus arrugas no se correspondían con su edad; parecían de cansancio, más que de vejez. No era ni guapo ni feo. En general, lo más destacable de su persona era la falta de expresión y personalidad. A D' Agosta le pareció de un anonimato casi voluntario.

El desconocido se quedó en la puerta, observando al grupo hasta detener su mirada en Pendergast.

–Usted dirá –dijo el agente.

–Acompáñeme.

–¿Sería tan amable de decirme quién es y a qué viene?

–No.

La negativa abrió un corto período de silencio.

–¿Cómo ha sabido que vivo aquí?

El hombre siguió observando a Pendergast con la misma inexpresividad. No era normal. A D'Agosta le ponía los pelos de punta.

–Venga, por favor. Preferiría no tener que pedírselo otra vez.

–¿Por qué tendría que acompañarle, si se niega a decir su nombre y el motivo de su visita?

–Mi nombre no tiene importancia. Tengo información. Información comprometida.

Después de observarle un poco más, Pendergast se sacó su Les Baer del 45 de la chaqueta, comprobó que estuviera cargada y se la guardó como si tal cosa.

–¿Alguna objeción?

Ni un solo cambio de expresión.

–No cambia nada que la traiga o no.

–Un momento. –D'Agosta se levantó–. Esto no me gusta. Yo también voy.

El hombre le miró y dijo:

–Imposible.

–Y una mierda.

La única reacción del desconocido fue mirar al sargento. Por lo demás seguía igual de inexpresivo, o más. Pendergast puso una mano en el brazo de D'Agosta.

–Creo que es mejor que vaya solo.

–¡Sí, hombre! No sabe quién es, qué quiere... No sabe nada de nada. Esto no me gusta.

El desconocido se volvió y abandonó rápidamente la sala. Pendergast no tardó mucho en ir tras él. D'Agosta le vio salir, cada vez más consternado.

Treinta y uno

El desconocido condujo hacia el norte por West Side Highway. A Pendergast no le molestaba su mutismo. Empezó a llover; la lluvia salpicaba los limpiaparabrisas. El coche se acercó a la rampa del puente George Washington, cuyas luces dominaban el Hudson, pero justo antes de acceder a ella se metió por una vía de servicio, llena de baches y a medio asfaltar, que conducía a una rotonda escondida entre zarzas, al pie de la gigantesca torre este del puente.

El hombre se decidió a hablar.

–¿Lleva algún micrófono?

–No.

–Se lo pregunto por su segundad.

–¿CIA?

El desconocido asintió mirando el parabrisas.

–Ya sé que podría identificarme fácilmente. Quiero que me dé su palabra de que no lo hará.

–La tiene.

El hombre le puso una carpeta azul sobre las rodillas. En la etiqueta solo constaba una palabra: BULLARD. Llevaba el sello de «confidencial».

–¿De dónde sale? –preguntó Pendergast.

–Llevo dieciocho meses investigando a Bullard.

–¿Por qué motivo?

–Está todo en la carpeta, pero se lo resumiré. Bullard es el fundador, presidente y accionista mayoritario de Bullard Aerospace Industries. BAI es una empresa mediana y totalmente privada de ingeniería aeroespacial. Se dedica sobre todo a diseñar y probar componentes para aviones militares y misiles. También es titular de una de las subcontratas del transbordador espacial. Entre otras cosas, BAI ha participado en la creación del revestimiento antirradar para los bombarderos y cazas invisibles. Es una empresa que reporta muchos beneficios, y muy buena en su campo. Bullard cuenta con algunos de los mejores ingenieros del mercado. Es un hombre de grandísima eficacia, aunque tiene mal genio y es muy impulsivo. El problema es que es más malo que la tina, ¿me entiende? No vacila en perjudicar o eliminar a cualquiera que se interponga en su camino, y no se limita a los civiles.

–Entiendo.

–Muy bien. Ahora présteme atención: BAI también investiga para otros gobiernos, incluso para algunos que no están muy bien vistos. Es un trabajo sometido a estrictos controles de exportación, y a todas las prohibiciones existentes sobre transmisión de tecnología. Un trabajo muy vigilado. De momento BAI ha cumplido todas las normativas, al menos en lo que respecta a sus instalaciones en Estados Unidos. El problema es una pequeña fábrica que tiene en Italia, en un suburbio industrial de Florencia que se llama Lastra a Signa. Hace unos años, BAI compró una fábrica que estaba cerrada que había sido de Alfred Nobel. –Una sonrisa irónica cruzó el rostro del hombre–. Son instalaciones muy grandes y abandonadas, pero las han convertido en el núcleo de un complejo de I+D muy sofisticado.

Seguían oyendo la lluvia sobre la capota. Al otro lado del río, un relámpago hizo parpadear el cielo, seguido por un trueno lejano.

–La verdad es que no sabemos qué hace BAI en su fábrica italiana, pero tenemos ciertas pruebas de que podrían estar trabajando en un proyecto para los chinos. El año pasado observamos una serie de ensayos con misiles balísticos en la zona de pruebas del desierto de Lop Nur. Se ve que el misil en cuestión es de un nuevo tipo, diseñado especialmente para atravesar el escudo antimisiles que proyecta Estados Unidos.

Pendergast asintió.

–Lo peculiar del misil es que tiene una nueva forma aerodinámica que, combinada con una superficie o un revestimiento especial, hace que no se pueda detectar con los radares. Ni siquiera deja un rastro de calor o una turbulencia Doppler. El problema es el siguiente: que lo que hacen los chinos, sea lo que sea, no funciona. De momento todos los misiles han fallado en la reentrada. Es ahí donde interviene BAI. Por algo es su especialidad. Creemos que los chinos han contratado a la empresa para que solucione el problema, y creemos que lo está solucionando en su fábrica de Florencia.

–¿Cómo?

–Eso no lo sabemos. Parece que los fallos tienen algo que ver con un pico de resonancia que se produce en la reentrada. La forma del misil está tan condicionada por los requisitos de invisibilidad que casi es imposible que vuele. Con el bombardero invisible ocurrió algo parecido, pero lo solucionaron gracias a la informática y a estudios con túneles de viento. Aquí el problema es que el misil es mucho más rápido, que es balístico y que se enfrenta con radares mucho más sofisticados. La respuesta hay que buscarla en las matemáticas: autovalores, transformaciones de Fourier y todas esas cosas. ¿Sabe de qué hablo?

–A un nivel básico.

–La matemática de vibraciones y resonancias. Tiene que ser un misil completamente aerodinámico, pero también con una superficie que el radar no detecte. No puede tener curvas ni aristas, porque provocarían reflejos o turbulencias visibles con el Doppler, y sin embargo tiene que ser aerodinámico. Si hay alguna empresa a la altura del desafío técnico, esa es BAI.

–¿Esta carpeta es para mí?

–Sí.

–¿Porqué?

El agente miró a Pendergast por primera vez. En ese momento, la imperturbable máscara cayó, y lo que vio Pendergast fue el rostro de un hombre cansado, muy cansado.

–Por lo de siempre. La CIA está sujeta a presiones partidistas; Bullard, por su parte, tiene amigos en Washington. Resumiendo, que me han pedido que ya no le investigue. ¡Por algo ha donado millones de dólares para las campañas de reelección de media docena de los principales senadores y congresistas, sin contar al presidente! Ahora nos preguntan por qué la CIA hostiga a un ciudadano de su categoría, habiendo tantos terroristas sueltos. En fin, ya conoce la cantinela.

Pendergast se limitó a asentir.

–Pues que se jodan. Ese tío está vendiendo al país. Es tan traidor como las empresas americanas de toda la vida que venden tecnología de doble uso a Irán y Siria. Si Bullard se sale con la suya, Estados Unidos se habrá gastado cien mil millones de dólares en un sistema antimisiles que ya será obsoleto en el momento de su despliegue, y entonces se las cargará la CIA. El gobierno sufrirá una amnesia repentina y total sobre el hecho de que cerraran a conciencia nuestra investigación. El Congreso exigirá una investigación oficial de lo que llamarán fallo de inteligencia, y seremos el gran chivo expiatorio.

–De eso en el FBI sabemos un poco.

–Me he pasado dieciocho meses investigando a Bullard, y no renunciaré por nada del mundo. Soy un patriota. Quiero que le eche el guante. No quiero que un misil nuclear arrase Nueva York solo porque un empresario americano sobornó a unos cuantos congresistas.

Pendergast dejó la carpeta a su lado.

–¿Porqué yo?

–Me han dicho que es muy bueno, aunque sea del FBI. –El hombre se permitió una sonrisa cínica–. Y me gustó su manera de llevarse a Bullard a la comisaría central como un delincuente cualquiera. Hacen falta huevos. Dejó cabreada a mucha gente. Cabreada de verdad.

–Lamentable, pero me temo que no es la primera vez.

–Le aconsejo que no baje la guardia.

–Descuide.

–Verá que la carpeta no contiene ninguna prueba incriminatoria. Bullard ha borrado bien su rastro. Queda mucho trabajo por hacer.

Arrancó, encendió los faros, dio media vuelta y se reintegró al tráfico que iba hacia el sur, hacia la parte baja de Manhattan. Guardó silencio hasta salir de la carretera a la altura de la calle Ciento cuarenta y cinco, con los rascacielos de Midtown brillando a lo lejos como cristales.

–No nos conocemos de nada. Nunca hemos hablado. Aunque la carpeta volviera a la CIA, nadie podría averiguar su procedencia, porque todas las señales están borradas.

–Pero ¿no sospecharán de usted, que era quien llevaba el caso?

–Preocúpese de su culo, que yo me preocupo del mío.

Dejó a Pendergast a unas pocas manzanas de su casa. Mientras el agente bajaba del coche, su informador se asomó y le dijo algo más:

–¿Agente Pendergast?

Pendergast se volvió.

–Si no puede detenerle, mátele.

Treinta y dos

El hombre que se hacía llamar Vasquez estudió atentamente el reducido espacio donde pasaría algunos días de su vida. Pocos minutos antes, al ver abrirse la puerta cochera, se había puesto en tensión, listo para una oportunidad inesperada. Una rápida comprobación a través de la mira telescópica confirmó que su objetivo salía de la casa, pero que le acompañaba otra persona. Vasquez soltó el rifle para anotar algo en su libreta: «22.31.04» El destino de ambos hombres era un coche aparcado en la calle, a pocos metros; un Chevrolet sin marcar de algún cuerpo de seguridad. Se veía enseguida que era un modelo del gobierno.

La salida del coche estuvo acompañada de un brillo blanco en el marco de la puerta cochera. Vasquez vio a un hombre con esmoquin entrando y cerrando la puerta. Un mayordomo, a juzgar por su aspecto, aunque ¿cuándo se había visto un mayordomo por esos barrios?

Vasquez se negaba a lamentarse. Era imposible acabar tan pronto un trabajo como ese. Por otro lado, siempre valía la pena extremar las precauciones. Dejó la libreta y siguió preparando su nido de asesino. La habitación abandonada del antiguo hotel de pobres era un desastre, con un montón de jeringuillas y condones usados en un rincón, y un colchón roto en el suelo con una mancha oscura en el centro, como si alguien hubiera muerto encima. El movimiento de la luz por la habitación había provocado una fuga de cucarachas (brillo mate de lomos aceitosos, e infinidad de patas haciendo un ruido de hojas secas), pero Vasquez estaba acostumbrado, y muy a gusto en su nuevo alojamiento. De hecho, pocas veces había visto algo tan ideal. Repuso el trocito de contrachapado que tapaba el único resquicio de la ventana (solo había una) y siguió con sus preparativos.

Decididamente, era perfecto. La ventana, orientada al norte, permitía espiar la oscura y ruinosa mansión de Riverside Drive 891. (¡Qué sitio más raro para vivir! Pero bueno, sobre gustos...) La puerta cochera, situada tres pisos más abajo, al otro lado de la calle Ciento treinta y siete, daba acceso a un camino de entrada semicircular, que cruzaba un arco de ladrillo y mármol. Lo último que se veía era el borde de la puerta que usaba su víctima para entrar y salir, como acababa de hacer. De momento no había usado ninguna otra. Claro que Vasquez solo llevaba doce horas de observación.

Bien montado, sí señor. En esa parte de Harlem no había porteros inquisitivos apostados ante los edificios, ni videocámaras ocultas, ni viejas que avisaran a la poli por el simple maullido de un gato callejero. Era un sitio donde ni siquiera el ruido de disparos provocaba necesariamente una llamada a la policía. Por si fuera poco, Vasquez había encontrado un edificio abandonado justo enfrente del domicilio de su objetivo, con una entrada que no era visible desde la mansión. Quedaba por debajo de la acera, y daba a una pequeña travesía de la calle Ciento treinta y seis.

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