La mano del diablo (59 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Reverendo, si su respuesta es que no...

Pero Buck le había dado la espalda y, para contrariedad de Hayward, estaba entrando en la tienda, levantó la tela que cerraba la entrada y desapareció en el interior. El lugar que había ocupado se llenó de gente.

La había dejado a merced de la multitud.

Se volvió hacia ellos. Era el momento de salir corriendo.

–Vale, vale, que ya sé reconocer una negativa...

–¡Cállate, Judas!

Volvió a ver palos sobre las cabezas, y le pareció increíble que una multitud pudiera exaltarse con esa rapidez. Había fracasado estrepitosamente. Ya podía despedirse de su carrera. Eso seguro. En el fondo la única duda que persistía era si saldría entera.

–Me voy –dijo en voz alta, con firmeza–. Me voy y espero se me deje salir pacíficamente. Soy policía.

Se acercó a la pared humana, pero esta vez no se abrió ningún camino. Siguió adelante con la esperanza de que retrocediesen, pero nada. Varias manos salieron de la multitud para empujarla sin contemplaciones.

–¡He venido pacíficamente! –Lo dijo con todas sus fuerzas, tratando de que no le temblara la voz–. ¡Y pienso irme pacíficamente!

Dio otro paso en dirección a la pared humana y se encontró con Todd de cara. Tenía algo en la mano. Una piedra.

–No hagas ninguna tontería –dijo.

Todd levantó la mano como si quisiera tirársela. Ella se acercó enseguida mirándole a los ojos, como si fuera un perro peligroso. En las multitudes furiosas, la primera fila está reservada a los más locos. El resto se queda rezagado, esperando el momento en que el adversario está en el suelo sin poder defenderse, pero los de delante son los asesinos.

Todd retrocedió un paso.

–Bruja, Judas –dijo, amenazándola con la piedra.

Hayward repasó rápidamente sus opciones, mientras buscaba reservas de serenidad en su interior. Si sacaba la pistola sería el final. Podría ahuyentarles con un disparo al aire, pero no tardarían ni un segundo en volver a echársele encima, y entonces no tendría más remedio que disparar contra ellos, en cuyo caso podía darse por muerta. También podía llamar a Rocker, pero tardaría como mínimo diez minutos en movilizarse, y para entonces, con los ánimos definitivamente enardecidos, encontraría una inmediata resistencia. Además, cuando llegaran hasta ella... ¡No tenía diez minutos! ¡Ni siquiera cinco!

El único capaz de controlar a la masa era Buck, y estaba dentro de la tienda.

Retrocedió despacio, en círculo. Había tanta gente que ya no veía la tienda del reverendo. De hecho la estaban apartando de ella, como si quisieran ahorrarle lo más desagradable. Todo eran gritos de desprecio y cánticos.

Desesperada, se estrujó las meninges intentando recordar algo útil en su formación. Siempre le había interesado la psicología de masas, sobre todo desde los disturbios del caso Wisher, unos años atrás. Las multitudes no respondían a los mensajes del lenguaje corporal. Solo se escuchaban a sí mismas. No se podía razonar con ellas. Se volcaban con entusiasmo en actos de violencia, a los que en circunstancias normales ninguno de sus integrantes habría dado su beneplácito.

–¡Centurión!

Era el valiente de Todd, que había avanzado un paso más, mientras la gente se apretaba a sus espaldas. Más que enfadado, estaba histérico. No pensaban hacerle daño, no; lo que querían era matarla.

–¡Buck! –exclamó ella; pero era inútil, porque gritaban demasiado para que pudiera oírla.

Volvió a plantarles cara.

–¿Y os llamáis cristianos? –gritó–. ¡Habrase visto!

Mal pensado. Solo sirvió para enfadarles más. Sin embargo era lo único que le quedaba.

–¿Os suena lo de poner la otra mejilla? ¿Y lo de amar al prójimo?

–¡Blasfema!

Todd levantó la piedra, seguido por la multitud.

Ahora Hayward estaba asustada de verdad. Retrocedió y sintió que la empujaban por la espalda. Se le quebró la voz.

–En la Biblia pone que...

–¡Está blasfemando con la Biblia!

–¿La habéis oído?

–¡Que se calle!

Se encontraba en un callejón sin salida. Se le agotaba el tiempo, y lo sabía. Tenía que discurrir algo antes de que llovieran piedras. En cuanto hubieran tirado la primera, no pararían hasta el final.

El problema era que había agotado todas sus posibilidades. No quedaba nada que hacer.

Nada.

Setenta y siete

A las nueve menos cinco, D'Agosta se apartó de la ventana y vio que Pendergast se levantaba tranquilamente del sofá, donde llevaba media hora sin moverse. Antes el agente había verificado que podía forzar la puerta con sus herramientas, pero como no parecía interesado por ninguna exploración volvió a cerrarla, y desde entonces esperaban.

–¿Qué tal la siesta?

Le pareció mentira que Pendergast pudiera dormir en esas circunstancias. Él estaba tan nervioso que tenía la impresión de que no podría dormir nunca más.

–No he hecho la siesta, Vincent. Estaba pensando.

–Toma, y yo. En cómo salir de aquí, ¿no?

–¡No creerá que hemos venido sin un plan viable de salida! Y si el plan saliera mal, siempre he creído en la improvisación.

–¿Improvisación? No me gusta la palabra.

–Estos castillos antiguos están llenos de agujeros. Sea como sea, huiremos con las pruebas que necesitamos y volveremos con refuerzos. Piense, Vincent, que no teníamos alternativa; o veníamos o nos rendíamos.

–La palabra rendirse no está en mi vocabulario.

–En el mío tampoco.

Llamaron a la puerta.

Cuando esta se abrió vieron a Pinketts vestido de librea. La mano de D'Agosta se acercó de forma inconsciente a la pistola.

Pinketts se inclinó ligeramente y dijo en su inglés amanerado:

–La cena está servida.

Subieron con él por la escalera, y a través de una serie de salas y pasillos llegaron al
salotto
que servía de comedor, una estancia acogedora, de techo alto y abovedado. La cubertería era de plata. La mesa tenía un centro de rosas recién cortadas, y estaba puesta para tres.

Fosco estaba al fondo de la sala, delante de una enorme chimenea con un blasón de piedra. En la reja solo había algunos troncos encendidos. El conde se volvió rápidamente, mientras un ratoncito blanco corría por su mano y subía por su manga.

–Bienvenidos. –Metió el ratón en una pequeña jaula en forma de pagoda–. Señor Pendergast, usted a mi derecha; usted a mi izquierda, señor D'Agosta, si son tan amables.

D'Agosta tomó asiento y apartó un poco la silla de Fosco. El conde siempre le había repelido, pero ahora casi no soportaba estar en la misma habitación que él. Era un desalmado.

–¿Un poco de
prosecco?
Lo hago yo.

Los dos declinaron la oferta con la cabeza. Fosco se encogió de hombros y, después de que Pinketts llenara su copa, la levantó.

–Por el
Stormcloud
–dijo–. Lástima que no puedan brindar. Háganlo con agua, como mínimo.

–Esta noche el sargento D'Agosta y yo haremos abstinencia –contestó Pendergast.

–He preparado una magnífica cena.

Fosco apuró su copa. En respuesta, Pinketts trajo una fuente con una montaña que a D'Agosta le pareció de fiambres.


Affettati misti toscani
–dijo Fosco–. Jamón de jabalí cazado en la finca. De hecho lo cazó un servidor. ¿No quieren probarlo?
Finocchiona y soprassata,
también de la finca.

–No, gracias.

–¿Señor D'Agosta?

D'Agosta no respondió.

–Es una pena que no tengamos un enano para que pruebe la comida. Me gusta tan poco comer solo...

Pendergast se inclinó hacia el conde.

–¿Qué tal si nos dejamos de cenas y vamos al grano, Fosco? El sargento D'Agosta y yo no podemos quedarnos a dormir.

–Insisto.

–Su insistencia es inútil. Nos iremos cuando queramos.

–No, no se irán, ni esta noche ni ninguna otra. Les sugiero que coman, porque será su última cena. No se preocupen, que no está envenenada. Les tengo reservado algo mucho más inteligente.

Las palabras del conde fueron recibidas en silencio.

Pinketts se acercó para servir vino tinto. El conde lo hizo girar en la copa, lo probó e hizo un gesto de aquiescencia, antes de mirar a Pendergast.

–¿Cuándo se dio cuenta de que había sido yo?

Pendergast tardó un poco en contestar, y lo hizo lentamente.

–Encontré crin de caballo en el lugar donde asesinaron a Bullard, y supe que procedía de un arco de violín. En ese momento me acordé del nombre del barco de Bullard,
Stormcloud,
y uní todos los cabos: comprendí que este caso no era más que una sórdida tentativa de robo mediante asesinatos e intimidaciones, y mis pensamientos derivaron hacia usted con toda naturalidad, aunque ya hacía tiempo que estaba seguro de que la pista no se agotaba en Bullard.

–Muy inteligente. No esperaba que lo descubriese con tanta rapidez. De ahí esas prisas de mal gusto por matar al viejo sacerdote. No saben cuánto lo lamento. Fue innecesario, y una tontería. Tuve un momento de pánico.

–¿Innecesario? –replicó D'Agosta–. ¿Una tontería? Estamos hablando de asesinar a un ser humano.

–Ahórreme el absolutismo moral. –Fosco bebió un poco de vino, pinchó varias veces con el tenedor un trozo de jamón, se lo comió y, recuperando el buen humor, miró a Pendergast–. Por mi parte, supe que usted sería un problema a los cinco minutos de haberle conocido. ¿Cómo imaginar que un hombre como usted pudiera trabajar para las fuerzas del orden?

A falta de respuesta, levantó la copa para hacer otro brindis.

–Nada más conocerle supe que tendría que matarle. Y aquí estamos.

Bebió un poco y dejó la copa sobre la mesa.

–Tenía la esperanza de que el idiota de Bullard se saliera con la suya, pero, claro, fracasó.

–El inductor fue usted, naturalmente.

–Digamos que su miedo le hacía sensible a la sugestión. En fin, que ha quedado en mis manos. Pero antes ¿no cree que debería felicitarme por la excelente puesta en práctica del plan? El violín se lo quité a Bullard, y como usted bien sabe, señor Pendergast, no hay testigos ni pruebas materiales que me vinculen a los asesinatos.

–Tiene el violín, y antes que usted lo tuvo Bullard. Eso se puede afirmar sin ningún género de dudas.

–Pertenece legalmente a la familia Fosco. Todavía conservo el recibo firmado por Antonio Stradivari en persona, y la cadena de propiedad es incuestionable. Ahora que Bullard está muerto, primero transcurrirá un tiempo prudencial, y después el violín aparecerá en Roma. Lo tengo planeado hasta el último detalle. Yo haré valer mis derechos, pagaré una pequeña recompensa al afortunado comerciante y el instrumento llegará limpiamente a mi poder. Bullard no explicó a nadie por qué tenía que sacar el violín de su laboratorio, ni siquiera a los de su empresa. No podía. –Fosco se rió irónicamente–. Ya ve que no existe ninguna prueba contra mí, señor Pendergast. Claro que en estas cosas siempre he tenido mucha suerte... –Mordió un trozo de pan–. Basta con pensar en la increíble coincidencia que existe en el fondo de este caso. ¿Sabe a qué coincidencia me refiero?

–Puedo imaginármelo.

–El treinta y uno de octubre de 1974, saliendo a media tarde de la Biblioteca Nazionale, me encontré con un grupo de estudiantes norteamericanos muy jóvenes; ya sabe, de esos que llenan Florencia todo el año. Era la víspera de Todos los Santos, el Halloween de esos muchachos, y habían bebido más de la cuenta. Yo, que entonces también era joven e inmaduro, los encontré de una vulgaridad tan abracadabrante que me divirtieron. Pasamos un rato juntos, y hubo un momento en que uno de ellos, concretamente Jeremy Grove, se encrespó por un tema religioso, diciendo que Dios era una chorrada para mentes débiles y todas esas cosas. Yo, molesto por su arrogancia, dije que no podía afirmar la existencia de Dios, pero que de una cosa estaba seguro: de que existía el diablo.

Fosco se rió en silencio, haciendo temblar su vasta delantera.

–Todos lo negaron rotundamente. Entonces les conté que algunos de mis amigos, aficionados a las ciencias ocultas, coleccionaban antiguos manuscritos, y que yo mismo tenía un viejo pergamino con fórmulas para invocar a Lucifer, ni más ni menos. Podíamos, pues, zanjar la discusión esa misma noche, que por lo demás, tratándose de Halloween, era perfecta. ¿Les apetecía probarlo? «¡Sí! –dijeron todos–. ¡Qué magnífica idea!»

–Y les montó un espectáculo.

–Exacto. Les invité a una sesión de espiritismo en mi castillo, y volví corriendo a prepararlo todo. Fue divertidísimo. Me ayudó Pinketts, que dicho sea de paso no tiene nada de inglés, ya que se llama Pinchetti y, por esas casualidades de la vida, tiene un enorme talento para los idiomas y además es un gran aficionado a las intrigas. Solo disponíamos de seis horas, pero nos las arreglamos bastante bien. Yo he sido toda mi vida un manitas. Siempre he construido aparatos y chismes, y tengo en mi haber algunas incursiones en los
fuochi d'artificio,
los fuegos artificiales. Aquí, en los subterráneos del castillo, hay innumerables pasillos, trampillas y paneles secretos. Los aprovechamos a fondo. ¡Qué gran recuerdo! Debería haber visto sus caras mientras recitábamos conjuros (pidiendo al Príncipe de las Tinieblas que les hiciera muy ricos a cambio de sus almas), les pinchábamos los dedos, firmábamos contratos con su sangre... Lo mejor fue cuando Pinketts puso en marcha la escenografía.

Se apoyó en el respaldo, tronchándose de risa.

–Les aterrorizaron. A Beckmann le asustaron tanto que ya no levantó cabeza.

–Fue una simple diversión. ¿Que hizo temblar sus patéticas certezas? Mejor. En suma, que nos separamos. Y ahora viene la maravillosa coincidencia, tan maravillosa que sospecho que estaba escrito: treinta años más tarde descubro con espanto que uno de esos filisteos había adquirido el
Stormcloud.

–¿Cómo se enteró? –preguntó Pendergast.

–Llevaba casi toda mi vida adulta siguiendo la pista del violín, señor Pendergast. Recuperar el instrumento para mi familia se convirtió en el gran objetivo de mi vida. Como ya ha visitado a lady Maskelene, ya conoce su historia. Yo sabía perfectamente que Toscanelli no lo había tirado a las cataratas del Sciliar. Imposible. Por muy loco que estuviera, sabía mejor que nadie lo que representaba. Ahora bien, si no lo había tirado ¿qué había sido de él? La respuesta no es tan misteriosa como parece. Toscanelli murió congelado en una cabaña de pastores del Sciliar. Después nevó, y en la nieve no había huellas. Es obvio que alguien lo encontró muerto con el violín antes de la nevada, y se lo quitó. ¿Quién era ese alguien? Pues también resulta obvio: el propietario de la cabaña.

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