La mano del diablo (71 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Bueno, no era un violín cualquiera.

–Me da igual. No justifica tantas muertes, y menos... –Dejó la frase a medias, como si vacilara en quebrantar un código tácito entre los dos–. ¿Dónde está?

–Lo envié por correo especial a una mujer que vive en la isla de Capraia, y que pertenece a una familia de violinistas. Se lo devolverá a la familia Fosco cuando le parezca bien y haya aparecido el nuevo heredero. No sé por qué, pero creo que es lo que habría querido Pendergast.

Era la primera vez que el nombre de Pendergast aparecía en la conversación.

–Ya sé que no podías explicarlo por teléfono –dijo ella–, pero ¿qué pasó exactamente? Quiero decir después de ayer por la mañana, cuando llevaste a la policía al castillo de Fosco.

D'Agosta no contestó.

–Venga, Vinnie, que te hará bien contarlo.

Suspiró.

–Me pasé el resto del día buscando por la campiña de Chianti, hablando con granjeros, con la gente de los pueblos... Con cualquiera que pudiera haber visto u oído algo. Luego pregunté si me habían dejado algún mensaje en el hotel, y no; pero es que tenía que asegurarme. Debía estar seguro al cien por cien...

Hayward esperó. Al cabo de un rato, D'Agosta reanudó su explicación.

–Y eso que en el fondo ya estaba seguro. Después de registrar todo el castillo... Y con la cara que me puso Fosco... ¡Qué horror! Si la hubieras visto... –Sacudió la cabeza–. Poco antes de medianoche volví al castillo. Entré tal como había salido. Me entretuve un poco en ver cómo funcionaba el aparato de micro-ondas, y luego... luego lo usé. Por última vez.

–Hiciste justicia con Fosco, y vengaste a tu compañero. Yo habría hecho lo mismo.

–¿Sí? –preguntó D'Agosta en voz baja.

Ella asintió con la cabeza.

D'Agosta, violento, cambió de postura.

–No hay mucho más que explicar. Esta mañana me he quedado en Florencia, yendo por los hospitales, los depósitos de cadáveres y las comisarías. Luego me fui al aeropuerto.

–¿Qué has hecho con el arma?

–Desmontarla, romper las piezas y repartirlas por Florencia en media docena de contenedores de basura.

Hayward asintió.

–¿Y ahora? ¿Qué planes tienes?

D'Agosta se encogió de hombros. No se lo había planteado.

–Ni idea. Supongo que volver a Southampton y apechugar con lo que haya.

Una sonrisa se insinuó en el rostro de la capitana.

–¿No me has oído? El que está apechugando es el jefe. Volvió de vacaciones y tenía tantas ganas de protagonismo que ahora paga las consecuencias. Braskie será su adversario en las próximas elecciones, y tiene las de ganar.

–Peor aún para mí.

Hayward cambió de carril.

–Tengo que decirte otra cosa. En Nueva York vuelven a contratar personal, así, que puedes trabajar otra vez en la ciudad. Puedes recuperar tu antiguo empleo.

D'Agosta negó con la cabeza.

–Qué va, he estado fuera demasiado tiempo. Ya ha pasado mi hora.

–No exageres. Están contratando por antigüedad, y con tu experiencia en Southampton y como enlace con el FBI... –Hizo una pausa para meterse por la rampa de la autopista de Long Island–. No sería en mi división, lógicamente, pero tienen vacantes en varios distritos del centro.

D'Agosta se tomó un momento para asimilarlo y la miró con dureza.

–Un momento, un momento. Recuperar mi antiguo puesto, vacantes en el centro... ¿Esto no tendrá nada que ver contigo? ¿No habrás hablado con Rocker, o algo así?

–¿Yo? Ya me conoces, como poli soy de las estrictas.

Sin embargo, su sonrisa pareció acentuarse fugazmente.

Las fauces del túnel de Queens-Midtown se abrían ante ellos, con su retícula de baldosas iluminada con fluorescentes. Hayward se metió hábilmente por el carril de peaje con pase automático.

D'Agosta la observó desde el asiento de al lado, fijándose en la armonía de sus facciones, la curva de su nariz y el pequeño surco de concentración que se le marcaba al maniobrar por el tráfico vespertino. ¡Qué placer volver a verla, estar con ella! Aun así no podía quitarse de encima la angustia que sentía. Era como un vacío que le acompañaba en todo momento, y que resultaba imposible de llenar.

–Tienes razón –dijo al entrar en el túnel–. Como si es el violín más valioso de toda la historia. No justificaba la muerte de Pendergast. Nada justifica algo así.

Hayward mantuvo la vista en la carretera.

–No sabes si está muerto.

D'Agosta no respondió. Ya se lo había repetido a sí mismo, no una vez, sino mil. Cuántas veces, con las circunstancias en contra, cuando parecían condenados a una muerte segura, Pendergast había logrado salvarles... En algunas ocasiones de un modo casi milagroso. Esta vez, sin embargo, Pendergast no había reaparecido. Esta vez la sensación era distinta.

Una sensación a la que se añadía otra que le provocaba un malestar casi físico: era la imagen de Pendergast en el claro, rodeado de perros, con los cazadores, los perreros y los batidores acercándose. «Solo puede pasar uno de los dos. Es la única posibilidad.»

Se le hizo un nudo en la garganta.

–Tienes razón. No tengo pruebas. Como no sea esto...

Metió la mano en el bolsillo y sacó el colgante de Pendergast con su cadena de platino: un ojo sin párpados sobre un fénix que alzaba el vuelo desde unas cenizas humeantes. Estaba picado y medio derretido. Era la cadena que había recogido del cadáver quemado y humeante de Fosco. Se la quedó mirando. Luego cerró el puño y apretó un nudillo contra sus dientes. Tenía unas ganas ridículas de llorar.

Pero lo peor de todo es que sabía que era él quien debía haberse quedado en la colina. Eso era lo que más deseaba en el mundo, haberse quedado allí.

–De todos modos, a estas alturas ya se habría puesto en contacto conmigo. O contigo. O con alguien. –Hizo una pausa–. No sé cómo decírselo a Constance.

–¿A quién?

–Constance Greene, su pupila.

No volvieron a hablar hasta el final del túnel. Después de salir a la noche de Manhattan, D'Agosta sintió que Hayward le cogía la mano.

–Déjame donde sea –dijo angustiado–. En la estación de Penn, por ejemplo. Cogeré el LIRR a Southampton.

–¿Por qué? Allí no pintas nada. Tu futuro se encuentra aquí, en Nueva York.

Mientras el coche se dirigía hacia el oeste por las avenidas Park, Madison y Quinta, D'Agosta permaneció en silencio.

–¿Tienes algún sitio donde poder dormir en la ciudad? –preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

–Pues... –empezó a decir ella, pero se calló.

D'Agosta salió de su estupor para mirarla.

-¿Qué?

Tenía la impresión de haberla visto sonrojarse a la luz de las farolas.

–No, nada, pensaba en voz alta –dijo ella–. Si vas a volver a la policía de Nueva York y vas a trabajar en la ciudad... No sé... ¿Por qué no te quedas en mi casa? Una temporadita, ¿eh? –se apresuró a añadir–. A ver qué pasa.

Al principio D'Agosta no contestó. Miraba las luces que desfilaban sobre el parabrisas.

De pronto comprendió que tenía que dejarse ir, al menos de momento. El pasado era irrecuperable. El día de mañana era una incógnita. No podía controlar ni lo uno ni lo otro. Lo único que podía controlar, y vivir, era el presente. Ser consciente de ello no aliviaba su dolor, pero le daba fuerzas para continuar.

–Mira, Vinnie –dijo ella en voz baja–, me da igual lo que digas. Yo no me creo que Pendergast esté muerto. Tengo la intuición de que aún está vivo. Es indestructible, en la medida en que pueda serlo una persona. Ha engañado mil veces a la muerte, no sé cómo, pero volverá a hacerlo. Estoy segura.

D'Agosta esbozó una sonrisa.

El semáforo de delante se puso rojo. Hayward frenó y se volvió a mirarle.

–¿Bueno, qué? ¿Vienes conmigo o no? No es galante obligar a una mujer a preguntar dos veces.

Él la miró y le apretó la mano.

–Creo que me gusta la idea –dijo sonriendo abiertamente–. Creo que me gusta muchísimo.

Epílogo

Un frío sol de noviembre iluminaba las lúgubres murallas de Castel Fosco, pero sin calentarlas. No había nadie en el jardín. La fuente murmuraba en soledad. Al otro lado del recinto, en la grava del aparcamiento, un remolino de hojas secas borraba las huellas del gran número de vehículos que había llegado por la mañana, y que se había ido. Ahora todo era silencio. Nadie circulaba por la estrecha carretera que descendía por la montaña. Arriba, en las almenas, solo un cuervo contemplaba en silencio el valle del Greve.

La camioneta del forense se había llevado el cadáver de Fosco a media mañana. La policía se había quedado un poco más para hacer fotos, tomar declaraciones y buscar indicios, pero sin encontrar nada de interés. A Assunta, que era quien había encontrado el cadáver, se la había llevado su hijo, lívida y deshecha. También se habían ido los pocos criados que quedaban, aprovechando las inesperadas vacaciones. No tenía mucho sentido quedarse; el pariente más próximo de Fosco, un primo lejano, estaba de vacaciones en la costa Esmeralda de Cerdeña, y aún tardaría varios días en llegar. Además nadie tenía muchas ganas de quedarse en un sitio que había recibido la visita de una muerte truculenta. En suma, que el castillo se había quedado solo en su sombra y silencio.

Un silencio que en ningún lugar era tan profundo como en los antiguos pasadizos que perforaban la roca muy por debajo del sótano del castillo. Allí abajo, ni el susurro del viento perturbaba las tumbas polvorientas y los sarcófagos de piedra de unos muertos olvidados.

El más profundo de esos pasadizos, labrado por los etruscos en la roca viva hacía casi tres mil años, se adentraba oscuramente en las profundidades hasta acabar en un túnel horizontal. Al final de ese túnel había un muro de ladrillo con un montoncito de huesos en la base. El túnel era oscuro, pero ni tan siquiera una antorcha habría permitido detectar que el muro solo tenía cuarenta y ocho horas, y que se había levantado para tapiar una tumba antigua, no sin antes desalojar los huesos de su anterior ocupante (un caballero lombardo desconocido) y dejarlos tirados en el polvo.

La antigua tumba del otro lado del muro de ladrillo tenía las dimensiones justas para albergar a una persona. En su interior, el silencio era total. Reinaba una oscuridad tan impenetrable que hasta el paso del tiempo parecía suspendido.

De pronto ese silencio fue roto por algo, un vago sonido, un paso amortiguado.

Después se oyó un ruido parecido al que produce una bolsa de herramientas al ser dejada en el suelo. Por unos instantes todo volvió a estar en silencio, roto a su vez por un sonido inconfundible: el roce del hierro en el cemento, y el brusco impacto de un martillo en un frío cincel.

Los golpes prosiguieron a un ritmo lento y metódico, como el tictac de un reloj. Transcurrieron varios minutos. De pronto el ruido cesó. Otro silencio, seguido por un sonido más tenue: el de la fricción de un ladrillo en el cemento. Entonces, tras algunos golpes más, apareció una lucecita en la tumba, una rendija luminosa que dibujaba la forma rectangular de un ladrillo en la parte superior del muro. Ese ladrillo fue extraído milímetro a milímetro, con un suave ruido de fricción. Al cabo de un instante ya no estaba. Un agujero recién practicado dejaba pasar una luz suave y amarilla, que penetró en la oscuridad de la tumba.

Momentos después aparecieron dos ojos en el rectángulo de luz y se asomaron con curiosidad, o tal vez con nerviosismo. Dos ojos: uno marrón y el otro azul.

* * *

Nota para el lector

Algunos lectores se habrán dado cuenta de que en
La mano del diablo
hemos hecho algo muy poco habitual. Es posible que algunos profesores reaccionen con un gesto de exasperación, preguntándose cómo se ha podido cometer esa vil ofensa contra la alta literatura.

Nos referimos al atrevimiento con el que hemos sacado al conde Isidor Ottavio Baldassare Fosco de las páginas de
La dama de blanco,
la gran novela del escritor Victoriano Wilkie Collins, para introducirlo, tal como es, en
La mano del diablo.

Aclaremos, para aquellos lectores que no conozcan a Collins, que este autor inventó la novela policíaca moderna al publicar su obra
La piedra lunar.
A nuestro juicio,
La dama de blanco,
editada pocos años antes (1860), es su mejor novela, así como uno de los libros más populares de la época victoriana.
[*]

Pedimos disculpas por tomar prestado el personaje del conde Fosco, pero era el mayor homenaje que podíamos hacer a uno de nuestros escritores favoritos, un autor cuya influencia en nuestras obras es incuestionable. Nuestra deuda con Wilkie Collins (no solo nuestra, sino de todos los escritores del género policíaco, lo sepan o no) es enorme. Si por ventura algunos de nuestros lectores más curiosos se sienten incitados a leer
La dama de blanco,
nos alegraremos mucho. En cuanto a los críticos que puedan elevar su voz contra la usurpación del personaje de Fosco y considerarla como una transgresión contra la literatura, les respondemos lo siguiente:

Braveggia, urla! T'affretta

a palesarmi il fondo dell alma ria!

* * *

Notas pie de página

[1]
El apellido del compositor inglés William Byrd (1543-1623) suena igual que «bird», es decir, «pájaro». (N. del T.)

[2]
En esta canción, popularizada por Elvis Presley, el amor se compara a un fuego abrasador: «Noto que me sube la temperatura», «Dios mío, quemo tanto que estoy haciendo un agujero»... No hace falta insistir en la ironía. (N.del T.)

[3]
«Carrion» significa «carroña». (N. del T.)

[4]
La i por una a; «Ritt» queda convertido en «Ratt», es decir, en una rata. (N. de T.)

[5]
Así empieza «El viaje del peregrino» (1678), célebre alegoría religiosa de John Bunyan. (N. del T.)

[*]
Ambas publicadas en castellano por DeBolsillo en 2002, aunque hay ediciones anteriores en otras editoriales españolas. (N. del Editor)

Douglas Preston y Lincoln Child

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