La mano del diablo (41 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–O sea, que Bullard aprovecha la mala fama de este sitio como medida de seguridad –dijo D'Agosta–. ¡Qué inteligente!

–Sí, es una medida de disuasión inteligente, al menos para la gente de aquí. De todos modos, seguro que hay dispositivos de seguridad, y que son muy sofisticados. No tengo información concreta sobre ellos, ya que mis investigaciones, como usted bien sabe, han sido infructuosas, pero he traído algunas herramientas que deberían sernos útiles.

Pendergast sacó una mochila de su bolsa y se la colgó en el hombro. Luego volvió a meter la mano en la bolsa, sacó unas piezas de tubo de aluminio, las juntó y añadió un pequeño disco en una punta. Acto seguido se acercó a la valla, moviendo lentamente el aparato adelante y atrás. Al llegar a la tela metálica se agachó y barrió el suelo cuidadosamente hasta que se encendió un piloto rojo en el disco.

Se levantó y retrocedió un paso.

–Lo que sospechaba. Detecto un campo electromagnético alterno de sesenta hercios, señal de que hay corriente eléctrica.

–¿Qué quiere decir, que la valla está electrificada? –preguntó D'Agosta–. ¿Con esa pinta de caerse a trozos?

–No, la valla no. Justo al otro lado hay un par de cables enterrados que avisan a los vigilantes en cuanto los pisa alguien.

–¿Entonces? ¿Cómo los desactivamos?

–De ninguna manera. Sígame.

Escondieron las bolsas en el bosquecillo y siguieron la tela metálica hasta llegar a una zona vulnerable, con varios boquetes remendados de cualquier manera con alambre. Pendergast se arrodilló y deshizo los más grandes con hábiles giros de muñeca.

Después, con gran cuidado, introdujo por el agujero el detector y barrió el suelo por el otro lado. El disco contenía una pequeña pantalla luminosa en la que aparecieron varios números.

Pendergast sacó el aparato, cogió una rama y apartó la tierra y las hojas secas hasta dejar dos cables a la vista. Repitió la operación un par de metros más allá y descubrió más cables. Entonces metió la mano en su mochila y sacó unas pinzas conectadas a unos minúsculos dispositivos electrónicos. Puso una en cada punta del cable.

–¿Qué hace?

–Usar estos componentes para reducir nuestra incidencia electromagnética a la de un jabalí de setenta kilos y su pareja. En esta zona hay muchos. Seguro que el equipo de seguridad de Bullard está harto de que merodeen por la valla. Démonos prisa.

Se arrastraron por el hueco. Pendergast se apresuró a taparlo y retirar las pinzas. Después usó otra rama para rellenar los agujeros del suelo y taparlos con hojas secas. Por último cogió un pequeño vaporizador y humedeció la zona removida. D'Agosta percibió un olor punzante.

–Orina de jabalí diluida. Sígame.

Corrieron agachados y pegados a la tela durante unos centenares de metros, hasta llegar a una zona muy densa de arbustos, en la que se internaron con el máximo sigilo.

–Ahora esperaremos a que vengan a investigar los de seguridad. Aún tardarán un poco. Regule su respiración y no pierda la calma. Seguro que traerán anteojos de visión nocturna e infrarrojos, conque péguese al suelo y no se mueva. Como ya suponen que han sido jabalíes, no buscarán mucho.

Todo quedó en silencio. Ni una gota de luz penetraba entre los arbustos. D'Agosta esperó. A su izquierda, Pendergast se había quedado inmóvil, sin hacer ningún tipo de ruido; era como si hubiera desaparecido. Solo se oía el susurro casi imperceptible del viento, y de vez en cuando un pájaro. Transcurrieron tres minutos, que se convirtieron en cinco. Al notar una hormiga en el tobillo, D'Agosta bajó la mano para quitársela de encima.

–No –susurró Pendergast.

Dejó a la hormiga en paz.

Poco después sintió que el bicho recorría su espinilla con una trayectoria intermitente, llegaba a su zapato y empezaba a hacer esfuerzos por meterse por debajo del calcetín. Intentó pensar en otra cosa, pero justo entonces se dio cuenta de que había empezado a picarle la nariz. ¿Cuánto tiempo llevaban sin moverse? ¿Diez minutos? ¡Caray! ¡Quedarse del todo inmóvil era más duro que correr la maratón! No veía ni jota. Se le había agarrotado una pierna. Debería haber puesto más cuidado en sentarse cómodamente. Se moría de ganas de moverse. El picor de la nariz se había vuelto insoportable, y él sin poder rascarse. Algunas hormigas, alentadas por las exploraciones de su compañera, empezaron a hacerle cosquillas en la piel. Mientras tanto, el calambre de la pierna empeoraba, con palpitaciones involuntarias del músculo de la pantorrilla. Un murmullo lejano le hizo aguantar la respiración. Lejos, tras una pantalla casi impenetrable de follaje, se veían luces. Más voces. El crepitar de estática de un walkie-talkie. Algunas palabras desganadas en inglés, y de nuevo el silencio.

Esperaba que Pendergast diera su permiso de un momento a otro, pero el agente del FBI seguía mudo. A D'Agosta le dolía toda la musculatura. Se le había dormido una pierna, y estaba infestado de hormigas.

–Ya.

Pendergast se levantó. Para D'Agosta fue un inmenso alivio desentumecerse las piernas, rascarse la nariz y barrer las hormigas a manotazo limpio. El agente le miró.

–Un día, Vincent, le enseñaré una técnica muy útil de meditación que es perfecta para situaciones como esta.

–No estaría mal, porque... ¡qué agonía!

–Bueno, ya hemos superado el primer nivel de seguridad. Ahora a por el segundo. No se aparte de mí ni de mis huellas, si es posible.

Se adentraron en el bosque; Pendergast seguía usando el escáner. Después de una zona con menos árboles, salieron a un prado lleno de maleza. Al fondo había una hilera de edificios en ruinas, enormes naves de ladrillo con tejado a dos aguas y sin puertas. La hiedra que subía por sus muros estaba llena de cogollos negros, que se balanceaban en el aire sofocante.

Pendergast consultó un pequeño mapa. Se acercaron a la primera nave. Dentro olía a moho y madera podrida. Sus pisadas parecían resonar, a pesar de llevar zapatos especiales. Cruzaron la puerta del fondo y salieron a una plaza gigantesca rodeada de edificios. El cemento de la plaza estaba surcado por una red de grietas que dejaba filtrarse una vegetación oscura.

–¿Y si tienen perros? –susurró D'Agosta.

–Ya no se dejan perros sueltos. Son imprevisibles y ruidosos, y en muchos casos acaban atacando a la persona equivocada. Hoy en día solo se usan perros para rastrear. Tenemos que estar atentos a algo mucho más sutil.

Mientras cruzaban la superficie de cemento, oyeron un ruido de animales nocturnos entre el follaje. Al fondo del patio había un camino entre dos hileras de edificios en ruinas, con montones de cascotes recubiertos de hiedra que en la oscuridad parecían manchas que lo invadían todo. Pendergast ya no iba tan deprisa como antes. Ahora iluminaba el camino con una linternita. Al llegar a la mitad del sendero, se arrodilló y examinó el suelo. Después cogió una rama y pinchó la hierba que tenía delante. Al segundo pinchazo, la rama perforó el suelo.

–Un pozo –dijo–. Fíjese que con estas ruinas a ambos lados no se puede ir por ningún otro camino.

–¿Una trampa?

–Sin la menor duda, pero disimulada para que parezca formar parte de la vieja fábrica. Así, cuando cae y muere algún intruso, no se puede echar la culpa a nadie.

–¿Cómo la ha detectado?

–Por la ausencia de huellas de jabalí. –Pendergast sacó el palo con cuidado y se volvió–. Tendremos que ir por uno de los laboratorios en ruinas. Tenga cuidado, porque podría quedar alguna botella de nitroglicerina puesta estratégicamente para pillar a los incautos. Consideremos todo esto como el segundo anillo de serguridad. Tendremos que simultanear el sigilo con la precaución.

Se metieron por una entrada oscura. Pendergast movió su linterna. El suelo estaba sembrado de cristales rotos, trozos de metal oxidado, restos de baldosas y ladrillos. El agente se detuvo e hizo señas a D'Agosta de que volviera a salir.

Dos minutos después estaban en el patio de cemento.

–¿Qué pasa? –preguntó D'Agosta.

–Demasiados cristales, y demasiado repartidos. Además era un cristal muy moderno para pertenecer a la fábrica. Una trampa sonora con sensores para reconocer el ruido de pisadas humanas. Supongo que también había sensores de movimiento.

La luz verdosa de la linterna hizo que el rostro de Pendergast pareciera lívido, espectral... y un poco preocupado.

–¿Ahora qué hacemos?

–Volver al pozo.

Una vez en el sendero, Pendergast se puso en cabeza y caminó muy despacio, pinchando el suelo con un palo. Cuando reconoció la presencia del pozo, se tendió boca abajo, apartó con cuidado la hierba y la maleza y enfocó el agujero con la linterna. Poco después retrocedió y la apagó.

–Espéreme aquí.

De repente ya no estaba. Se había fundido con la noche.

D'Agosta aguardó. Pendergast no le dijo que se quedara quieto y en silencio, pero tampoco era necesario. Se agazapó en la impenetrable oscuridad, apenas si se atrevía a respirar. Pasaron cinco minutos. Ahora que estaba solo, empezaba a acusar la tensión. Sentía latir su corazón en el pecho.

«Relájate», pensó.

El regreso de Pendergast fue tan repentino y silencioso como su desaparición. Traía un tablón muy largo. Lo atravesó en el hueco, encima de la hierba, y se volvió hacia su compañero.

–A partir de aquí, ni una sola palabra que no sea estrictamente necesaria. Quédese detrás de mí.

D'Agosta asintió.

Cruzaron el tablón, que se tambaleó bajo su peso. Al otro lado, la vegetación era tan densa que formaba una pared oscura. Pendergast dio unos pasos, usó el sensor y olfateó. Después encendió fugazmente la linterna. Bordearon la maleza y en un momento dado se internaron por ella, siguiendo lo que parecía una senda de animales.

«Nos están salvando los jabalíes», pensó D'Agosta.

Avanzaban lentamente entre las matas. A la derecha había un muro de ladrillo, que por su tamaño debía de haber servido como deflector de explosiones. Tenía un boquete, que D'Agosta atribuyó a una antigua explosión. Lo cruzaron sin apartarse del rastro de los jabalíes. D'Agosta casi había perdido a Pendergast de vista. Tampoco le oía, ya que sus movimientos eran silenciosos como los de un leopardo.

El rastro se perdía en un gran prado menos invadido de maleza que los anteriores. Pendergast hizo una pausa de reconocimiento e indicó a D'Agosta que no le siguiera. Al fondo, más allá de la oscura silueta de otros edificios en ruinas, se adivinaba una luz tenue.

Pendergast sacó un paquete de cigarrillos, se volvió hacia D'Agosta y encendió uno, con la precaución de hacer pantalla con la mano. D'Agosta no salía de su asombro. Pendergast inhaló tranquilamente, se volvió de nuevo y exhaló una columna de humo.

A menos de un metro por delante, la nube de humo reveló un haz brillante de luz azul: un láser. Estaba a la altura justa para detectar el lomo de un jabalí. Pendergast puso cuerpo en tierra y empezó a reptar por los hierbajos, mientras hacía señas a D'Agosta de que le imitase.

Cruzaron el prado centímetro a centímetro. De vez en cuando Pendergast daba una calada al cigarrillo escondido y lanzaba un chorro de humo hacia arriba, iluminando los láseres que se entrecruzaban sobre sus cabezas. El prado estaba bordeado por un negro cinturón de bosques y ruinas. Era imposible discernir el origen de los haces. Cuando se le acabó el cigarrillo, encendió otro.

Tardaron cinco minutos en llegar al otro lado. Pendergast apagó la colilla, se levantó y caminó encorvado hacia una entrada sin puerta, mientras sacaba su linterna. La enfocó hacia el interior. El haz iluminó fugazmente un pasillo muy largo con dos hileras de salas cerradas con barras de metal. D'Agosta lo encontró muy parecido a una cárcel. El techo y una parte de los muros se habían venido abajo, creando un laberinto de cascotes, vigas y baldosas.

Pendergast se quedó en la puerta para mover de arriba abajo una especie de contador manual. Después entró con cautela. Lo que quedaba del edificio parecía a punto de ceder. De vez en cuando, D'Agosta oía el crujido de una viga o el ruido de un trozo de yeso cayéndose. A medida que avanzaban por el pasillo, tan grande como destrozado, la luz del fondo se volvía menos tenue. Se filtraba por una hilera de ventanas rotas. Cuando llegaron al pie de esas ventanas, miraron sigilosamente al otro lado.

Lo que vio D'Agosta fue una auténtica sorpresa. Al otro lado del edificio en ruinas había una valla de doble tela metálica, con alambrada en espiral encima, delimitando una extensión iluminada de césped; y en ese césped, detrás de un conjunto de setos bien cuidados y de flores, se erguía un edificio nuevo, una estructura posmoderna de cristal, titanio y paneles blancos, que relucía en la noche como una gema. Al fondo, a la derecha, D'Agosta vio una garita y una verja.

Se apartaron de la ventana. Pendergast se sentó con la espalda apoyada en la pared, como si reflexionara. Tardó varios minutos en salir de su inmovilidad e indicar a D'Agosta que le siguiese. Caminaron pegados a la pared del fondo, siempre con la cabeza gacha, hasta salir por una puerta lateral. Entre la valla y el principio del césped, perfectamente cortado, había unos diez metros de maleza y arbustos de grosellas.

Se arrastraron por los matorrales. De pronto D'Agosta notó que Pendergast paraba en seco. El ruido de voces se acercaba muy deprisa, acompañado por un foco de gran potencia. D'Agosta se aplastó contra el suelo, rezando por que el traje negro y la pintura de la cara le hicieran invisible, pero las voces se estaban acercando demasiado, y hablaban muy fuerte. La luz también se acercaba.

Cincuenta y tres

D'Agosta no movía ni un músculo. Casi no se atrevía a respirar, mientras el foco penetraba entre las hojas y las zarzas. Ahora las voces aún estaban más cerca. Entendió lo que decían. Eran americanos. Parecían dos. Caminaban lentamente por el perímetro interior de la valla. Sintió el impulso repentino y casi irrefrenable de mirar hacia arriba, pero en ese momento la luz del foco se posó en su espalda y él se quedó como una estatua. El foco no se movía. Los hombres tampoco. Percibió un vago olor a humo de cigarrillo.

–...un cabrón de mierda –dijo una de las voces–. Si no fuese por el dinero yo ya habría vuelto a Brooklyn.

–Tal como están las cosas, es como para que nos volvamos todos –contestó el otro.

–Se ha vuelto loco, el tío ese.

Un gruñido de asentimiento.

–Dicen que vive en una villa que perteneció a Maquiavelo.

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