La mano del diablo (22 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–No es culpa suya.

–No he dicho que lo sea. Era una simple observación. Supongamos que Bullard se convierte en sospechoso. El numerito de hoy no quedará muy bien.

Doblaron a la izquierda por Park Row y después a la derecha por la calle Vesey. D'Agosta reconoció el local, que no parecía haber cambiado. Dos helechos moribundos colgaban en el macramé de la ventana del semisótano. El toque perfecto para ahuyentar a otros policías. Por eso le gustaba; por eso y por la Guinness de barril.

–Ni siquiera sabía que existía –dijo Hayward al bajar, mientras D'Agosta le sujetaba la puerta y entraba a su vez en una sala fresca con olor a cerveza.

La capitana se sentó al fondo. El camarero apareció enseguida.

–Una Guinness –dijo ella.

–Dos.

D'Agosta no conseguía borrar la imagen de Dominic con su mujer. Comprendió que si no lo remediaba se volvería loco.

–Ahora vuelvo –dijo levantándose.

Encontró el teléfono en un rincón del fondo del bar. Llevaba mucho tiempo sin llamar desde un teléfono público, pero dadas las circunstancias no quería usar su móvil. Llamó a información, habló con Canadá, pidió el número y lo marcó. Le costó dos viajes a la barra y veinte monedas de veinticinco centavos. ¡Caray!

–Caravanas Kootenay –dijo una voz nasal de mujer.

–¿Está Chet Dominic?

–Ya se ha ido.

–Es que habíamos quedado y llego tarde. ¿Tiene su número de móvil?

–¿De parte de quién?

–Jack Torrance, el que está interesado en el Itasca Sunflyer con dormitorio extraíble y encimeras Corian. Chet es amigo mío del club.

–Ah, sí, claro, el señor Torrance. –La voz se había vuelto falsamente simpática–. Un momento. –Le dio el número.

D'Agosta miró su reloj, fue a buscar más monedas en la barra y llamó.

–¿Diga?

Era Chester.

–Soy el doctor Morgan. Llamo del hospital. Ha habido un accidente muy grave.

–¿Qué? ¿Quién?

La voz indicaba sobresalto. D'Agosta se preguntó si Dominic tenía mujer e hijos. Probablemente sí, el muy cerdo.

–Tengo que hablar enseguida con la señora Lydia D'Agosta.

–Ah... Un momento. Ahora se la paso.

Oyó movimiento, una voz amortiguada y la de su mujer.

–¿Diga? ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?

D'Agosta cortó suavemente la llamada, respiró hondo dos veces y regresó a la mesa. Antes de llegar oyó sonar su móvil. Se puso.

–¿Vinnie? Soy Lydia. ¿Estás bien?

–Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas? Pareces nerviosa.

–No, no, estoy bien; es que acaban de decirme... No sé, algo del hospital, y me había preocupado.

Estaba alterada y confusa.

–No era yo.

–Es que como estoy aquí tan lejos de ti y me entero de todo por segundas fuentes...

–¿Aún estás en el trabajo?

–Ahora mismo salgo del aparcamiento.

–Ah. Bueno, pues hasta otra.

D'Agosta cerró el teléfono con fuerza y se sentó, pensando: «Querrás decir que el que salía era Chester Dominic. De ti». Sintió un calor en la piel, un hormigueo insoportable. Ya le habían servido la Guinness, una jarra digna de respeto, con cinco centímetros de espuma. La levantó y bebió dos sorbos largos y seguidos hasta sentir que el frío líquido le deshacía el nudo en la garganta. Entonces dejó la pinta en la mesa y vio que Laura Hayward le miraba fijamente.

–¡Sí que tenías sed!

–Sí.

Volvió a beber para taparse la cara. ¿A quién pretendía engañar? Ya llevaban medio año separados. En el fondo no podía reprocharle nada, al menos hasta ese punto. Y su hijo Vinnie tampoco quería irse de Canadá. En el fondo Lydia no era mala persona. Aunque le había dado un golpe bajo. Bajísimo. Se preguntó si Vinnie lo sabía.

–¿Malas noticias?

Miró a la capitana.

–Más o menos.

–¿Te puedo ayudar?

–No, gracias. –Se incorporó–. Perdona. Esta noche soy un desastre como acompañante.

–Tranquilo, que esto tampoco es una cita.

Después de un silencio, Hayward dijo:

–Leí tus dos novelas.

D'Agosta sintió que se ruborizaba. Era el tema del que menos le apetecía hablar.

–Son muy buenas. Quería decírtelo.

–Gracias.

–Me encantó el estilo: impasible, descarnado... En esos libros se ve lo que es trabajar en esto; no como en la mayoría de las novelas policíacas, que son una engañifa.

D'Agosta asintió con la cabeza.

–Y ¿dónde las encontraste? ¿En las ofertas?

–Me las compré cuando salieron. La verdad es que puede decirse que he seguido tu carrera.

–¿En serio?

D'Agosta estaba sorprendido. Años atrás, al trabajar con ella en los crímenes del metro, no tuvo la sensación de impresionarla mucho, al menos en el buen sentido. Claro que nunca fue muy comunicativa.

–En serio. La... –Hayward titubeó–. La última vez, cuando colaboramos, yo aún no me había sacado el máster en la Universidad de Nueva York. Fue mi primer caso importante. Era muy ambiciosa, y para alguien que empezaba como yo, eras el poli modelo. Por eso me intrigó que te fueras a Canadá a escribir novelas. Me extrañó que un poli tan bueno como tú renunciara.

–Quería decir muchas cosas. Sobre el delito, los delincuentes, el sistema judicial... y sobre la gente en general.

–Pues lo dijiste muy bien.

–No lo suficiente.

D'Agosta tenía la jarra vacía. Ella también.

–¿Otra ronda? –preguntó él.

–Venga. Mira, Vinnie, tengo que decirte que cuando te vi con galones de sargento y la insignia de Southampton me costó creerlo. Llegué a pensar que eras un hermano gemelo.

D'Agosta se esforzó en reír.

–La vida.

–Menudo caso el de los crímenes del metro, ¿eh?

–Ni que lo digas. ¿Te acuerdas del motín?

Hayward sacudió la cabeza.

–¡Qué espectáculo! Como en una película. A veces aún tengo pesadillas.

–Yo me lo perdí. Estaba a un kilómetro de profundidad, acabando lo que había empezado el capitán Waxie.

–El bueno de Waxie... ¿Sabes que cayó a tanta profundidad por los túneles que nunca encontraron su cadáver? Seguro que se lo comió un caimán.

–O algo peor.

La capitana se quedó callada.

–Ahora la policía es diferente. Nada que ver. Menos mal, porque ¡tuvimos que vérnoslas con unos personajes...! Y yo de novata.

–¿Te acuerdas de McCarroll, el de tráfico? ¿Te acuerdas de que le llamaban McCarrion
[3]
por su aliento?

D'Agosta se rió.

–¡Que si me acuerdo, dices! Tuve que pasarme seis meses trabajando para él. En esa época no era fácil ser mujer en tráfico. Tenía dos cosas en contra: mi condición femenina y estar estudiando un máster. Bueno, tres: que no quería acostarme con el cerdo de McCarrion.

–¿Se te insinuó?

–Ese, lo que entendía por insinuarse era ponerse a mi lado, echarme el aliento, decirme que qué cuerpo más bonito y poner morritos.

D'Agosta hizo una mueca.

–Vaya por Dios. ¿Lo denunciaste?

–¿Qué? ¿Y renunciar a mi carrera? Total, por un cretino que daba más pena que otra cosa... Ahora la policía de Nueva York es otro planeta. Profesional al cien por cien. Por otra parte, nadie se atrevería a hacerle según qué cosas a una capitana.

Trajeron la segunda ronda. D'Agosta hundió su rostro en el vaso y oyó cómo la capitana recordaba viejos tiempos y contaba anécdotas graciosas de McCarroll y otro capitán de los de antes, Al
Crisco
DuPrisco. Se le estaba refrescando la memoria.

Meneó la cabeza.

–Si es que para ser poli no hay nada como la Gran Manzana.

–Desde luego.

–Tengo que volver, Laura. En Southampton me muero de asco.

Ella no dijo nada. Al levantar la vista, D'Agosta vio algo en su mirada. ¿Qué era? ¿Compasión?

–Lo siento.

Apartó la suya. Se había girado la tortilla. Ironías de la vida. Ahora Hayward debía de ser la capitana más joven del cuerpo, y él... En fin, si alguien se merecía el éxito era ella.

–Oye –dijo recuperando de pronto el tono profesional–, que si te he invitado a una copa ha sido para asegurarme de que no le guardes rencor a Pendergast. Hemos colaborado en dos casos importantes, dos, y te aseguro que sus métodos funcionan, aunque sean poco ortodoxos. No podrías pedir nadie mejor del FBI.

–Agradezco tu lealtad, pero el caso es que no sabe trabajar en equipo. Me he arriesgado mucho para conseguir la citación y la orden judicial, y él me ha puesto en evidencia. Por esta vez le concederé el beneficio de la duda, pero mantenle a raya, Vinnie. Se nota que a ti te tiene respeto.

–A ti también.

Se quedaron un rato callados.

–Oye, ¿por qué dejaste de escribir? –preguntó ella volviendo al tema personal–. Me pareció que tenías futuro.

–Sí, en la zona de los números rojos. No ganaba lo suficiente. Después de dos novelas me quedé sin un real, y Lydia (mi mujer) ya no pudo más.

–¿Estás casado?

Hayward se apresuró a mirarle la mano, pero hacía años que no le cabía el anillo.

–Sí.

–No sé por qué me sorprendo. Todos los tíos que valen la pena están emparejados. Brindemos por Lydia.

Levantó la pinta, pero D'Agosta no.

–Estamos separados –dijo–. Ella aún vive en Canadá.

–Lo siento.

La capitana bajó su cerveza, pero no parecía sentirlo demasiado. ¿O eran imaginaciones de D'Agosta?

–Volviendo a la amenaza de Bullard... –D'Agosta tragó saliva. No sabía muy bien por qué se lo contaba, pero de repente tenía la sensación de que no podía aguantar un minuto más sin vomitarlo–. No sé cómo, pero se enteró de que mi mujer está liada con alguien y me lo dijo; eso y muchos otros datos comprometedores que amenazó con divulgar.

–Qué cabrón... Pues entonces me alegro de que Pendergast le diera caña. –Hayward titubeó–. ¿Te apetece hablar del tema?

–Ya estamos hablando.

–Lo siento, Vincent. Es un mal trago. ¿Vale la pena salvar el matrimonio?

–Ya ha pasado más de medio año. Lo que ocurre es que hasta ahora lo hemos negado.

–¿Tenéis hijos?

–Sí, uno. Vive con su madre. El año que viene entrará en la universidad con una beca. Es un chico estupendo.

–¿Cuánto tiempo lleváis casados?

–Diecinueve años. Nos casamos al salir del instituto.

–¡Caray! Y ¿seguro que no hay nada que valga la pena rescatar?

–Ahora mismo, salvo algunos buenos recuerdos, nada. Se acabó.

–Bueno, pues Bullard acaba de hacerte un favor.

Hayward le tocó la mano para consolarle. D'Agosta la miró.

Tenía razón. En cierto modo, Bullard le había hecho un favor. Un gran favor, quizá.

Veintisiete

Medianoche. El barco seguía en su grada, con la tripulación a bordo y todo preparado para zarpar con las primeras luces. Bullard se encontraba en cubierta, respirando el aire nocturno y contemplando Staten Island al fondo de la bahía. Quedaba algo pendiente antes de levantar el ancla. Había cometido dos errores graves, y era necesario enmendarlos. El primero era haber contratado impulsivamente a unos memos para acabar con D'Agosta. ¡Qué estupidez! Indigna de él. Para matar a un poli había que hacer bien las cosas. El muy fulero del sargento le había soltado un par de amenazas, y él, nervioso como estaba, se dejó asustar. ¡Llevaba unos días de una suspicacia...! No pensaba claramente. En realidad su enemigo no era el mierda del sargento. Ese era un simple sabueso. El verdadero enemigo era el agente del FBI, Pendergast, que resultaba más peligroso que una víbora: tranquilamente enrollado sobre sí mismo, inalterable, pero siempre a punto de morder. Pendergast iba muy en serio. Era el cerebro del equipo. Matando el cerebro, se mataba el cuerpo. Con Pendergast fuera de juego, la investigación no tenía futuro.

La regla para los polis resultaba aún más válida con los agentes del FBI: solo había que matarles si no había más remedio. Casi nunca se mejoraba nada. Claro que había excepciones, y Pendergast era una de ellas. Bullard no podía permitir que nada, nada, interfiriese en lo que tenía que hacer.

Entró en el barco. Todo estaba en calma. Penetró con sigilo en una habitación insonorizada, cerró la puerta con pestillo y consultó su reloj. Aún faltaban algunos minutos. Pulsó unos botones que hicieron iluminarse una pantalla. Pendergast se había llevado su CPU y algunos de sus archivos, pero todos sus ordenadores estaban en red, y todas las carpetas con datos de negocios estaban encriptadas. Bullard usaba una encriptación con claves de dos mil cuarenta y ocho bits, a salvo de cualquier ordenador, incluso de los más potentes del mundo. No tenía miedo de lo que pudiera encontrar Pendergast, sino del propio Pendergast.

Pulsó unas cuantas teclas más, haciendo aparecer una cara borrosa en la pantalla. Tenía la tersura de un tambor, y una delgadez tan extrema que era como si hubieran tensado la piel mojada sobre los huesos y la hubieran dejado secar. La cabeza estaba tan rapada que no existía ni una sombra en todo el cuero cabelludo. Daba verdadero repelús, pero era bueno. El mejor. Se hacía llamar Vasquez.

No hubo palabras ni saludos. Vasquez se limitaba a mirar fija e inexpresivamente, con las manos juntas. Bullard se apoyó en el respaldo y sonrió, aunque el efecto fuera nulo. La imagen que Vasquez veía en su pantalla era una cara inexistente, generada por ordenador.

Bullard tomó la palabra.

–El objetivo es Pendergast, nombre de pila desconocido. Agente especial del FBI. Vive en Riverside Drive 891. Quiero dos en la sesera. Te daré un millón por bala.

–Exijo el pago completo por adelantado –dijo Vasquez.

–¿Y si fallas?

–Yo nunca fallo.

–Y una mierda. Todo el mundo falla.

–El día en que falle, moriré. ¿Está de acuerdo o no?

Bullard vaciló. Claro que, puestos a hacer algo, mejor hacerlo bien.

–De acuerdo –se limitó a decir–, pero el tiempo es oro.

Si Vasquez le engañaba, había otros dispuestos a rematar la faena y reducir la competencia. Dos asesinatos no saldrían mucho más caros que uno.

Vasquez enseñó un papel con un número y esperó a que Bullard lo anotase.

–Cuando aparezcan los dos millones en esta cuenta, me pondré a trabajar. No hace falta que volvamos a hablar.

La pantalla se apagó. Bullard comprendió que Vasquez debía de haber interrumpido la transmisión. No estaba acostumbrado a que le colgasen. Tras una pasajera irritación, respiró hondo. Ya había trabajado con artistas, y todos estaban hechos de la misma pasta: egocéntricos, extravagantes y codiciosos.

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