La mano del diablo (46 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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–Soy el coronel Orazio Esposito. Disculpen que aún no me haya presentado. –Les dio la mano–. ¿Quién es su enlace en la Questura?

–El comisario Simoncini.

–Ya. ¿Y qué me dice de todo este... –señaló el salón con la cabeza– de todo este
casino?

–Es el tercero de una serie de asesinatos, y el primero que no se ha producido en Nueva York.

La boca de Esposito dibujó una sonrisa cínica.

–Veo que tendremos mucho de que hablar, agente especial Pendergast. ¿Sabe qué? Conozco un pequeño y simpático café en Borgo Ognissanti, a dos puertas de la iglesia y muy cerca de la comisaría central. ¿Qué le parece si quedamos mañana a las ocho? Extraoficialmente, claro está.

–Será un placer.

–Ahora sería mejor que se marcharan. No mencionaremos su presencia en el informe oficial. Un asesinato en suelo italiano y que el parte lo de el FBI... –Su sonrisa se ensanchó–. No quedaría bien.

Les dio la mano y se volvió sin perder tiempo. Al pasar por delante del altar, se santiguó tan deprisa que D'Agosta no estuvo seguro de haberlo visto bien.

Sesenta

D'Agosta había visto muchas comisarías, pero el cuartel general de los carabinieri de Florencia marcaba un punto y aparte. De hecho era todo lo contrario a un edificio militar. Se trataba de un inmueble del Renacimiento (así se lo pareció a D'Agosta) situado en una calle medieval y pegado a la célebre iglesia de Ognissanti, con mugre en cada sillar de su fachada de caliza gris y afiladísimos pinchos en cada saliente, para ahuyentar a las palomas. La propia Florencia no se parecía nada a lo que había imaginado; era una ciudad de aspecto austero, incluso bajo la cálida luz de mediados de octubre, con calles sinuosas donde nunca entraba el sol y unas fachadas de piedra basta que rozaban lo tétrico. El aire olía a diesel, y las aceras, de una estrechez inverosímil, estaban llenas de turistas que caminaban despacio, ataviados con sombreros blandos, pantalones cortos caquis, mochilas en la espalda y botellas de agua en la cintura, como si estuvieran de expedición por el Sahara, y no paseándose por una ciudad que podía ser perfectamente la más civilizada del mundo. Siguiendo lo previsto, vieron al
colonnello
en el café, y Pendergast le puso rápidamente al día sobre sus investigaciones (omitiendo algunos pequeños detalles, pero básicos, como observó D'Agosta). Ahora le seguían hasta su despacho en fila india, luchando contra un flujo constante de turistas japoneses en dirección contraria.

El
colonnello
cruzó el majestuoso arco de entrada de la comisaría, sobre el que pendía una fláccida bandera italiana (la primera que veía D'Agosta desde su llegada a Italia). Después de un pasillo con columnas, accedieron a un gran patio interior despojado de su antigua elegancia al haber sido convertido en aparcamiento, con coches patrulla y camionetas alineadas con una precisión tan matemática que parecía imposible mover uno sin moverlos todos. Las ventanas que daban al patio estaban abiertas y dejaban escapar un continuo guirigay de teléfonos, voces y portazos, ampliado y distorsionado por los muros.

Abandonaron el patio por otro pasillo abovedado y con columnas de piedra, donde aún podían apreciarse restos de frescos religiosos. Dejando atrás la imagen maltrecha de un santo, subieron por una gran escalinata de piedra que les llevó a un laberinto de modernos cubículos, construido de cualquier manera a partir de lo que había sido una única sala con pilares.

–Antiguamente –dijo Esposito sin detenerse– la
caserma
era un monasterio que se comunicaba con la iglesia de Ognissanti. Esta gran sala es la secretaría, y más allá –señaló una serie de puertas de roble pequeñas pero macizas por las que se accedía a unos minúsculos despachos– se encuentran los lugares de trabajo de los agentes, que ocupan las antiguas celdas de los monjes.

Doblaron una esquina y se metieron por el enésimo pasillo abovedado.

–El refectorio, donde comían los monjes, tiene un importante fresco de Ghirlandaio que nunca ve nadie.

–¡No me diga!

–Aquí en Italia nos las arreglamos con lo que tenemos.

Al llegar al fondo del pasillo, subieron por otra escalera. En el primer rellano, D'Agosta se dio cuenta de que habían bordeado lo que debía de haber sido una puerta secreta. A continuación subieron por una escalerita circular, cruzaron varías salas con mucha gente, olor a moho y faxes sobrecalentados, y de improviso llegaron ante una puerta pequeña y sucia donde solo figuraba un número. Esposito hizo una pausa, sonrió, la empujó y les hizo pasar.

D'Agosta se encontró en una sala muy luminosa, con una pared de columnas y arcos acristalados al fondo, desde la que se gozaba de un amplio panorama del sur de la ciudad y del Arno, que le atrajo casi contra su voluntad.

¡Por fin! Vista desde arriba, Florencia sí que era como se la imaginó: una ciudad de cúpulas y campanarios, tejados rojos, jardines y plazas, rodeada de colinas verdes y agrestes, sembradas de castillos que parecían sacados de cuentos de hadas. Reconoció el Ponte Vecchio, el palacio Pitti, los jardines de Boboli, la cúpula de San Frediano in Cestello y la colina de Bellosguardo al fondo. Tardó cierto tiempo en fijarse en la sala propiamente dicha.

Era grande y abierta, con varias hileras de viejas mesas de caoba. El suelo, pulido por cinco siglos de pisadas, causaba admiración por la abundancia y colorido de sus mármoles. Las paredes estucadas servían de soporte a gigantescos cuadros de viejos personajes con armaduras. El ambiente era tenso. Varios ocupantes de las mesas, hombres con traje y mirada nerviosa, les observaban. Se notaba que todos pensaban en el asesinato, y sobre todo en lo anormal de sus características.

–Bienvenidos al Núcleo de Investigación, la unidad de élite de los carabinieri, que dirijo yo. Investigamos los crímenes más importantes. –Esposito miró a D'Agosta de reojo–. ¿Es su primera visita a Italia, sargento D'Agosta?

–Sí.

–Y ¿qué le parece?

–Pues... un poco diferente de lo que esperaba.

D'Agosta vio una chispa de diversión en la mirada de Esposito, que señaló el paisaje urbano con un gesto de la mano.

–Bonito, ¿verdad?

–Sí, desde aquí arriba sí.

–Los florentinos... –Esposito puso los ojos en blanco–. Viven en el pasado. Se consideran los creadores de todo lo hermoso que hay en el mundo: el arte, la ciencia, la música, la literatura... y eso les basta. ¿Para qué esforzarse más? Hace cuatrocientos años que duermen en los laureles. En mi tierra tenemos un dicho:
Nun cagnà 'a via vecchia p'a nova, ca saie chello che lasse, nun saie chello ca trouve.

–¿«No vivas en el pasado; sabrás lo que has perdido, pero no lo que has encontrado.»? –preguntó D'Agosta.

Esposito guardó silencio. Luego sonrió.

–¿Su familia es originaria de Nápoles?

D'Agosta asintió con la cabeza.

–¡Qué interesante! Y ¿habla napolitano? ¿De verdad?

–Creía que había crecido hablando italiano.

Esposito se rió.

–No es la primera vez que me lo comentan. Pues le diré una cosa, sargento: tiene la suerte de hablar una lengua antigua y bella que ya no se enseña en ningún colegio. El italiano puede aprenderlo cualquiera, pero el napolitano solo puede hablarlo un hombre de verdad. Yo también soy de Nápoles, un lugar donde es imposible trabajar, como comprenderá, pero donde es maravilloso vivir.


Si suonne Napele viato a tte
–dijo D'Agosta.

La sorpresa de Esposito se acentuó.

–«Bendito si sueñas con Nápoles.» Qué frase más bonita. Nunca la había oído.

–Me la susurraba mi abuela de pequeño al darme el beso de buenas noches.

–Y ¿llegó a soñar con Nápoles?

–A veces soñaba con una ciudad que me parecía Nápoles, pero seguro que eran imaginaciones mías. Nunca he estado.

–Entonces no vaya. Viva en sus sueños, que siempre son mucho mejores. –Se volvió hacia Pendergast–. Y ahora, como dicen ustedes los americanos,
to business.

Les condujo a un rincón de la sala, un espacio reducido con sofás y sillones alrededor de una antigua mesa de piedra. Hizo una señal con la mano.


Caffé per noi, per favore.

Poco después apareció una mujer con una bandeja de tacitas de café expreso. Esposito cogió una, la apuró de un trago y bebió otra con la misma rapidez. Luego sacó un paquete de cigarrillos y se lo ofreció a sus invitados.

–¡Ah, es verdad! ¡Los americanos no fuman! –Cogió uno, lo encendió y sacó el humo por la boca–. Esta mañana, entre las seis y las siete, he recibido dieciséis llamadas telefónicas: una de la embajada americana en Roma, cinco del consulado americano del Lungarno, una del Departamento de Estado de su país, dos del
New York Times,
una del
Washington Post,
una de la embajada china en Roma y cinco de una serie de maleducados de la empresa del señor Bullard. –Levantó la cabeza. Le brillaban los ojos–. Con eso, y con lo que acaban de contarme en el café, queda claro que Bullard era un hombre importante.

–¿No lo conocía? –preguntó Pendergast.

–Solo de oídas. –Inhalación, exhalación–. Mis colegas de
la polizia
ya tienen su expediente, y como es natural nos dejarán consultarlo.

–Yo podría facilitarle muchos datos sobre Bullard, pero no le servirían de nada. Esa información no haría más que distraerle, como a mí.

Esposito miró a los dos carabinieri que susurraban a sus espaldas.


Basta cu sti fessarie! Mettiteve à faticà! Maronna meja, chist so propri' sciem'!

D'Agosta se aguantó la risa.

–Lo he entendido.

–Yo no –dijo Pendergast.

–Acaba de decirles a esos dos en... napolitano que «menos chorradas y a trabajar».

–Mis hombres son tan tontos como supersticiosos. La mitad de ellos cree que ha sido obra del diablo, y la otra mitad culpa a una sociedad secreta. Ya saben lo extendidas que están entre la nobleza florentina... –Inhalación, exhalación–. Yo, señor Pendergast, creo que nos las tenemos que ver con un bromista.

–Al contrario; el asesino no podría ser más serio.

–Pero que todo sea...
Cbest é 'na scena rò diavulo?
Que se mueran de miedo la mitad de mis hombres lo entiendo, pero ¿usted?

–Tenga por seguro que detrás de todo esto existe un plan muy elaborado.

–Veo que ya tiene una teoría sobre lo ocurrido al señor Bullard. ¿Tendría la amabilidad de explicármela? –El
colonnello
se inclinó con los codos sobre las rodillas–. Tenga en cuenta que ya les he hecho un gran favor al no informar de su presencia en el lugar del crimen, ya que en caso contrario estarían llenando formularios hasta Navidad.

–Se lo agradezco –dijo Pendergast–. De momento, sin embargo, no puedo decirle mucho más de lo que ya le comenté anoche. Estamos investigando dos muertes misteriosas y recientes en el estado de Nueva York. Locke Bullard era un posible sospechoso. Puedo decirle que participaba en negocios muy turbios, y además resulta que las circunstancias de su muerte coinciden con las dos primeras.

–Comprendo. Y ¿tiene alguna idea? ¿Alguna hipótesis?

–Sería imprudente responder. Tampoco me creería.


Va be'.
Entonces, ¿qué hacemos?

Esposito se apoyó en el respaldo, cogió otra taza de café y se la echó al coleto, al igual que un ruso con una copa de vodka.

–Me gustaría que reuniese la información sobre todas las muertes ocurridas en Italia este último año en que el cadáver apareció quemado total o parcialmente.

Esposito sonrió.

–Otro favor... –Se le apagó la voz en una nube de humo–. Aquí en Italia creemos en el principio de la reciprocidad. Me gustaría, señor Pendergast, que me contase lo que hará por mí.

Pendergast se inclinó hacia él.

–Lo único que puedo decir,
colonnello,
es que le devolveré el favor de una manera u otra.

Esposito le miró fijamente y apagó el cigarrillo.

–Bueno, bueno. Conque busca cadáveres quemados en Italia... –Se rió–. Eso incluye la mitad de los homicidios del sur del país. La Mafia, la Camorra, la Cosa Nostra, los sardos... Para toda esa gente, quemar a la víctima después de muerta es una antigua tradición.

–Podemos eliminar sin reparos todos los homicidios relacionados con el crimen organizado, las rivalidades familiares o asuntos de negocios y cualquier otro caso en que se haya encontrado al asesino. Lo que buscamos es un asesinato aislado, quizá de una persona mayor, y probablemente en una zona rural.

D'Agosta miró a Pendergast sin entender lo que pretendía. Los ojos del agente brillaban de entusiasmo. Se notaba que estaba sobre la pista de algo, aunque, como era habitual en él, no la compartiese con nadie.

–Eso reducirá considerablemente la búsqueda –dijo Esposito–. Enseguida ordeno que empiecen. Es posible que tardemos un día o dos. No estamos tan informatizados como ustedes, los del FBI.

–Se lo agradezco mucho.

Pendergast se levantó y dio la mano al policía, que se acercó a ellos y dijo:


Quann' 'o diavulo t'accarezza, vo' ll'anema.

Al salir a pleno sol, Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–No tengo más remedio que volver a recurrir a sus servicios como traductor.

D'Agosta sonrió burlón.

–Es un viejo proverbio napolitano. «Cuando el diablo te acaricia, hay que tener mucho ánimo.»

–Muy acertado. –Pendergast respiró hondo–. ¡Qué día tan bonito! ¿Vamos de monumentos?

–¿En qué piensa?

–Me han dicho que en esta época del año Cremona está preciosa.

Sesenta y uno

Una mañana soleada, D'Agosta salió de la estación de tren de Cremona. Se había levantado un fuerte viento que sacudía las hojas de los plátanos de la gran plaza que se abría frente a ellos. El casco antiguo de la ciudad quedaba al otro lado: un simpático batiburrillo medieval de edificios de ladrillo rojo que dominaba un laberinto de calles. Pendergast eligió una de estas últimas (el Corso Garibaldi) y se lanzó a caminar por ella con los faldones de su chaqueta negra al viento.

D'Agosta se apresuró a darle alcance con un suspiro de resignación, observando de paso que el agente no se había molestado en consultar ningún mapa. Pendergast se había pasado casi todo el trayecto en tren hablando de la historia de las canteras de mármol de Carrara, situadas cerca de allí, y de la extraordinaria coincidencia de que la fuente del mármol más blanco y puro del mundo quedase a pocas decenas de kilómetros río abajo de la cuna del Renacimiento, con lo que la elección de los escultores florentinos no había tenido que limitarse al mármol negro o verde. En cuanto a las preguntas de D'Agosta sobre el porqué de que hubieran viajado hasta allí para ver monumentos, las había sorteado con habilidad.

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