Read La mano izquierda de Dios Online
Authors: Paul Hoffman
La estancia era oscura pero estaba iluminada de manera muy estudiada, de tal forma que el suelo se veía con claridad. Más arriba de un metro, sin embargo, no se podían distinguir sino contornos oscuros. Había alguien sentado ante una mesa, en el centro de la estancia, pero era como si aquella persona estuviera hecha de sombra.
—Por favor, poneos cómodo, Padre.
Aquella voz... No se parecía a nada que hubiera oído nunca. No tenía el tono de la crueldad, ni el silbido de la malevolencia, no había en ella sombra de amenaza, todos ellos tonos con los que estaba familiarizado desde hacía tanto tiempo que ni podía recordarlo. Se parecía más al zureo de una paloma, a un suspiro de tristeza inconmensurable, a un maullido profundo. Era, por algún motivo, la cosa más horrible que hubiera oído jamás. El sonido parecía resonar en su estómago como la nota más profunda jamás oída del órgano de la gran catedral de Kiev. Notó que se empezaba a marear.
—No tenéis buen aspecto, Padre —zureó la voz—. ¿Queréis un poco de agua?
—No, gracias.
La voz de Kitty la Liebre lanzó un suspiro como de honda preocupación, que fue, para Stape, como ser besado por algo inimaginablemente nauseabundo.
—Vamos al asunto, pues.
El redentor necesitó toda su fuerza de voluntad para responder, una fuerza demostrada tantas veces en la quema de apóstatas y en la matanza general de inocentes.
Respirar profundamente no le sentó bien, pues hizo más intenso aquel horrible olor dulce.
—Es cierto —dijo Kitty la Liebre—, que los cuatro jóvenes que buscáis están en Menfis.
—¿Podéis capturarlos?
—¡Ah, redentor, todo el mundo puede ser capturado! ¿Los queréis vivos?
—¿Podéis hacerlo? —Al pobre Roy Stape le costaba un esfuerzo ímprobo no desmayarse.
—No lo haré, Padre. No os conviene.
Entonces emitió un sonido que podía ser una risa suave, o tal vez no. La puerta se abrió y el viejo que le había hecho pasar le dijo:
—Si venís por aquí, redentor, yo concluiré los aspectos pendientes.
Diez minutos después, y todavía blanco como el papel, el redentor Roy Stape se iba recobrando de su horrible entrevista con Kitty la Liebre.
—¿Os sentís mejor, Padre? —preguntó el viejo. Stape lo miró.
—¿Qué clase de...?
—No hagáis preguntas que podrían parecer ofensivas —interrumpió el viejo—. Es poco prudente en este lugar resultar insultante con ese tipo de cosas. —El viejo respiró hondo—. Bien, esta es la situación: vos deseáis que saquemos a esas cuatro personas de la ciudad vieja. Esto es factible, pero no lo haremos porque interfiere con intereses muy próximos a nuestro corazón.
—Entonces partiré e informaré a mi Señor. Él quiere oír de inmediato las malas noticias.
—Sed razonable, redentor —dijo el viejo—. Vestidme despacio, que tengo prisa. No les quitaremos el ojo de encima. En algún momento tendrán que salir de la ciudad. Os lo haremos saber. Entonces, como gesto de buena voluntad, os los entregaremos sin que sufran ningún daño. Lo prometo.
—¿Dentro de cuánto tiempo?
—Dentro del tiempo que haga falta, redentor. Cumpliré lo que prometo, pero permitidme que hable con claridad: si hacéis algún intento de capturarlos por vuestra cuenta, Kitty la Liebre lo considerará un ataque a sus intereses.
Se oyó un golpe en la puerta.
—Entrad.
La puerta se abrió, y entraron dos guardias.
—Estos hombres os escoltarán hasta las puertas de Ciudad Kitty. Como gesto de hospitalidad, le hemos dado de comer y beber a vuestro caballo. Id con Dios.
Al salir del edificio, el aire de Ciudad Kitty lo recibió como una bofetada en el rostro. ¡Aquel ruido, aquella gente! Era como un ciego que recupera la vista y lo primero que ve es el arco iris del infierno, o como un sordo que recupera el oído para escuchar los sonidos del fin del mundo. Había gente que berreaba con sus lucíluos, mauyas con las yayas colgando a la vista de todo el mundo, benjamines en jemima, que no paraban de gritar: «Compaños, venid y tras tras». Había burtones con sus alabarderos desnudos, intermediarios lanzando gritos de agonía, abuelas con los bungos nipos pintados de carmín clamando por mitad y mitad, hugonotes vendiendo el culipatio al más alto postor y pibes majaras de larga lengua buscando una paloma entre dobles manzanas. Asustado y horrorizado hasta la inmovilidad, el redentor Stape soltó de pronto un grito de profundo odio y disgusto. Entonces, para asombro de los dos guardias que lo escoltaban, empezó a correr y salió por las puertas exteriores de Ciudad Kitty, internándose en la noche como alma que lleva el diablo.
IdrisPukke se hallaba sentado en una zanja, bajo la lluvia, a cincuenta kilómetros de distancia del último pueblo protegido por Menfis. No había por allí nada seco con lo que prender un fuego, y aunque lo hubiera habido, encenderlo habría sido demasiado peligroso. En las últimas veinticuatro horas no había comido más que media patata, que para colmo de males estaba ya casi podrida. ¿Cómo había descendido a aquella situación un hombre que había tenido tres ejércitos a su mando, al que habían prestado oído reyes y emperadores, y que había deshonrado a una generación casi entera de hermosas hijas del nabab de aquí y del sátrapa de allá? Esta es una buena pregunta cuya respuesta IdrisPukke conocía bien. Hay gente que tienta a la suerte con demasiada frecuencia, pero él lo hacía a diario. Había cosechado donde no había sembrado; le habían ofrecido la mano y se había tomado el brazo; se había enriquecido seis veces y arruinado siete. En cuanto a sus siete vidas, hacía tiempo que las había consumido. No se podía negar ni su ingenio ni su brillantez como soldado en el campo de batalla; y tanto su destreza con las armas como su discernimiento político habían causado admiración en todo el mundo conocido, lo que equivale a decir que se había dictado sentencia de muerte contra él en todas partes, salvo en aquellos lugares donde cosas tales como juicios y sentencias se consideraban tediosas formalidades sin sentido. En resumen: no había estado al que IdrisPukke pudiera escapar sin riesgo a ser sumergido en agua hirviente, o destripado, o quemado en la pira, o colgado en la horca, y a menudo las cuatro cosas juntas y varias veces cada una. Empapado, exhausto y padeciendo una indigestión de mil demonios a causa del estado de su último almuerzo, el más grande mercenario que hubiera conocido el mundo se veía obligado, así pues, a meterse en una zanja para esconderse de uno de los soldados y cazarrecompensas que lo perseguían, que eran varias docenas. Durante el mes anterior, lo habían capturado en dos ocasiones y se había escapado casi de inmediato. Pero el verdadero problema con el que se enfrentaba era que no tenía ningún lugar al que escapar: lo único que IdrisPukke podía hacer era encogerse de hombros y pagar las consecuencias.
¡CHAS!
Sin pensarlo, IdrisPukke se puso de rodillas y empezó a gatear por la zanja lo más rápido que podía.
—¡Teas, luces! ¡Nos ha visto!
Por todas partes, el resplandor de las teas iluminó el negro impenetrable de los campos. Pero lo que les servía de ayuda a ellos, también le era de ayuda a IdrisPukke, que en aquel momento pudo distinguir a treinta metros de distancia una maraña de árboles.
Raudo como un perro, echó a correr hacia allí, pero resbalaba en el barro.
—¡Ahí!
Lo habían descubierto. Mientras corría, podía distinguir la luz de las teas, que todas juntas avanzaban hacia él. De un momento a otro podía dar con él una flecha, o una espada que le deparara una muerte terrible. Jadeando, temeroso, trató de correr, y lo haría mientras siguiera estando libre y pudiera moverse. Tenía que llegar a los árboles. Resbalando, se propuso salir de la zanja, y justo cuando llegaba arriba recibió un golpe.
¡CRAC!
Se quedó de pie por un momento. El mundo se había detenido en un destello de luz y dolor. Después recibió otro golpe, y cayó hacia atrás. Antes de llegar al suelo de la zanja y de que su cabeza recibiera otro terrible golpe, IdrisPukke estaba ya inconsciente. Cuando despertó, un gorila enorme y peludo le había agarrado firmemente ambos pies con una sola mano y, como quien no quiere la cosa, le sacudía la cabeza contra un muro de ladrillo, como la señora que sacude una alfombra cansinamente. Entonces se detuvo, y el gorila lo levantó hasta poner su cara a la altura de la de él, para mirarlo fijamente a los ojos. Sabía que se trataba de un gorila porque había visto uno en el circo de Arnhemland. Aquel era mucho más grande, su respiración era caliente y húmeda, y olía a carne podrida de un mes. Por el hocico le caían enormes velas de moco verde.
—Seguís vivo, pues —dijo el gorila. Pero hasta aquel momento no comprendió IdrisPukke, con cierto alivio, que seguía inconsciente y soñando. Entonces el gorila siguió golpeándole la cabeza contra el muro de ladrillo.
Se forzó a abrir los ojos, con lo que aquella escena se desvaneció para convertirse en un carro de granjero al que iba atado de pies y manos. A cada sacudida que daba el carro por aquel terreno lleno de surcos, la cabeza le pegaba contra el tablero lateral.
Tomó aliento para ayudarse a recobrar la conciencia, y separó la cabeza hacia el centro del carro. Qué agradable es dejar de darse cabezazos contra la pared, qué gran verdad. Pero entonces regresó el dolor y dejó de sentirse agradecido. Gruñó.
—Estáis despierto, ¿no es así?
Se trataba de un soldado y no de un cazarrecompensas, lo que le hacía pensar que había caído en manos de gente que tal vez tuviera que someterse a ciertas formalidades antes de infligirle daño. Eso suponía una posibilidad de huida. El soldado le hincó en el estómago el extremo no afilado de su lanza corta.
—Os he preguntado con cortesía, y espero una respuesta igual de cortés.
—Sí, estoy despierto —gruñó IdrisPukke—. ¿Adónde me lleváis?
—Cerrad el pico. Me dijeron que no hablara con vos bajo ningún pretexto, aunque no veo por qué. No me parecéis gran cosa. —Y tras volver a clavarle el lado romo de la lanza, el soldado se recostó y no volvió a decir palabra.
—¿Que queréis que haga con ellos? —preguntó Albin. Pensativo, Vipond levantó la vista de su escritorio.
—Me interesan. Pero pienso que es el momento de sonsacarles un poco más. Quiero que vos superviséis su interrogatorio sobre los redentores. Tenemos que hacernos con un cuadro más completo del Santuario, y averiguar si lo que traman los redentores tiene importancia para nosotros. Mientras tanto, inscribid a los muchachos como pajes de armas en el Mond.
—A Solomon Solomon no le hará mucha gracia.
—¡Santo Dios! —exclamó Vipond casi sin aliento—. ¿Es que ya nadie hace lo que se le manda? Si a él no le hace gracia, que se aguante.
—Los del Mond son un grupo arrogante, Canciller. No les va a resultar fácil a ninguno de los tres.
—Lo comprendo. Pero no quiero que los perdáis de vista. Quiero saber cómo reaccionan al tratamiento. No les reprocho que me mintieran, porque en su lugar yo hubiera hecho lo mismo, pero quiero llegar al fondo de este asunto.
Y así fue como dos días después, Cale, Kleist y Henri el Impreciso se encontraron en el Patio de Armas de los Excelentes, junto con otros cincuenta pajes, que vigilaban a otros tantos jóvenes aristócratas Materazzi, que hacían ejercicio delante de Solomon Solomon, entrenador de artes marciales en el Mond. Era un hombre grande, de cabeza afeitada y ojos tan fríos como el viento de levante de un glacial día de enero.
Aquel día el cielo estaba azul y el viento era cálido. Los nuevos pajes permanecían en pie, admirando a los jóvenes de catorce y quince años que tensaban y relajaban los músculos en el patio. En general, su apariencia era uniforme: eran altos, rubios, delgados y asombrosamente ágiles. La confianza en ellos mismos que mostraban era tan grande que parecía relumbrar cuando tensaban sus miembros en contorsiones imposibles o hacían flexiones con un solo brazo, que parecía propulsado por un motor mágico. Los contemplaban atemorizados cuarenta y siete pajes, hijos de ricos mercaderes que pagaban a Solomon Solomon una buena cantidad de dinero para que el comercio llano tuviera la oportunidad del contacto diario con la aristocracia Materazzi. Aquella última sustitución, por la que había tenido que admitir a los tres pihuelos del Malpaís, le haría perder a Solomon Solomon más de mil dólares al año. Por ese motivo su frío corazón estaba aún mucho más frío de lo habitual.
Cada uno de los pajes había sido colocado bajo un escudo de armas diferente y, aunque Cale no tenía ni idea de lo que eran, podía ver que los Materazzi que hacían ejercicio junto a él llevaban cada uno una enseña en el pecho, y que algunas de esas enseñas eran iguales que los escudos de armas que veía detrás de los pajes. Pasó un rato antes de que pudiera distinguir al que llevaba la enseña que se correspondía con su propio escudo. Era como los otros, solo que más: más alto, más rubio, más grácil y más fuerte. Se movía con extraordinaria velocidad, luchando fingidamente con varios oponentes, amagando golpes con los que los derribaba al suelo, sin que eso pareciera costarle ningún esfuerzo. Cale se tomó unos segundos para mirar atrás y examinar el amplio despliegue de armas de que disponía cada miembro del Mond: media docena de espadas diferentes, lanzas cortas, medias y largas, hachas y otras armas que nunca había visto.
—¡Vos! ¡VOS! ¡QUEDAOS DONDE ESTÁIS! —Era Solomon Solomon, y se dirigía a Cale. Solomon Solomon bajó del tosco tablado lleno de muñecos de paja con los que había estado entrenando, y se fue directo a Cale, sin apartar de él los ojos ni un momento hasta que lo tuvo delante. En el campo, los Materazzi que entrenaban hicieron un alto para observar lo que ocurría. No tuvieron que esperar mucho: tan pronto como Solomon Solomon llegó ante Cale, le propinó un tremendo bofetón en la cara. Algunos del Mond se rieron con esa crueldad de la que uno hace gala al ver caerse de bruces a un atleta en medio de una carrera, o a un débil boxeador que recibe un puñetazo que lo deja inconsciente durante unas horas.
Aunque Cale se tambaleó, no cayó al suelo como esperaba Solomon Solomon. Ni, cuando enderezó la cabeza, protestó ni miró con odio a Solomon Solomon. Cale tenía demasiada experiencia de actos de violencia arbitraria y del incomprensible mal genio de los que estaban por encima de él, para cometer errores.
—¿Sabéis lo que habéis hecho?
—No, señor —contestó Cale.
—¿No, señor? ¿Os atrevéis a decirme que no lo sabéis? —dijo esto con toda la furia acumulada de un tacaño que había perdido mil dólares al año sin explicación razonable. Volvió a golpear a Cale. Y cuando llegó el tercer golpe, Cale comprendió su error: en el Santuario, caer al suelo tras recibir un golpe era motivo para recibir otro; allí, estaba claro que era al revés. Así que decidió caerse, tal como se esperaba de él—. En lo sucesivo —gritó Solomon Solomon—, mantened la vista al frente, atended a vuestro señor y no apartéis de él los ojos. ¿HABÉIS ENTENDIDO?