La mano izquierda de Dios (21 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
13.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces empezó la lucha.

Conn cortó el aire con el Filo a enorme velocidad, y repitió la acción una y otra vez mientras Cale retrocedía, parando cada golpe con las dos dagas de ceremonia, que pronto estuvieron tan melladas como una sierra. Conn se movía, paraba y esquivaba con gracia y celeridad más propias de un bailarín que de un espadachín. Cale seguía retrocediendo, logrando a duras penas parar cada uno de los golpes que Conn le lanzaba a la cabeza, al corazón, a las piernas, a cualquier punto donde encontrara un hueco. Y no se oía nada salvo la extraña música de las estocadas del Filo, que sonaba casi como un instrumento afinado, y la sorda respuesta de las dagas.

Conn Materazzi arremetía y Cale paraba, una estocada por arriba, la siguiente por abajo, pero retrocediendo siempre. Al final, Conn lo acorraló contra un muro y Cale no pudo seguir retrocediendo. Una vez lo tuvo a su merced, Conn retrocedió un poco, cubriendo todo movimiento que Cale pudiera intentar hacia un lado o hacia el otro.

—Vos peleáis igual que muerden los perros —le dijo a Cale. Pero el rostro de Cale siguió sin revelar ninguna emoción. Era como si no le hubiera oído.

Conn se movió entonces de un lado a otro, dando algunos pasos elegantes que indicaban, a aquellos que le observaban, que se preparaba para entrar a matar. Estaba exaltado, experimentando el éxtasis de saber que no volvería a ser el mismo.

Para entonces habían llegado al jardín otros veinte soldados, algunos de ellos arqueros, aunque los había refrenado el sargento de armas, que los había hecho respetar un semicírculo de varios metros de distancia. El sargento comprendía, igual que todos los demás, en qué iba a consistir el final. Pese a las órdenes de Conn, sabía muy bien que habría tenido problemas si hubiera recibido algún daño. Lo lamentaba de verdad por aquel muchacho que se había quedado fijo al muro mientras Conn levantaba la espada para asestar el último golpe. Pero Conn la mantuvo en alto, esperando descubrir el terror en los ojos de Cale. Y, sin embargo, la expresión de Cale no cambió: seguía inexpresivo y ausente, como si ya no hubiera alma en su interior.

«Terminad de una vez, cerdo», pensó el sargento.

Entonces Conn asestó el golpe. No es posible decir lo rápido que el Filo cortó el aire: comparado con él, el rayo se mueve con lentitud. Esta vez Cale no paró el golpe, simplemente se hizo a un lado, apenas lo suficiente. La espada no encontró su objetivo, pero le faltó el grosor de un pelo. Entonces Conn lanzó otro golpe, y volvió a fallar. Y después lanzó de frente la espada, y Cale la esquivó, pese a que había sido rápida como el salto de una serpiente.

Entonces Cale atacó por primera vez. Conn lo paró, pero por poco. Golpe tras golpe, fue retrocediendo hasta que volvieron casi al mismo sitio en que había empezado la lucha. Conn tenía la respiración agitada, y el creciente temor le hacía jadear. Su cuerpo no estaba habituado al terror, y la presencia de la muerte se rebelaba contra su enorme destreza y sus años de entrenamiento. Se le crispaban los nervios y se le ablandaban las tripas.

Entonces Cale se detuvo.

Retrocedió un paso de sorprendente amplitud y miró a Conn de arriba abajo. Hubo una pausa de uno o dos segundos, y entonces Conn volvió a golpear, furioso. El Filo silbó al cortar el aire. Pero Cale se movió antes incluso de que comenzara el golpe, y paró el Filo con una daga al tiempo que clavaba la otra hasta el fondo en el hombro de Conn.

Con un grito de sorpresa y dolor, Conn dejó caer la espada al tiempo que Cale lo retorcía y le rodeaba el cuello con el antebrazo, apuntando con la otra daga al estómago de Conn.

—Estaos quieto —le susurró en voz baja y al oído, y después les dijo a los soldados que se acercaban para detenerlo—: Quedaos donde estáis, o atravesaré a este gusano —y le metió a Conn la daga en el estómago para dar fuerza a sus palabras.

Aterrorizado, el sargento ordenó a sus hombres con un gesto que se quedaran quietos.

Al mismo tiempo, Cale había apretado tanto el cuello de Conn que no le dejaba respirar. Volvió a susurrarle al oído:

—Antes de que os vayáis, Señor, os diré algo para que os llevéis con vos: la lucha no es un arte.

Entonces Conn perdió el conocimiento y cayó como un muñeco, sujeto por Cale, que ya había aflojado la presión sobre su cuello.

—Sigue vivo, sargento, pero dejará de estarlo si os hacéis el valiente. Voy a coger la espada, y espero que os comportéis.

Cargando el considerable peso de Conn, Cale se agachó lentamente para coger el Filo. Cuando lo tuvo en su poder, volvió a levantarse, sin dejar de observar a los soldados. En aquel momento entraban más y más por las puertas de fuera, hasta que se congregó allí cerca de un centenar.

—¿Dónde vais a ir, hijo? —preguntó el sargento.

—La verdad es que no lo he pensado —respondió Cale.

Entonces Henri el Impreciso gritó desde el tejado:

—Prometed que no le haréis daño, y él lo soltará.

Sorprendidos, los soldados respondieron a aquel primer intento de negociación lanzando tres flechas en dirección de Henri, que se agachó y desapareció de la vista.

—¡Alto! —gritó el sargento—. ¡El próximo que ataque sin recibir órdenes se pasará cincuenta y un años limpiando las letrinas! —Se volvió hacia Cale—. ¿Qué os parece la idea, hijo? Sobadlo y no os haremos daño.

—¿Y después?

—No puedo aseguraros nada. Haré lo que pueda. Diré que esos chicos os estaban acosando. Si es que me quieren escuchar... ¿Qué alternativa os queda?

—¡Cale, haz lo que te dice! —gritó Henri el Impreciso desde el tejado, con cuidado esta vez de no asomar más que la cabeza.

Cale esperó un instante, aunque era obvio lo que tenía que hacer. Apartando el Filo de la garganta de Conn, buscó a su alrededor un lugar en que colocarlo. Tuvo suerte: justo dos pasos por detrás, que dio con extremo cuidado, quedaba un viejo trozo de muralla, y por debajo de la altura de la rodilla se encontraban dos enormes peñas que hacían de cimientos. Metió el Filo por entre las dos piedras hasta más de un palmo de profundidad.

—¿Qué estáis haciendo, muchacho? —gritó el sargento.

Y entonces Cale dejó caer al suelo al inconsciente Conn Materazzi, se volvió hacia la espada, y con toda su fuerza presionó contra las piedras. El Filo, tal vez la espada más grande en la historia del mundo, se torció y después se partió con un sonido como el tañido de una campana: ¡TING!

Todos a la vez, los soldados ahogaron un grito. Cale miró al sargento, y entonces tiró al suelo tranquilamente la mitad del Filo que sujetaba en las manos. El sargento se dirigió a él, y le cogió a uno de los soldados una cadena con cerradura.

—Volveos, muchacho.

Cale hizo lo que se le pedía. Mientras le ataba las manos, le dijo al oído:

—Esa es la última idiotez que haréis, hijo.

Uno de los médicos-soldado, que eran uno de cada sesenta hombres en el ejército Materazzi, examinó al inconsciente Conn. Le dirigió al sargento un gesto afirmativo y, a continuación, examinó a los otros. Entonces Arbell Cuello de Cisne traspasó el círculo que rodeaba a Conn y le tomó el pulso. Una vez satisfecha, se levantó y miró a Cale, que estaba sujeto por dos soldados. Él le devolvió una mirada calma e inexpresiva.

—Espero que no me olvidéis por segunda vez —dijo antes de que se lo llevaran los soldados.

Pero entonces Cale tuvo un golpe de suerte. Henri el Impreciso no había subido solo al tejado. Igual de curioso, aunque menos preocupado por la suerte de Cale, Kleist había seguido a Henri el Impreciso. En cuanto comenzó la lucha, Henri le había pedido a Kleist que buscara a Albin.

Kleist había encontrado a Albin en el único lugar en el que se le ocurría que pudiera estar. En un instante, salió de su gabinete y les pidió a sus hombres que lo acompañaran. Y de esa manera, Albin llegó justo cuando cuatro soldados sacaban a Cale del jardín y se lo llevaban hacia la cárcel de la ciudad, un lugar donde tendría suerte si conseguía sobrevivir toda la noche.

—Nosotros nos haremos cargo —dijo Albin, respaldado por diez de sus hombres, vestidos con su uniforme de chaleco y sombrero hongo negro.

—El sargento de armas nos ha dicho que lo llevemos a la cárcel —dijo el más veterano de los soldados.

—Soy el capitán Albin, de Asuntos Internos, responsable de la seguridad en la Ciudadela. Así que entregádmelo o ateneos a las consecuencias.

La imponente autoridad de Albin y sus diez duros «buldogs», como los llamaban con poco cariño, intimidaron a los soldados, que raramente entraban en la Ciudadela y se sentían incómodos en un enfrentamiento en un lugar que les resultaba extraño. Sin embargo, el más veterano insistió.

—Tendré que consultar al sargento de armas.

—Consultad con quien deseéis, pero es nuestro prisionero y se viene con nosotros.

Diciendo esto, Albin hizo un gesto a sus hombres para que avanzaran, y los soldados soltaron a Cale con muchas dudas. El veterano hizo a su vez un gesto dirigido a uno de los otros, que regresó al jardín en busca de ayuda, pero para entonces los «buldogs» ya se habían llevado a Cale y, cargando con él, habían emprendido camino por el laberinto de sinuosos callejones que entraban y salían de la Ciudadela. Para cuando llegó la ayuda, ya no se les veía.

Diez minutos después, Cale era encerrado en una de las celdas privadas de Vipond, y el carcelero forcejeaba en los grilletes. Veinte minutos más tarde, era liberado de las cadenas, y se quedaba en pie en medio de la penumbrosa celda, mientras cerraban la puerta tras él. Tenía otra celda a cada lado de la suya, separada en parte por un muro y en parte por barras. Cale se sentó y comenzó a considerar detenidamente lo que había hecho. No eran pensamientos alegres, pero al cabo de unos minutos fueron interrumpidos por una voz que provenía de la celda de la derecha.

—¿No tendréis tabaco?

15

—Parece que siempre nos encontramos en situaciones desgraciadas —comentó IdrisPukke—. Puede que nos viniera bien cambiar de ruta.

—Hablad por vos, abuelo. —Cale se sentó en el catre de madera y se esforzó por ignorar a su compañero de prisión. Era demasiada casualidad volver a encontrarse a IdrisPukke.

—Curiosa coincidencia, esto.

—Bien lo podéis decir.

—Y de hecho lo digo. —IdrisPukke hizo una pausa—. ¿Qué os ha traído por aquí?

Cale pensó detenidamente antes de responder:

—Una pelea.

—Por una pelea no lo traen a uno a la cárcel personal de Vipond. ¿Con quién os habéis peleado?

Cale volvió a meditar su respuesta. Pero al fin y al cabo, ¿qué más daba?

—Con Conn Materazzi.

IdrisPukke se rio, pero resultaban evidentes su alegría y admiración, y Cale intentó resistirse a los efectos de aquella admiración, algo que le costó esfuerzo.

—Dios mío, el tipo con la mayor potra del mundo. Por lo que me han contado, tenéis suerte de seguir con vida.

Cale debería haber comprendido que lo estaba incitando a hablar, pero pese a todas sus raras virtudes, seguía siendo demasiado joven:

—Es él el que ha tenido suerte. En estos momentos estará volviendo en sí, y con un buen dolor de cabeza.

—Bueno, veo que sois un pozo de sorpresas. —Se quedó un momento callado—. Pero nada de eso explica por qué os han traído aquí. ¿Qué tiene que ver eso con Vipond?

—Puede que haya sido por la espada.

—¿Qué espada?

—La espada de Conn Materazzi.

—¿Por qué tendría que traeros aquí su espada?

—Es que no era exactamente su espada.

—¿Qué queréis decir?

—En realidad era la espada del Mariscal Materazzi. La que llaman el Filo. —El silencio fue mucho más intenso esta vez—. Tiré al suelo a Conn, y entonces metí la espada entre dos piedras y la partí.

IdrisPukke guardó un silencio frío e intenso.

—Un acto de vandalismo especialmente salvaje, si me permitís que lo diga. Esa espada era una obra de arte.

—No tenía tiempo de admirarla mientras Conn trataba de cortarme en dos con ella.

—Pero la pelea ya había terminado... eso es lo que dijisteis.

Lo cierto era que Cale había empezado a lamentar aquel impulso desde el mismo instante en que se había partido la espada.

—¿Queréis un consejo?

—No.

—Os lo daré de todas maneras: si vais a matar a alguien, matadlo. Si vas a dejarle vivir, dejadle vivir. Pero no compliquéis las cosas.

Cale le volvió la espalda a IdrisPukke y se tendió en el suelo.

—Cuando durmáis, soñad con esto: todo lo que hicisteis, y en especial lo de romper la espada, os debería haber llevado a manos del Dogo. Nada de eso explica que estéis aquí.

Media hora más tarde, un insomne Cale oyó el sonido que hacía la puerta de la celda al ser abierta. Se sentó para ver entrar a Albin y Vipond. Vipond le dirigió una mirada torva.

—Buenas, Señor Vipond —saludó con alegría IdrisPukke.

—Callaos, IdrisPukke —respondió Vipond sin dejar de mirar a Cale—. Y ahora decidme... Y quiero toda la verdad, o voto a Dios que os entregaré al Dogo en este mismo instante. Contadme exactamente qué sucedió. Y cuando hayáis acabado, entonces me explicaréis quién sois y cómo es posible que vencierais con tal facilidad a Conn Materazzi y sus amigos. Quiero la verdad y, si no la tengo, me desentenderé de vos en menos que hierven los espárragos.

Por supuesto, Cale no sabía lo que era un espárrago. Pero la única dificultad era decidir cuánto sería necesario contarle a Vipond para convencerle de que se lo decía absolutamente todo.

—Perdí los estribos. Eso es lo que suele hacer la gente, ¿no?

—¿Por qué rompisteis la espada?

Cale se sintió incómodo.

—Fue una idiotez hecha en el ardor de la pelea. Me disculparé ante el Dogo.

Albin se rio.

—¡Ah, bueno, si lo lamentáis...!

—¿Dónde aprendisteis a luchar de ese modo? —preguntó Vipond.

—En el Santuario: he estado entrenando toda mi vida, doce horas al día y seis días a la semana.

—¿Queréis decir que Henri y Kleist pueden luchar como vos?

Eso resultaba delicado para Cale.

—No... Aunque ellos han entrenado durante toda la vida, y como Kleist no hay nadie... es un especialista.

—¿En qué?

—En la lanza y el arco.

—¿Y Henri?

—En intendencia, cartografía y espionaje. —Eso era verdad, pero no toda la verdad.

Other books

The Bar Code Prophecy by Suzanne Weyn
Mary Poppins in the Park by P. L. Travers
Trashland a Go-Go by Constance Ann Fitzgerald
The Icing on the Cake by Rosemarie Naramore
Indexing by Seanan McGuire
La carte et le territoire by Michel Houellebecq
The Adventurer by Diana Whitney
Cashelmara by Susan Howatch