Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
–¿Quién?
–Maquiavelo.
–¿El nuevo fichaje de los Rams?
–Da igual.
De pronto la luz se apartó y dejó un repentino rastro de oscuridad. D'Agosta comprendió que era un reflector de mano, y que lo llevaba uno de los hombres.
El cigarrillo voló por los aires y aterrizó cerca del muslo izquierdo del sargento. Los dos hombres siguieron caminando.
Pasaron varios minutos. De repente D'Agosta tenía a Pendergast al lado.
–Vincent –susurró el agente–, aquí las medidas de seguridad son bastante más sofisticadas de lo que esperaba. El sistema está pensado no solo para el espionaje industrial, sino para la propia CIA. Con nuestro instrumental no tenemos ninguna esperanza de entrar. Tenemos que dar media vuelta y planear otra estrategia.
–¿Por ejemplo?
–De repente me interesa mucho Maquiavelo.
–Entiendo.
Volvieron a rastras por el mismo camino hasta meterse en el edificio en ruinas, que no dejaba de crujir. El recorrido de vuelta se hizo más largo que el de ida. Pendergast se paró a medio camino y murmuró:
–Qué mal olor...
D'Agosta también lo notaba. El viento había cambiado, y ahora les traía olor a podredumbre de una de las salas del fondo. Pendergast abrió la pantalla de la linterna para dejar pasar un poco de luz. El resplandor verdoso les reveló un antiguo y pequeño laboratorio que se había quedado sin techo. El suelo estaba sembrado de grandes vigas entrecruzadas, entre las que sobresalía la cabeza podrida y casi monda de un jabalí, con los colmillos reducidos a muñones.
–¿Una trampa? –susurró D'Agosta.
Pendergast asintió con la cabeza.
–Disfrazada de edificio inestable y casi en ruinas. –Movió un poco el haz de luz verde y lo estabilizó en un umbral–. Mire, el gatillo. Al pisarlo se viene todo abajo.
D'Agosta tuvo escalofríos al pensar que no hacía ni diez minutos que había cruzado alegremente el mismo umbral.
Recorrieron con cuidado el resto del edificio, que emitía crujidos de advertencia sobre sus cabezas. Al final les esperaba el prado grande. D'Agosta pensó que era como un lago de oscuridad. Pendergast encendió otro cigarrillo, se arrodilló y avanzó con precaución, exhalando nubes de humo hasta revelar la presencia del primer láser, fino como un lápiz. Entonces hizo un gesto con la cabeza y reanudaron la ardua labor de reptar por el campo sin tocar los haces.
Esta vez se les hizo interminable. Cuando D'Agosta se permitió el lujo de mirar hacia delante, le dejó estupefacto descubrir que solo estaban a medio camino.
Justo entonces, algo movió la hierba de enfrente. Una familia de liebres apareció azorada ante sus ojos, saltó en varias direcciones y desapareció en la noche.
Pendergast hizo una pausa, aspiró otra bocanada de humo y la arrojó hacia donde habían estado las liebres, descubriendo una trama de haces luminosos.
–Qué mala pata –dijo.
–¿Han tocado el láser?
–Me temo que sí.
–¿Y ahora qué hacemos?
–Correr.
Pendergast salió disparado por el campo como un murciélago. D'Agosta se levantó y fue tras él, haciendo lo posible por no quedarse rezagado.
En vez de volver por el mismo camino, Pendergast se dirigió hacia el bosque de la izquierda. Al acercarse a los árboles, el sargento oyó gritos lejanos, y un ruido de coches arrancando. Poco después, varios pares de faros surcaron el campo seguidos por otra luz mucho más fuerte, la de un reflector. Eran varios jeeps de estilo militar que sorteaban los edificios en ruinas a toda pastilla.
Pendergast y D'Agosta echaron a correr a través de la espesura del bosque, apartando zarzas y arbustos. Al cabo de cien metros, Pendergast dio un giro brusco y siguió corriendo en ángulo recto, con la mochila rebotándole en el hombro enloquecida. D'Agosta le seguía con el martilleo del pulso en los oídos.
Pendergast volvió a girar. Siguieron corriendo. De pronto salieron a una vieja carretera llena de hierbajos que les llegaban hasta la cintura. Se internaron en ella. D'Agosta intentaba no perder de vista a Pendergast. Empezaba a quedarse sin aliento, pero el miedo y la adrenalina le servían de motor.
Un foco de gran intensidad enhebró la carretera. Se echaron al suelo. Apenas pasó de largo, Pendergast se levantó y siguió corriendo. Esta vez se internó en otro bosquecillo, al fondo de la carretera abandonada. Otros focos pasaron a través de las ramas, pero a mayor distancia. El aire pesado traía voces hasta ellos.
Una vez entre los árboles, Pendergast hizo un alto para sacar el mapa y estudiarlo a la luz verde de la linterna, mientras D'Agosta se reunía con él. Una vez juntos, siguieron adelante, esta vez por una suave cuesta. El bosque se volvía más tupido. Parecía que habían logrado interponer cierta distancia entre ellos y sus perseguidores. Por primera vez, D'Agosta se permitió albergar la esperanza de haber escapado.
Los árboles se distanciaban. D'Agosta vio la luz de las estrellas. De repente se irguió ante ellos algo negro e inmenso: un muro de seis metros de altura compuesto de ladrillos deshechos, vegetación colgante y hiedra.
–Esto no figura en el mapa –dijo Pendergast–. Otro muro deflector. De construcción tardía, por lo que parece.
Miró a izquierda y derecha. D'Agosta vio un parpadeo de faros a través de los árboles. Pendergast dio media vuelta y corrió por la base del muro, que seguía el suave perfil de una colina y recortaba su corona de maleza en el cielo nocturno.
Más allá, donde el muro iniciaba su descenso, D'Agosta vio moverse luces entre la vegetación.
–A trepar –dijo Pendergast.
Se volvió y cogió una raíz como punto de apoyo. D'Agosta hizo lo mismo. Tras ayudarse con dos tallos, encontró un soporte para el pie. Las prisas hicieron que una de las plantas se desprendiera del muro y provocara una lluvia de trozos de ladrillo. Se tambaleó y recuperó el equilibrio. Vio que Pendergast ya estaba mucho más arriba, al igual que un gato. Abajo, las luces ascendían por la loma. También se acercaba otro grupo por la derecha.
–¡Más deprisa! –le susurró Pendergast.
D'Agosta cogió una zarza, luego otra, resbaló, se rehizo, quedó con un pie colgando...
A sus espaldas se oía una cacofonía de voces. Pendergast estaba llegando al final del muro. Sonó un disparo, seguido por el impacto de la bala en el muro, a la derecha de D'Agosta, que hizo otro esfuerzo, volvió a apoyar el pie...
Dos disparos más. Pendergast le tendía las manos desde arriba. Lo cogió por los brazos y lo levantó. Las luces, que enfocaban ahora la parte despejada del muro, bailaron por su superficie hasta encontrarles.
–¡Agáchese!
D'Agosta ya estaba de bruces en la parte superior del muro, deshecha y poblada de hierbajos. Como mínimo tenía tres metros de grosor.
–Arrástrese.
Clavó los codos y las rodillas y empezó a reptar por el borde del muro al amparo de la vegetación. Oyeron una ráfaga de armas de fuego automáticas. Las balas penetraron en la maleza, provocando una lluvia de ramitas y hojas.
Al llegar al lado opuesto, vieron llegar otro grupo de hombres con perros. Eran perros silenciosos, atados con correas. D'Agosta se agachó y se apartó rodando desde el borde, al mismo tiempo que las plantas recibían más disparos.
–¡Madre mía!
Se quedó un momento boca arriba, contemplando las estrellas inmóviles.
De repente oyó ladridos. Habían soltado a los perros.
Las voces de ambos lados se multiplicaron. Era una mezcla babélica de italiano e inglés. Un foco de gran potencia barrió el cielo desde la base del muro. D'Agosta oyó que alguien trepaba por él.
De repente Pendergast le susurró al oído:
–Vamos a levantarnos y a correr. Quédese en el centro y corra agachado.
–Nos pegarán un tiro.
–Nos matarán de todos modos.
D'Agosta se incorporó y echó a correr, o mejor dicho a abrirse camino entre la densa maleza de lo que en otros tiempos debía de haber sido un camino sobre el muro.
La parte superior estaba siendo barrida por los focos. Después de varios disparos, se oyó una voz:
–
Non sparate!
–¡Siga corriendo! –exclamó D'Agosta.
Pero era demasiado tarde. Varias siluetas habían escalado el muro y les cerraban el paso, mientras las luces seguían acercándose. D'Agosta y Pendergast pusieron cuerpo a tierra entre los escombros.
–
Non sparate!
–volvió a gritar alguien–. ¡No disparen!
Al volver la cabeza, D'Agosta vio que el muro había sido escalado por otro grupo. Estaban rodeados. Se acurrucó en una mancha de luz, sintiéndose desnudo y vulnerable.
–
Eccoli!
¡Están aquí!
–¡Alto el fuego!
Y una voz serena y razonable dijo:
–Bueno, pueden levantarse y rendirse. Si no, les matamos. Ustedes mismos.
Locke Bullard observó a los dos hombres que tenía encadenados en la pared, al otro lado de la mesa. Dos cabrones con traje negro de operaciones especiales. No cabía duda de que eran americanos. Probablemente de la CIA.
Se dirigió a su jefe de seguridad.
–Quítales la pintura de la cara, a ver quiénes son.
Su empleado sacó un pañuelo y borró la pintura sin contemplaciones.
Bullard no daba crédito a sus ojos. Eran las personas que menos esperaba encontrarse: el sargento de la policía de Long Island y Pendergast, el agente especial del FBI. Comprendió enseguida que Vasquez había fallado. Lo más probable era que se hubiese escapado con la pasta. Increíble. De todos modos, con o sin Vasquez, no entendía que lo hubieran seguido hasta Italia y hubieran conseguido superar los niveles de seguridad del laboratorio. Había vuelto a subestimarles. No volvería a ocurrir. Eran dos expertos profesionales. Justo lo que no le convenía. Tenía asuntos mucho más importantes que atender que perder el tiempo con ellos.
Volvió a dirigirse al jefe de seguridad.
–¿Qué ha pasado?
–Que han cruzado la seguridad externa por el lecho de las antiguas vías y han llegado hasta el segundo anillo, pero han activado los láseres en el campo interior.
–¿Ya sabes qué buscaban? ¿Y lo que han oído?
–No han oído nada, señor. No saben nada.
–¿Estás seguro de que en ningún momento han superado el segundo anillo?
–Totalmente.
–¿Llevan encima algún dispositivo de comunicación?
–No, señor. Tampoco lo han tirado. Venían sordos y mudos.
Bullard asintió. La sorpresa se estaba convirtiendo lentamente en rabia. Lo habían insultado. Y perjudicado.
Se fijó en el gordo, que de hecho ya no lo estaba tanto como antes.
–¿Qué, D'Agosta? Has adelgazado unos kilitos, ¿eh? ¿Qué tal los problemas de erección?
Silencio. Lo miraba con odio, el muy cabrón. Mejor. Que lo odiase, que lo odiase.
–Y el agente especial, que no es tan especial: Agente o lo que sea. ¿Os apetece decirme qué hacéis aquí?
Silencio.
–No habéis conseguido ni una puta mierda, ¿eh?
Era una pérdida de tiempo. No habían cruzado el segundo anillo de seguridad, por no hablar del tercero. Por lo tanto, no podían haber averiguado nada importante. Lo mejor era quitárselos de encima. Se arriesgaba a tenerlo todo lleno de federales al día siguiente, pero estaban en Italia, y podía contar con sus amistades en la Questura. Disponía de doscientas hectáreas para esconder los cadáveres. No encontrarían ni una mierda.
De repente la mano que tenía en el bolsillo removiendo calderilla tocó una navaja. La sacó, abrió la lima y empezó a limpiarse tranquilamente las uñas. Luego preguntó sin levantar la cabeza:
–¿Qué, D'Agosta? ¿Tu mujer aún se lo monta con el vendedor de caravanas?
–Oye, ¿sabes que eres un poco repetitivo, Bullard? Empiezo a sospechar que tienes experiencia en el tema.
Bullard no se dejó vencer por la rabia. Iba a matarles, pero antes le haría pasar un mal rato a D'Agosta. Siguió arreglándose las uñas.
–Tu asesino a sueldo la cagó –añadió el policía–. Lástima que se diera el piro con el cianuro antes de poder implicarte, pero tranquilo, que ya te caerán unos añitos por conspiración. ¿Me has oído, Bullard? Y cuando estés en chirona me encargaré personalmente de buscarte un buen novio. Tranquilo, Bullard, que seguro que hay algún
skinhead
que se encapricha de ti.
A Bullard le había costado muchos años de práctica mantener la compostura. Conque Vasquez no se había escapado con el dinero. Había seguido con el plan, pero había fallado. Por alguna razón había fallado.
Recordó que ya no importaba.
Después de mirarse las uñas, cerró la lima y abrió el cuchillo largo. Siempre lo tenía perfectamente afilado, en previsión de ocasiones así.
Se volvió hacia uno de sus hombres.
–Ponle la mano derecha sobre la mesa.
Mientras un vigilante cogía la cabeza de D'Agosta y se la apretaba brutalmente contra la pared, el otro le quitó una manilla de las esposas, le obligó a extender el brazo y le pegó la mano a la mesa. El policía se resistió brevemente.
Bullard vio que llevaba un anillo del colegio. Alguna mierda de instituto de Queens, seguramente.
–D'Agosta, ¿tocas el piano?
Silencio.
Bullard aplicó la navaja sobre la uña del dedo corazón de D'Agosta y le hizo un corte.
El policía saltó y apartó la mano con un grito ahogado. La herida sangraba cada vez más deprisa. D'Agosta forcejeó con toda su energía, pero los vigilantes volvieron a inmovilizarle y le obligaron lentamente a colocar la mano en el mismo sitio de antes.
Bullard empezaba a animarse.
–¡Hijo de puta! –rugió D'Agosta.
–¿Sabes qué? –dijo Bullard–. Que estoy disfrutando. Podría pasarme toda la noche así.
D'Agosta intentó quitarse de encima a los vigilantes.
–Sois de la CIA, ¿no?
Volvió a gruñir.
–Contesta.
–¡Que no, joder!
–Ahora tú. –Bullard miró a Pendergast–. ¿Sois de la CIA? Contesta. ¿Sí o no?
–No, y está cometiendo un error aún más grave que el primero.
–Sí, claro.
¿Por qué se tomaba esas molestias? Total, ¿de qué servía? Eran los dos cabrones que le habían humillado delante de toda la ciudad. Sintió crecer su rabia. Cogió la navaja y, en un gesto más medido, la apretó contra la mesa, seccionando la punta del dedo de D'Agosta, el mismo donde ya le había hecho un corte.