Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
–Ya estamos a salvo de invasiones no autorizadas –dijo Fosco–. O de que se vaya alguien sin permiso, dicho sea de paso.
Pendergast no contestó. El conde les dio la espalda y, con su peculiar ligereza de movimientos, les condujo al otro lado de la sala, a una galería de piedra larga y fría, cuyas paredes estaban decoradas con retratos ennegrecidos por el paso del tiempo, así como con armaduras oxidadas, lanzas, picas, mazas y otras armas medievales.
–Las armaduras carecen de valor. Son reproducciones del siglo XVIII. Los retratos, por si no lo han adivinado, son de mis antepasados. Es una suerte que el tiempo los haya oscurecido, porque los condes de Fosco no son un linaje agraciado. Estas tierras nos pertenecen desde el siglo XIII, cuando mi distinguido antepasado Giovan de Ardaz se las arrebató a un caballero longobardo. La familia se otorgó a sí misma el título de «cavaliere» y adoptó como escudo de armas un dragón rampante con bastón en barra. En la época de los grandes duques fuimos nombrados condes del Sacro Imperio Germánico por la mismísima electriz palatina. Siempre hemos vivido con gran tranquilidad, cuidando nuestras viñas y olivares sin meternos en política ni aspirar a ningún cargo. Los florentinos tenemos un dicho: «Al clavo que sobresale le dan un martillazo». La casa de Fosco nunca ha sobresalido, y en consecuencia no hemos sentido martillazo alguno durante los muchos cambios políticos que ha habido.
–Aun así, conde, usted se las ha arreglado para sobresalir bastante en los últimos meses –repuso Pendergast.
–Lamentablemente, y no por mi voluntad. Mi única intención era recuperar lo que nos pertenecía por derecho. Pero, bueno, tiempo habrá de discutirlo durante la cena.
Salieron de la galería y entraron en un bonito salón con vidrieras y tapices. Fosco señaló una serie de paisajes de gran formato.
–Hobbema y Van Ruisdael.
La atmósfera cambió de pronto, tras una larga sucesión de habitaciones luminosas y amuebladas con buen gusto.
–Entramos en la parte original lombarda del castillo –dijo Fosco–. Se remonta al siglo X.
Las habitaciones eran pequeñas, prácticamente sin ventanas. La única luz entraba por aspilleras y minúsculas aberturas cuadradas casi a tocar del techo. Las paredes estaban encaladas, y no había muebles.
–No uso para nada estas salas lúgubres y antiguas –dijo el conde al cruzarlas–. Siempre están húmedas y frías. Lo que me resulta de gran utilidad, son los diversos niveles de sótanos y túneles, donde hago vino,
aceto balsámico
y
prosciutto di cinghiale.
En esta finca cazamos nuestros propios jabalíes; su fama está bien justificada. Los últimos túneles fueron tallados en la roca por los etruscos hace tres mil años.
Llegaron a una puerta de hierro macizo con un marco de piedra todavía más maciza. Aunque se hubieran adentrado tanto en el castillo, D'Agosta seguía observando gotas de humedad en los sillares.
–La torre del homenaje –dijo Fosco, abriendo la puerta con otra llave.
Al otro lado había una escalera circular ancha y sin ventanas, que subía en espiral de las profundidades y se enroscaba sobre sus cabezas hasta fundirse con la oscuridad. Fosco sacó una linterna de pilas de un aplique, la encendió y subió en primer lugar por la escalera. Al cabo de cinco o seis vueltas llegaron a un pequeño rellano con una sola puerta. Tras abrirla con la enésima llave, Fosco les hizo pasar a lo que parecía un pequeño apartamento habilitado en la antigua torre maestra, con ventanitas que daban al valle del Greve y a las colinas del sur de Florencia. La chimenea del fondo estaba encendida; el suelo de cerámica cubierto con alfombras persas. Delante de la chimenea había una agradable zona de descanso, con una mesa bien provista de vinos y licores y toda una pared de estanterías llenas de libros.
–
Eccoci qua!
Espero que sus aposentos les resulten confortables. Hay dos pequeños dormitorios, uno a cada lado. ¿A que el paisaje es encantador? Me preocupa que no hayan traído equipaje. Haré que Pinketts les provea de todo lo que necesiten: maquinillas de afeitar, albornoces, zapatillas y camisas de dormir.
–Dudo mucho que nos quedemos a pasar la noche.
–Y yo dudo mucho que se vayan. –El conde sonrió–. Aquí cenamos tarde, a la europea. A las nueve.
Retrocedió con una reverencia y cerró la puerta de un sonoro golpe. D'Agosta, con el alma en los pies, oyó el roce de la llave en la cerradura y los pasos del conde, que se alejaron rápido por la escalera.
La zona elegida para los preparativos del golpe contra Buck y los suyos era un aparcamiento de manutención que, al quedar detrás del arsenal, no podía ser visto desde las tiendas de campaña. Rocker, había movilizado ni más ni menos que tres divisiones antidisturbios de la policía de Nueva York, además de una unidad de élite, dos expertos en negociación de rehenes, varios agentes a caballo, dos unidades móviles de mando y un gran número de policías con cascos y chalecos antibalas para encargarse de las detenciones. En el despliegue había que incluir también varios camiones de bomberos, ambulancias y furgonetas de presos, que esperaban en la calle Sesenta y siete, a una distancia prudencial.
En el límite norte de la zona, Hayward comprobó por última vez el buen funcionamiento de su radio y su pistola. El número de policías de uniforme que se paseaban con porras y escudos anti-disturbios era enorme, por no hablar de una serie de especialistas en operaciones con cables colgando de las orejas, e incluso de algunos informadores confidenciales disfrazados de residentes del campamento. Aun así, no le pareció desproporcionado. Puestos a intervenir, mejor hacerlo de forma arrolladora; así, nueve veces de cada diez, la oposición se venía abajo. Lo peor que podía ocurrir era que vieran alguna oportunidad de plantar cara.
Lo malo era que esa gente creía tener a Dios de su lado. No eran conductores de autobús en huelga ni empleados municipales casados, con hijos y dos coches delante de casa, sino auténticos creyentes. Eran imprevisibles. La estrategia propuesta por Hayward resultaba más prudente.
¿O no?
Rocker salió de entre la gente y se acercó a ella para ponerle una mano en el hombro.
–¿Preparada?
Ella asintió. Rocker le dio una palmadita paternal.
–Si hay borrasca, use la radio. Entraremos deprisa. –Echó un vistazo al gran despliegue humano y material–. No sabe cuánto deseo que no haga falta nada de todo esto.
–Yo también.
Hayward reconoció a Wentworth en una de las unidades móviles de mando, hablando y gesticulando con un cable en la oreja. Se lo pasaba en grande jugando a policías. Al ver que la miraba, se volvió. Un fracaso no solo supondría una gran humillación, sino un grave traspié en su carrera. Wentworth había predicho que fracasaría. Si su misión gozaba del visto bueno, era exclusivamente por obra y gracia de Rocker. Se preguntó (como lo había hecho varias veces desde la última reunión) por qué se la jugaba. No era la mejor manera de ascender. ¿Cuántas veces había visto que los que seguían la corriente alcanzaban el éxito? Debía de ser esa la actitud de D'Agosta, y se le contagiaba.
–¿Lista?
Asintió con la cabeza.
Rocker le quitó la mano del hombro.
–Pues a por ellos, capitana.
Hayward lanzó una última mirada a la seguridad del aparcamiento y se metió por una pasarela que daba la vuelta por el norte al arsenal. Se sacó la insignia del bolsillo y se la puso en la chaqueta.
En pocos minutos aparecieron las primeras tiendas dispersas, y aflojó el paso para hacerse una idea de su número. Ya era mediodía. Había gente por todas partes, y olía a beicon frito. Cuando vieron que se acercaba a la primera línea de tiendas de campaña, varias personas se pararon a mirarla. Su sonrisa amistosa fue acogida con miradas hostiles. Se les veía bastante más tensos que el día anterior. Lógico. No eran tontos. Sabían que la cosa no quedaría en puras amenazas, y estaban esperando un nuevo ataque. Lo importante era demostrarles que ella venía en son de paz.
Eligió uno de los caminos torcidos, sintiéndose el blanco de todas las miradas y oyendo toda clase de susurros, en los que distinguió las palabras «Satanás» e «impura». Aun así conservó la sonrisa amable y el paso relajado. Recordó que su profesor de dinámica social había explicado que las multitudes se comportaban como los perros: si te notaban asustado, mordían; si te veían correr, te perseguían.
Ya conocía el camino, y tardó menos de un minuto en llegar a la tienda de Buck. El reverendo estaba sentado fuera, completamente absorto en la lectura de un libro. De repente apareció el mismo personaje exageradamente servicial de la otra vez, a quien Buck llamó Todd, y se le puso delante. Se estaba formando una multitud, pero no amenazadora, sino curiosa, silenciosa y hostil.
–Otra vez usted –dijo el hombre.
–Pues sí, otra vez yo –contestó ella–. Vengo a charlar con el reverendo.
–¡Han vuelto! –exclamó Todd a los demás, mientras le cerraba el paso.
–No, si vengo sola...
El murmullo de la gente era como un zumbido eléctrico. De pronto el ambiente se tensó. Hayward miró por encima del hombro y le sorprendió que la multitud hubiera crecido tanto. «Tú concéntrate en Buck», pensó. Pero este seguía en su mesa, leyendo sin mirarla. Alcanzó a leer el título: «El libro de los mártires. Edición del Reader's Digest».
Todd se acercó tanto que sus cuerpos estuvieron a punto de rozarse.
–No se puede molestar al reverendo.
Hayward sintió una punzada de algo que se parecía incómodamente a la duda. ¿Tan claro estaba que su plan funcionaría? A ver si al final tendría razón Wentworth... Levantó la voz para que la oyera Buck.
–Solo vengo para hablar. No traigo ninguna orden de arresto. Solo quiero hablar personalmente con el reverendo. Tampoco pido nada del otro mundo.
–¡Prevaricadora! –exclamó alguien entre la multitud.
Tenía que esquivar al ayudante que le cerraba el camino. Dio un paso y le rozó.
–Esto es una agresión –dijo Todd.
–Si el reverendo no quiere hablar conmigo, al menos déjele que me lo diga personalmente. Déjele decidir por sí mismo.
–El reverendo ha pedido que no se le moleste.
Mientras tanto el cuerpo de la capitana seguía en contacto con el de Todd, algo que le ponía los pelos de punta, pero intuyó que él estaba a punto de ceder.
No se equivocaba. Todd retrocedió un paso, pero sin apartarse de su camino. En ese momento se oyó otro grito:
–¡Romana!
«¿De qué iba esa chorrada sobre los romanos?»
–Solo le pido cinco minutos, reverendo –dijo ella en voz alta, asomando la cabeza por detrás de Todd–. Cinco minutos.
Por fin, muy lentamente, Buck dejó el libro sobre la mesa, se levantó de la silla y la miró. Fue una mirada que le produjo escalofríos. El día antes notó en él ciertas dudas sobre la que había armado. Entonces parecía posible persuadirle, pero ahora Buck estaba dominado por una frialdad y una calma desconocidas, una seguridad sin la menor fisura. La única emoción que creyó percibir fue una chispa de decepción. Tragó saliva.
–Disculpe.
Trató de esquivar al guardaespaldas.
Buck hizo una señal con la cabeza a Todd, que se apartó. Después el reverendo la miró, pero a juzgar por su expresión no estaba muy claro que la viera.
–Reverendo, me envían mis superiores para pedirles un favor a usted y los suyos.
«Sé lo más campechana que puedas –pensó–. Que no se sientan intimidados. –Era lo que le habían enseñado en el cursillo de negociación–. Que tengan la sensación de que deciden ellos.»
Buck, sin embargo, no daba muestras de haber oído nada.
Reinaba un silencio de mal agüero. Hayward no se volvió, pero tenía la sensación de que la multitud debía de ser impresionante, probablemente casi todo el campamento estaba allí.
–Mire, reverendo, es que tenemos un problema. Sus seguidores están destrozando el parque. Pisotean las plantas y matan la hierba. Encima han estado usando la zona de lavabo, y los vecinos se quejan. Es un riesgo para la salud, sobre todo la de ustedes.
Hizo una pausa; temía que sus palabras estuvieran cayendo en saco roto.
–¿Puede ayudarnos, reverendo?
Esperó. Buck no decía nada.
–Necesito que me ayude.
Oyó murmullos de impaciencia a sus espaldas. La multitud crecía a ambos lados de la tienda de Buck, más allá de donde alcanzaba la vista de la capitana. La tenían rodeada.
–Voy a proponerle un acuerdo que me parece justo.
«Pregúntame cuál es, gilipollas», pensó. Era esencial que Buck hablara, que hiciera preguntas o abriera como mínimo la boca, pero nada, seguía mudo, mirándola como si no la viera. ¡Maldición! ¡Le había juzgado mal! A menos que hubiera sufrido algún cambio desde su última visita... En todo caso no era el mismo.
Por primera vez, Hayward se planteó seriamente la posibilidad de que saliera mal.
–¿Quiere que se lo explique?
Silencio.
Hayward no se dejó arredrar.
–Lo primero es el problema sanitario. No queremos que usted o sus seguidores se pongan enfermos. Nos gustaría que les diera un día libre. Solo uno. Deje que se vayan a sus casas, se duchen y coman caliente. A cambio autorizaremos que se reúnan con el beneplácito del ayuntamiento, no así, destrozando el parque, molestando al vecindario y ganándose la antipatía de toda la ciudad. Mire, le he oído hablar y sé que es un tío justo, que no engaña. Le estoy dando la oportunidad de legalizarse y ganarse el respeto de la gente, pero sin renunciar a su mensaje.
Hizo una pausa. «No hables demasiado. Déjale que se lo piense», se dijo.
Se había creado un clima de expectación. Todos esperaban las palabras del reverendo. Todo dependía de Buck.
Finalmente el reverendo se movió: parpadeó y levantó una mano muy despacio, al igual que un robot. El silencio incrementaba la tensión. De hecho era tan sepulcral que Hayward oía el canto de los pájaros en los árboles de al lado.
La mano de Buck la señaló.
–Centurión –dijo en voz baja, casi susurrando.
Fue como el chorro de una olla a presión. De repente se alzó un grito unánime:
–¡Centurión! ¡Soldado de Roma!
La gente se acercaba empujándose.
Para Hayward fue el primer momento de auténtico miedo. El fracaso se dibujaba claramente en su horizonte, pero en ese momento no era su carrera lo único en juego ni lo más importante. La exaltación de esa gente era peligrosa.