La mano del diablo (11 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Se volvió para buscar la dirección del edificio de la esquina más cercana: el número 214.

«¿Dos catorce?» Soltó una palabrota. Decididamente, se notaban los años pasados en Canadá. El 191 estaba mucho más hacia el norte de lo que pensó. Quizá quedase cerca de Harlem. ¿Qué hacía Pendergast tan arriba?

Podía volver al metro, pero eso suponía un regreso a Broadway largo y cuesta arriba, una espera tediosa en la estación y el trayecto hacia la parte alta. Otra opción era coger un taxi, pero para eso también había que volver a Broadway, y además a esa hora de la tarde era casi imposible encontrar un taxi que le llevara al norte. Tercera opción: el coche de san Fernando.

Subió hacia el norte por Riverside Drive. Probablemente solo fueran diez o quince manzanas cortas. Se dio una palmada en la barriga. Mejor. Así quemaría un poco de grasa de la hamburguesa, sin contar que aún le quedaba una hora.

Adoptó un paso rápido que hacía tintinear las esposas y las llaves. El viento susurraba entre los primeros árboles de Riverside Park. Las fachadas de los edificios elegantes de la parte del río estaban muy iluminadas, y en la mayoría había porteros o guardias de seguridad. Aunque faltara poco para las ocho, aún había mucha gente volviendo del trabajo: hombres y mujeres trajeados, un músico con un violonchelo, un par de profesores (al menos eso parecían) con chaquetas de
tweed,
discutiendo en voz alta sobre un tal Hegel... De vez en cuando alguien le miraba, sonreía y le saludaba con la cabeza, contento de que estuviera ahí. El 11 de septiembre había cambiado muchas cosas en Nueva York, una de ellas era la actitud hacia los policías. Otra razón para que le readmitiesen a la primera oportunidad.

D'Agosta caminaba tarareando una canción y respirando a fondo una fragancia embriagadora, el aroma de West Side, mezcla de salobre, humo de coches, basura y asfalto. Captó un rastro de café torrefacto, salido de alguna tienda de alimentación. Nueva York. Cuando se te metía en la sangre, era para toda la vida. El día en que la economía diera un vuelco y el ayuntamiento volviera a buscar personal, D'Agosta sería el primero de la fila. ¡Fijo! Con tal de volver a trabajar en la policía de Nueva York empezaría de cero en cualquier poblacho.

Cruzó la calle Ciento diez. Aún iba por los cuatrocientos; los números aumentaban, pero muy despacio. ¿Cuál era la fórmula para calcular los números de Riverside? Algo dividido por algo, menos cincuenta y nueve. Ni siquiera le quedaban teorías. Solo sabía que la casa estaba más al norte de lo que había previsto.

Menos mal que le sobraba tiempo. Quizá Pendergast viviera en una de las casas de la Universidad de Columbia, las de los profesores. Sí, seguro que coqueteaba con el mundo académico. Apretó el paso. Los edificios habían cambiado la elegancia por la sencillez, pero seguían estando cuidados. Acababa de entrar en el barrio de la Universidad de Columbia, caracterizado por los estudiantes con ropa holgada. Un chaval gritaba algo desde la ventana y le tiraba un libro al que estaba en la acera. D'Agosta se preguntó qué habría sido de su vida si hubiese nacido en una familia que le hubiera enviado a la universidad. A esas alturas quizá fuera un escritor de éxito. Quizá sus libros hubieran gustado más a los críticos. En determinadas facultades se establecían muchos contactos, y daba la impresión de que una buena parte de los críticos del
New York Times
salían de Columbia. Todos se hacían críticas entre sí, hasta el punto de que la
Times Book Review
parecía un club privado.

Negó con la cabeza. Como decía su abuelo italiano, era
acqua passata.

Al llegar a la calle Ciento veintidós hizo una pausa para tomar aliento. Había llegado al extremo norte de Columbia, poco antes de la International House, que era como el último bastión en la frontera. A partir de ahí empezaba la tierra de nadie.

Y los números solo iban por el 550.

Mierda. Miró su reloj: las ocho y diez. Había caminado un kilómetro y medio. Más que suficiente para un día. Le quedaba mucho tiempo, pero ya no disfrutaba. Además, tan al norte las posibilidades de encontrar un taxi eran nulas. Aún se veían algunos estudiantes, pero también grupos de jóvenes en las puertas de las casas, algunos de los cuales, al verle pasar, le enviaban un besito o murmuraban. Se dio cuenta de que el 891 de Riverside Drive quedaba a la altura de la calle Ciento treinta y cinco, o un poco más arriba. Podía llegar en diez minutos más (antes de la hora concertada, por lo tanto), pero debía internarse en el corazón de Harlem.

Volvió a sacar la tarjeta del bolsillo y a mirar la dirección, escrita con la elegante caligrafía de Pendergast. Parecía imposible, pero los números cantaban.

Superó el luminoso oasis de la International House a un paso ligero. Uniformado y con la Glock de nueve milímetros, no había nada que temer.

El paisaje urbano sufrió un cambio radical. Ya no había estudiantes ni actividad callejera. Las farolas estaban rotas y las fachadas en penumbra.

Todo estaba muy tranquilo, casi desierto. A la altura de la calle Ciento treinta, pasó al lado de una mansión vacía, una de las más antiguas, con la chapa arrancada de los marcos de las ventanas y un olor a moho y orina que permeaba todo el edificio y llegaba hasta la calle. Un palacio para yonquis. La siguiente manzana contenía un hotel de pobres, cuyos inquilinos bebían cerveza en la escalera que daba a la calle. Al verle se callaron y le miraron con los ojos hinchados. Un perro ladraba empecinadamente.

Los coches aparcados eran modelos viejísimos. Estaban llenos de golpes, sin cristales y en algunos casos sin ruedas. Por la calzada cada vez pasaban menos automóviles. Vio un Honda Accord CVCC minúsculo, antediluviano y tan oxidado que no quedaba ni rastro del color original. Aproximadamente un minuto después le siguió un Impala dorado con las ventanillas ahumadas, y D'Agosta tuvo la impresión de que frenaba un poco al pasar a su lado, antes de meterse por la primera calle a la derecha.

Un Impala dorado. Seguro que en la ciudad había un millón. Ya se estaba poniendo paranoico. Claro, la buena vida en Southampton...

Bordeó a paso ligero una larga sucesión de edificios abandonados, viejas mansiones divididas en pisos y hoteles subvencionados para pobres. Las aceras se habían llenado de cacas de perro, basura y botellas rotas. Casi todas las farolas estaban apagadas (a tiros, una de las distracciones favoritas de las pandillas). La desatención general del ayuntamiento hacia ese barrio hacía que se tardara una eternidad en repararlas.

Se estaba aproximando al núcleo duro del oeste de Harlem. Le parecía increíble que Pendergast tuviera una casa en un barrio así. Era excéntrico, pero no tanto. La manzana siguiente, la de la calle Ciento treinta y dos, estaba completamente a oscuras, con todas las farolas apagadas y los dos edificios restantes abandonados y cerrados con tablones. Incluso las farolas del lado del parque estaban reventadas. Era un lugar perfecto para los atracadores, con la salvedad de que nadie en su sano juicio pasaría por allí de noche.

D'Agosta recordó que estaba armado, de uniforme y con radio, y sacudió la cabeza. Estaba hecho un gallina. Siguió adelante con paso decidido.

En ese momento se dio cuenta de que tenía un coche detrás, y de que circulaba más despacio de lo normal. Cuando el vehículo pasó bajo la última farola, D'Agosta vio un brillo dorado. Era el mismo Chevrolet Impala que estuvo a punto de atropellarle en la calle Sesenta y uno Oeste.

Una cosa era haber olvidado la fórmula para calcular las direcciones y otra su radar de policía de Nueva York, que funcionaba perfectamente, y que se disparó con una fuerza atronadora. El coche se movía a la velocidad exacta para llegar a su altura en el centro de la manzana.

Era una emboscada.

Tomó una rápida decisión. Echó a correr, cortó a la izquierda y cruzó la calle por delante del coche. Oyó el chirrido de las ruedas al acelerar, pero había reaccionado demasiado deprisa, y cuando el vehículo frenó junto a la acera él ya se había metido en Riverside Park.

Mientras corría por la oscuridad de los árboles, vio abrirse simultáneamente las dos puertas.

Trece

Quien abrió la puerta de la suite del décimo piso del hotel Sherry Netherland fue un mayordomo inglés de uniforme tan impecable que parecía salido de las páginas de una novela de Wodehouse. Al ver a Pendergast, se apartó con una inclinación. Su levita cruzada estaba cepillada a la perfección, y la pechera almidonada de su camisa blanca susurraba un poco a cada movimiento. Una de sus manos enfundadas en guantes blancos cogió la chaqueta de Pendergast, mientras la otra le acercaba una bandeja de plata. Pendergast metió una mano en el bolsillo sin vacilar, sacó una fina caja dorada y dejó su tarjeta en la bandeja.

–Si tiene la amabilidad de esperar...

Después de otra pequeña inclinación, el mayordomo se alejó por un largo pasillo con la bandeja en alto. Se oyó el suave ruido de una puerta al abrirse, seguido por el clic del pestillo. El mayordomo volvió al cabo de unos minutos.

–Si hace el favor de seguirme...

Pendergast le acompañó a un salón revestido de madera, donde fue recibido por un fuego de abedul que chisporroteaba alegremente en una gran chimenea.

–Si lo desea, puede tomar asiento donde más le guste –dijo el mayordomo.

Pendergast, a quien siempre atraía el calor, eligió el sillón de cuero rojo más cercano al fuego.

–El conde le recibirá en breves instantes. ¿Le apetece un amontillado, señor?

–Gracias.

El mayordomo se retiró en silencio y volvió en menos de treinta segundos con una bandeja en la que descansaba una única copa de cristal, llena hasta la mitad de un líquido ámbar. La dejó sobre una mesita y se fue con la misma discreción.

Pendergast paladeó la bebida, seca y de gusto delicado, mientras examinaba el salón con creciente interés. Estaba amueblado con un gusto a la vez exquisito y discreto, que conjugaba la estética con la comodidad. En el suelo había una alfombra safawí de gran valor, con motivos de la época del sha Abbas. La vetusta chimenea era de
pietra serena
florentina gris, y estaba adornada con el escudo de armas de una antigua y noble familia. La copa de amontillado compartía la superficie de la mesa con una interesante serie de objetos: varias piezas antiguas de plata, un gasógeno antiguo, algunos frascos romanos de perfume muy bonitos y un pequeño bronce etrusco.

Pero lo que llenó de asombro a Pendergast fue el cuadro colgado encima de la chimenea. Parecía un Vermeer. Representaba a una mujer en una vidriera, examinando un encaje. La tibia luz flamenca que entraba por la ventana iluminaba el encaje, cuya sombra se proyectaba en el vestido de la protagonista. Pendergast estaba familiarizado con las treinta y cinco pinturas conocidas de Vermeer, y no se trataba de ninguna de ellas. Sin embargo, tampoco podía ser una falsificación, ya que ningún falsificador había logrado jamás imitar la luz de Vermeer.

Reanudó su examen. En la pared del fondo había un cuadro inacabado de estilo caravaggesco, con la conversión de san Pablo en el camino de Damasco. Era una versión más pequeña pero todavía más intensa del famoso cuadro de Caravaggio de Santa Maria del Popólo, en Roma. Cuanto más lo miraba, más dudaba de que fuera una copia o una versión «de escuela». De hecho, parecía un estudio del mismísimo maestro.

Luego se fijó en la pared de la derecha, donde había otro cuadro: una niña pequeña en una habitación oscura, leyendo un libro a la luz de una vela. Se percató de la similitud con una serie de pinturas sobre el mismo tema,
La educación de la Virgen,
obra del misterioso pintor francés Georges de la Tour. Pero no era una copia. ¿Podía ser auténtico?

En todo el salón solo había esos tres cuadros, tres verdaderas y asombrosas joyas, y sin embargo no estaban expuestos con pompa ni pretenciosidad, sino que parecían formar parte del ambiente y estar destinados al disfrute privado, no a la envidia pública. De hecho, ninguno de los tres tenía placa.

Sintió que aumentaba su curiosidad por Fosco.

En ese momento oyó nuevos rumores procedentes de otras partes de la casa. Su oído sobrenatural se concentró enseguida en ellos. Alguien había abierto una puerta. También distinguió el silbido de un pájaro, un ruido tenue de pasos y una voz grave y afable.

Prestó atención.

«¡Venga, sube por la escalerita! ¡Uno, dos, tres... arriba! ¡Tres, dos, uno... abajo!»

El canto del pájaro se mezcló con otro ruido, una especie de zumbido acompañado por alegres exhortaciones. Después se oyó una hermosa voz de tenor cantando las notas de un aria bellcantista, y el pájaro (suponiendo que fuera tal cosa) quedó en silencio, como hechizado. La voz aumentó de notas y volumen, antes de apagarse lentamente. En ese instante regresó el mayordomo.

–El conde le recibirá ahora mismo.

Pendergast se levantó y le siguió por un pasillo largo y ancho, revestido de libros, que conducía a un estudio.

El conde, con toda su corpulenta majestad, les esperaba en un estudio de grandes dimensiones, cuyo fondo estaba acristalado desde el suelo hasta el techo. Se hallaba de espaldas, mirando por un pequeño balcón, rodeado de rosales, que se hundía en el crepúsculo. Llevaba pantalones de
sport
y una camisa blanca perfectamente planchada con el cuello abierto. A su lado había una mesa de trabajo con no menos de cien herramientas alineadas con precisión geométrica: minúsculos destornilladores, hierros de soldar de precisión, pequeñas sierras de joyero, tornos y lijas de relojero. También había engranajes, trinquetes, muelles, palancas y otras piezas metálicas de precisión, todo exquisitamente pequeño y acompañado por chips, pequeñas placas de circuitos, manojos de cable de fibra óptica, LED, trocitos de goma y plástico y otros objetos electrónicos de misteriosa utilidad.

En medio de la mesa de trabajo había una percha de madera en forma de T con un objeto peculiar que, a simple vista, parecía una cacatúa tritón, blanca y con una cresta muy amarilla, pero que bajo un examen más detenido resultó ser un artilugio mecánico: un pájaro robot.

El mayordomo indicó amablemente a Pendergast que se sentase cerca, en un taburete. Simultáneamente, como por arte de magia, apareció su copa de amontillado a medio consumir. Acto seguido el mayordomo desapareció como un fantasma.

Pendergast observó al conde, cuya mano libre cogió una semilla de casuarina de una bandeja, la colocó entre sus gruesos labios y dejó que sobresaliese. Con un silbido de entusiasmo, la cacatúa robot se subió a su hombro y a su oreja, y a continuación, inclinándose con un ruido de engranajes, cogió la semilla de los labios, la partió con su pico mecánico y, según todas las apariencias, se la comió.

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