Read La mano izquierda de Dios Online
Authors: Paul Hoffman
—¿Así que ninguno de ellos podría haber hecho lo que habéis hecho hoy vos?
—No, ya os lo dije.
—¿Hay otros en el Santuario con la misma habilidad que vos?
—No.
—¿Qué es —preguntó Vipond—, lo que os hace tan especial?
Cale hizo una pausa para dar la impresión de que le costaba responder.
—Cuando tenía nueve años... Yo ya era bueno en la lucha, pero no tanto como ahora.
—¿Y qué sucedió?
—Yo estaba en los entrenamientos, luchando con otro muchacho mucho mayor que yo. Luchábamos sin reglas, con armas de verdad, aunque tenían matados el filo y las puntas. Yo llevaba las de ganar, y lo tiré al suelo, pero él logró derribarme porque me empecé a hacer el gallito. Entonces me golpeó en un lado de la cabeza con una piedra. Y eso fue todo: los redentores lo apartaron de mí a tiempo, y gracias a eso no me sacó los sesos. Desperté un par de semanas después, y al cabo de otras dos semanas me había recuperado totalmente, aunque me quedó una rotura en el cráneo. —Levantó la mano y se llevó un dedo a un punto del lado izquierdo, hacia atrás. Entonces volvió a quedarse callado, como si no quisiera continuar.
—Pero no erais exactamente el mismo...
—No. Al principio no podía luchar tan bien como antes. Algo fallaba en mi capacidad de reacción, pero al cabo de un tiempo me habitué a lo que me había sucedido al romperme el cráneo.
—¿Que os habituasteis a...?
—Cada vez que uno lanza un golpe, ha decidido a qué parte de su oponente va dirigido ese golpe. Y uno siempre se descubre, ya sea por la manera de mirar, por el movimiento del cuerpo, o por la manera en que uno se inclina para evitar perder el equilibrio al lanzar el golpe. Todo eso le da pistas al oponente sobre el lugar al que se dirige el ataque: si el oponente interpreta mal esas pistas, entonces el golpe llega a su destino; pero si las interpreta correctamente, entonces puede interceptar el golpe.
—Eso lo sabe cualquier luchador o cualquier jugador —comentó Albin—. Un buen luchador, como un buen jugador de pelota, es el que consigue disimular su golpe o su lanzamiento.
—Pero, haga lo que haga, nadie me puede engañar a mí. Ya no. Yo sé siempre cuál es el movimiento que el otro está a punto de hacer.
—¿Nos lo podéis mostrar? —preguntó Vipond—, Sin matar a nadie, me refiero.
—Pedidle al capitán Albin que esconda las manos a la espalda.
Albin se sintió incómodo, algo que no le pasó desapercibido a la (hasta el momento) discreta observación de IdrisPukke.
—Si yo fuera vos, no me fiaría de él, mi guapo capitán.
—Cerrad la boca, IdrisPukke. —Albin dirigió a Cale una prolongada mirada, y después se llevó las manos a la espalda lentamente.
—Lo único que tenéis que hacer es decidir con qué mano me atacáis, y hacerlo lo más aprisa posible. Para engañarme, podéis intentar lo que gustéis: amagar, mover el cuerpo, tratar de que elija el rumbo equivocado... Cuando queráis.
Antes de que Cale terminara la frase, Albin le lanzó la izquierda, que Cale paró con la derecha con tanta suavidad como si se tratara de una pelota que le tirara un niño de tres años especialmente patoso. Lo mismo se repitió otras seis veces, por mucho empeño que pusiera Albin en engañarlo.
—Ahora me toca a mí —dijo Cale cuando Albin se dio por vencido, molesto pero fuertemente impresionado. Cale se llevó las manos a la espalda y volvieron a hacer lo mismo, al revés. Cale atacó seis veces, y en las seis ocasiones Albin tomó la opción incorrecta—. Yo sé lo que vais a hacer —explicó Cale— en el mismo instante en que empezáis a moveros. Lo adivino tan solo un levísimo instante antes de lo que podía hacerlo antes de recibir la herida, pero con eso basta. Y, por el contrario, nadie puede adivinar lo que voy a hacer yo, no importa lo rápido o experimentado que sea.
—¿Y ese es todo el secreto? —preguntó Albin—. ¿Un golpe en la cabeza?
—No —respondió Cale, enojado sin saber muy bien por qué—. Toda la vida me he estado entrenando en una sola cosa. Pese a lo bueno que es, yo podría haber vencido a Conn Materazzi de todas maneras, solo que no con tanta facilidad ni contando él con la ayuda de otros cuatro. Así que no, ese no es todo el secreto.
—¿Cómo reaccionaron los redentores al comprender lo ocurrido?
Cale gruñó. Era una especie de carcajada sin alegría.
—No reaccionaron los redentores, sino un solo redentor: Bosco, el Padre Militante, responsable del entrenamiento en marciales.
—¿Marciales...? ¿Como nuestras artes marciales?
Cale se rio, esta vez con auténtico regocijo.
—No hay arte en lo que hago... podéis preguntarles a Conn Materazzi y a sus amigos.
Vipond ignoró la burla.
—Ese Bosco, ¿qué hizo al descubrir el efecto de vuestra herida?
—Me puso a prueba durante meses, haciéndome luchar contra otros chicos mayores y más fuertes. Incluso llevó a cinco veteranos, luchadores de escaramuza de las guerras del frente oriental que estaban condenados a muerte, según dijo —empezó a decir Cale, y se calló de pronto.
—¿Y qué sucedió?
—Durante cuatro días seguidos me hizo luchar con ellos. «A vida o muerte», nos dijo a todos. Tras el cuarto día, interrumpió las luchas.
—¿ Por qué?
—Había visto lo suficiente para estar seguro. Una quinta pelea hubiera supuesto un riesgo innecesario. —Esbozó una sonrisa nada agradable—. Al fin y al cabo, en una pelea nunca se sabe, ¿verdad? Siempre hay una posibilidad, claro... Un fallo lo puede tener cualquiera.
—¿Y entonces?
—Entonces trató de copiarme.
—¿Qué queréis decir?
—Se pasó días midiéndome la herida de la cabeza y reproduciéndola en cráneos que sacaba del cementerio. Después hizo un modelo en arcilla. Se pasó seis meses intentando repetir el fenómeno.
—No entiendo. ¿Cómo...?
—Cogió a doce acólitos de mi misma edad y tamaño, los ató y les clavó en la cabeza un formón que había hecho fabricar con la forma exacta de mi herida. Se lo clavaba con un martillo en el mismo punto del cráneo. Iba probando: más fuerte, más suave, más suave aún...
Se quedaron en silencio durante unos instantes.
—¿Qué sucedió? —preguntó Vipond en voz baja.
—Lo que sucedió fue que la mitad murieron en el acto, y el resto... bueno, no volvieron a ser los que eran. Y nadie volvió a verlos.
—¿Se los llevaron a otra parte?
—Puede decirse así.
—¿Y después?
—Bosco comenzó a ocuparse personalmente de mi entrenamiento. No lo había hecho nunca. A veces me hacía trabajar diez horas al día para encontrar cualquier debilidad, y me daba una buena paliza cuando hacía algo mal, antes de corregirme. Entonces desapareció durante seis meses, y cuando volvió lo hizo con siete redentores que dijo que eran los mejores en lo que hacían.
—¿Qué es lo que hacían?
—Básicamente matar a gente... gente con armadura, sin ella, con espada, con palos, con las manos desnudas... Sabían cómo organizar una matanza... —Cale se detuvo.
—¿De prisioneros?
—No solo de prisioneros... de cualquiera. Dos de ellos eran una especie de generales. Uno era un táctico: batallas, retiradas, grandes jugadas... La especialidad del otro era la guerra de guerrillas: pequeñas razias, magnicidios, cómo aterrorizar a los nativos para que lo ayuden a uno y no al enemigo...
—¿Y todo eso para qué?
—¿Sabéis? Nunca fui lo bastante tonto como para preguntar...
—¿Tenía algo que ver con las guerras de los redentores en el este?
—Ya os digo que no pregunté.
—Pero os formaríais una opinión.
—¿ Formarme una opinión? Pues sí. Pensé que tendría que ver con las guerras en el este.
Vipond dirigió a Cale una mirada severa y prolongada. Cale se la aguantó con insolencia. Entonces dio la impresión de que el Canciller acababa de tomar una decisión. Se volvió hacia Albin.
—Traed a mi casa a los otros dos lo antes posible. Albin hizo una seña al carcelero, y ambos salieron. Cale se sentó en el catre. IdrisPukke se acercó a las barras.
—Una vida interesante —comentó—. Deberíais escribir un libro.
Cuando el Señor Vipond terminó de hablar con Henri el Impreciso y con Kleist, se dirigió al palacio del Mariscal Materazzi, Dogo de Menfis. El Dogo tenía muchos consejeros porque era hombre al que le encantaba consultar sobre todo y hablar de todo largo y tendido. El hecho de que raramente hiciera caso del consejo que le daban era simplemente una peculiaridad de esas que afectan a menudo a los nacidos en el poder. La única excepción a aquella regla de hablar sin escuchar la hacía ante el Señor Vipond, que era también inmensamente poderoso por virtud de su propia red de espías e informadores, y cuyo talento para estar en lo cierto era muy difícil de superar. Como decía el dicho:
El Canciller Vipond cuando no siembra, cosecha;
y lo que él ignora es cosa que desecha.
Como rima no valía gran cosa, pero no andaba desencaminada.
El Mariscal Materazzi era un hombre implacable que había llegado a gobernar el mayor imperio que hubiera visto el mundo. Mantener el control de semejante imperio durante veinte años sin grandes problemas requería proezas militares, talento político y una considerable inteligencia. Pero pese a haber tenido a Vipond como Canciller suyo durante casi todo ese tiempo, no había llegado a comprender cómo Vipond había él mismo llegado a adquirir tal poder. Un día, a los tres años más o menos de su reinado, empezó a comprender, horrorizado, que Vipond se había convertido en indispensable. Al principio se volvió hostil hacia él, pues tal poder le resultaba intolerable, y le dejaba expuesto al magnicidio o, aún peor, a convertirse en una especie de marioneta. Pero Vipond había dado pruebas al Mariscal de que siempre sería su leal vasallo mientras no interfiriera en su papel de Canciller y le dejara en paz a su vez. Desde aquel momento su relación había sido no exactamente difícil pero sí, como decían los campesinos de los alrededores de Menfis, llena de recelo.
Conducido a presencia del Mariscal, Vipond saludó con un gesto de la cabeza, y fue invitado a sentarse.
—¿Qué tal os encontráis, Vipond?
—Muy bien, mi Señor. ¿Y vos?
—¡Bien!
Hubo un silencio incómodo. Incómodo para el Mariscal, porque Vipond se quedó allí sentado, sonriendo con benevolencia.
—Creo que hoy habéis recibido a la embajada noruega.
—Así es.
Siendo uno de los pueblos limítrofes conquistados por Materazzi hacía más de quince años, los noruegos habían recibido con entusiasmo las ventajas de la ocupación: carreteras, palacios con calefacción central y artículos de lujo importados, sin que todo eso les hiciera abandonar su feroz apetito por la lucha. Cinco años antes el Mariscal, cansado de guerras y cada vez más molesto con los gastos que le ocasionaba mantener su vasto imperio, había tomado la decisión de poner fin a las conquistas. Los noruegos, aunque permanecieran conmovedoramente leales al conquistador, siempre estaban buscándose problemas y tratando de expandir su propio territorio hacia el norte cada vez que veían la ocasión, y eso a pesar de las repetidas órdenes que recibían de no hacer tal cosa. Siempre taimados, los noruegos provocaban a sus vecinos, y generalmente usaban todos los trucos que se sabían para decir que habían sido ellos los atacados, y que no tenían más remedio que defenderse invadiendo a sus agresores. Como bien sabía Vipond, aquellos ataques eran ejecutados en realidad por soldados noruegos disfrazados de aquellos vecinos a los que tan ansiosos estaban de saquear.
—¿Qué os han dicho?
—¡Ah! —respondió Vipond—, la monserga de siempre de que son ellos las víctimas... unas víctimas amantes de la paz, que no tienen más remedio que defenderse a sí mismos y al imperio, del que son leales súbditos...
—¿Y qué respondisteis vos?
—Les dije que no nací ayer, y que si no replegaban su ejército pensaríamos en la posibilidad de concederles la independencia.
—¿Y cómo se lo han tomado?
—Se quedaron los seis pálidos de horror, y prometieron que el ejército se retiraría antes de una semana.
Materazzi examinó a Vipond con detenimiento.
—Tal vez les debiéramos conceder la independencia de todas formas, y también a otros. El coste de gobernarlos y someterlos a control es una sangría para nosotros. Supera lo que obtenemos de impuestos, ¿me equivoco?
—Realmente no, pero eso os llevaría a reducir nuestro ejército y a tener que soportar a un buen montón de soldados de mal genio pululando por ahí y haciendo de las suyas, o bien a pagarlos de vuestro bolsillo.
Materazzi soltó un gruñido.
—Estamos entre la espada y la pared.
—Efectivamente, mi Señor. Pero, naturalmente, si queréis que haga un estudio en condiciones...
—¿Por qué os llevasteis al muchacho que partió mi espada?
Estos cambios de tema repentinos eran una vieja táctica del Mariscal para desconcertar a aquel con quien estuviera molesto.
—Soy responsable de la seguridad en la ciudad.
—Sois responsable de asuntos que tengan que ver con la sedición, pero no sois ningún policía. Esto no tiene nada que ver con vos. Ha roto mi espada, cuyo valor es incalculable, y ha herido gravemente a mi sobrino y a los hijos de cuatro de mis cortesanos. Todos ellos reclaman su cabeza y, ya de paso, yo también.
Vipond se quedó pensativo.
—Tal vez se pueda reparar el Filo.
—No sabéis nada de eso. No finjáis que sí.
—Claro que no, pero conozco a un hombre que sí sabe. El prefecto Walter Gurney ha regresado de su embajada en Riben.
—¿Por qué no se ha presentado ante mí?
—No se encuentra bien. No creo que llegue a final de año.
—¿Qué tiene que ver con mi espada?
—El informe de Gurney incluye una larga sección sobre el arte del metal en Riben. Dice que nunca había visto semejante maestría. Hablé con él brevemente, y me aseguró que si el Filo puede repararse, los armeros de Riben son los que pueden hacerlo. —Se quedó un instante en silencio—. Esto, claro está, correría bajo mi responsabilidad y a mis expensas.
—¿Por qué? —preguntó Materazzi—. ¿Qué significa para vos ese muchacho, para que os toméis tantas molestias y estéis dispuesto a pagar?
—Si puedo seros franco, creo que debido al comprensible enojo por lo que le ha sucedido a una valiosa posesión vuestra y por las heridas que ha recibido vuestro sobrino, estáis olvidando el hecho de que un muchacho de catorce años les ha dado una buena paliza a cinco de vuestros más prometedores soldados, incluyendo uno que se supone que es el mejor de toda su generación. ¿Eso no os importa?