Read La mano izquierda de Dios Online
Authors: Paul Hoffman
Los aborrecidos cabezas de gamuza cantaban alegremente:
NADIE NOS QUIERE, NO NOS PREOCUPA,
NADIE NOS QUIERE, NO NOS PREOCUPA.
¿NOS PIRRAN LAS LOLARDAS Y HUGONOTES?
AAAAAAAH PUES NO, NO TENEMOS AMIGOTES.
¡NI CON LUPA, NI CON LUPA, NI CON LUPA!
DE MENTIS, LA BRONCA Y LA PUPA...
Entonces levantaron las manos en alto sobre la cabeza, y dieron palmadas al compás de una nueva canción, alzando las rodillas a la vez:
¡TENDRÁS QUE MATAR, A MENOS QUE PRETIERAS MORIR!
¡TENDRÁS QUE MATAR, A MENOS QUE PRETIERAS MORIR!
¡TENDRÁS QUE MATAR, A MENOS QUE PREFIERAS MORIR!
¡TENDRÁS QUE MATAR, A MENOS QUE PREFIERAS MORIR!
Al mismo tiempo, las lolardas, con sus sombreros de copa, canturreaban muy contentas:
¡HOLA, HOLA, HOLA, PERO ¿QUIÉN ERES?
¡HOLA, HOLA, HOLA, PERO ¿QUIÉN ERES?
¿ERES MANCO, ERES CIEGO, ERES TUERTO?
¡DENTRO DE UN RATO ESTARÁS MUERTO!
¡HOLA, HOLA, HOLA, PERO ¿QUIÉN ERES?
¡HOLA, HOLA, HOLA, PERO ¿QUIÉN ERES?
A NOSOTRAS NO NOS GUSTA HABLAR,
A NOSOTRAS NO NOS VA COTORREAR,
PERO DENTRO DE POCO ESTARÁS ENTRE LOSAS,
CUBIERTO CON UNA CORONA DE ROSAS,
PERDIENDO LOS DIENTES, PERDIENDO TUS COSAS,
¡AUNQUE NO NOS GUSTA COTORREAR!
A cada paso que daba, Cale se hundía más, como si la debilidad y el miedo, vivos en él por primera vez en muchos años, invadieran descontroladamente sus tripas y su cerebro.
Por fin estaba allí, al lado de Solomon Solomon, con su ira y su fuerza que ardían como un segundo sol.
El Maestro de Armas les hizo un gesto a derecha e izquierda. Entonces exclamó:
—¡BIENVENIDOS A LA ÓPERA ROSSO!
Y al decirlo la multitud, todos a una, se puso en pie gritando. Todos, salvo la parte reservada a los Materazzi, donde los hombres vitoreaban y las mujeres aplaudían con indiferencia. Allí no estaba, de todas maneras, el peldaño superior de la sociedad Materazzi, cuyos integrantes no se asociaban con algo tan vulgar como aquel espectáculo, y tampoco con Solomon Solomon, al que no consideraban completamente uno de los suyos, pese a ser respetado por su puesto en la jerarquía militar, pues era biznieto de un hombre que había hecho su fortuna con los salazones de pescado. Eso no quiere decir que no hubieran acudido unos pocos de los más selectos Materazzi, incluyendo a un Mariscal que había ido muy a pesar suyo. Estos observaban la escena desde palcos privados empotrados en el graderío, mientras comían la captura matutina de langostinos. En el espacio reservado para el Mond, el encendido odio que sentían por Cale estalló en un mar de brazos que lo apuntaban, coreando con burla y desprecio:
—¡BUUM LACALACALACA BUUM LACALACALACA TAC TAC TAC!
Desde lo alto del graderío occidental, algún gamberro habilidoso que había conseguido burlar los registros de los policías arrojó un gato muerto que describió en el aire un enorme arco. Haciendo un ruido sordo, el cuerpo del gato cayó en la arena, a solo siete metros de Cale, ante un rugido de la multitud que expresó su aprobación y alegría.
El pánico se apoderó de los escasos ánimos de Cale, como si durante todos aquellos años hubiera estado conteniendo un enorme embalse de miedo que en aquellos momentos rompía los muros de contención desbordando nervios y agallas, osadía y voluntad. Su misma columna vertebral tembló de cobardía en el momento en que el Maestro de Armas le entregó la espada. Apenas podía ya levantar la mano para sacarla de la vaina, tan débil se encontraba de repente. La espada le resultaba tan pesada que la dejó caer para que colgara a su costado, floja. No había ya más que sensaciones: el amargo gusto de la muerte y el terror en la lengua, el sol ardiente y brillante, el ruido de la multitud y el muro de rostros. Y entonces el Maestro de Armas levantó las manos. Entre la multitud unos mandaron callar a otros. El dejó caer los brazos a ambos lados, como muertos. La multitud gritaba como una sola bestia, y Cale observó cómo el hombre que estaba a punto de matarlo levantaba la espada y, con cautela, se acercaba a aquel muchacho tembloroso, invadido por el pánico.
Desde lo más profundo de Cale, algo imploraba protección, rogando que lo salvaran: «IdrisPukke, sálvame; Leopold Vipond, sálvame; Arbell Cuello de Cisne, sálvame». Pero nadie podía ayudarlo salvo aquel a quien más odiaba en el mundo: el Padre Bosco, que acudió a rescatarlo de su escalofriante espera y de la sangre roja que caería sobre la arena, volviendo a entregarle el producto de tantos años de violencia y terror cotidiano. Las aguas del terror empezaron a congelarse, empezando en su pecho. Mientras Solomon Solomon daba vueltas con rapidez, la frialdad se extendió hacia abajo, a través del corazón y las entrañas, y de allí a los brazos y las piernas. En tan solo unos segundos, como una droga milagrosa que suprimiera un dolor insoportable, regresó, familiar, salvadora, anestésica, la vieja indiferencia al terror y la muerte. Cale volvía a ser él mismo. Solomon Solomon, al principio cauteloso ante la inmovilidad de Cale, se movía rápidamente preparando el ataque, con la espada en alto, los ojos concentrados, como el diestro emisario de una muerte violenta. Se movió, cubriendo una distancia sorprendente, y después se detuvo por un instante. Se miraron a los ojos, la multitud guardaba y exigía silencio. Todo lo que Cale veía parecía llegarle a través de un túnel: una mujer anciana en medio de la juventud, que le sonreía como una abuela bondadosa mientras se pasaba el dedo por la garganta, el gato muerto, tan rígido en el suelo que parecía un juguete mal hecho, la joven bailarina en el borde de la arena, con la boca abierta en gesto de alarma y terror. Y su enemigo arrastrando los pies en la arena, cuyo sonido chirriante resultaba más estruendoso que la multitud, que parecía tan lejana. Entonces Solomon Solomon hizo acopio de fuerzas y atacó.
Cale se agachó y se movió bajo su brazo, acuchillando hacia abajo al tiempo que la espada de Solomon Solomon trataba de partirlo en dos. Después se intercambiaron los papeles. La multitud bramó, excitada y confusa. Ninguno de ellos había resultado herido. Entonces algo empezó a gotear de la mano de Cale y, después, a manar con más fuerza. El dedo meñique de su mano izquierda había sido seccionado y yacía en la arena, pequeño y ridículo.
Cale retrocedió, acometido por un dolor horrible, intenso, atroz. Solomon Solomon se detuvo, observando detenidamente la sangre y el dolor de su contrincante, consciente de que el trabajo de matar no había concluido, pero había tenido un concienzudo comienzo. Cuando la multitud empezó a distinguir la sangre en la arena, surgió de ella un sordo bramido que fue creciendo muy poco a poco. Parte del vulgo abucheaba al favorito, animando al que tenía menos posibilidades; los Materazzi lanzaban vítores, y desde el Mond seguían con sus comentarios burlones. Entonces, poco a poco, la multitud se quedó en silencio mientras Solomon Solomon, sabiendo que ya lo tenía todo bajo control, aguardaba a que la pérdida de sangre, el dolor y el miedo a la muerte hicieran su labor.
—Quedaos quieto —dijo Solomon Solomon—, y puede que termine rápidamente con vos. Aunque no puedo prometeros nada.
Cale lo miraba algo perplejo. Entonces movió la espada en la mano, aparentemente comprobando su peso, y atacó la cabeza de su oponente de manera lenta y perezosa. El hábito adquirido durante años de entrenamiento, en los que siempre respondía al ser atacado por embestidas tan flojas como aquella, impulsó a Solomon Solomon a arremeter contra Cale. Como a un corredor, sus poderosos muslos lo propulsaron al ataque. Pero, al dar el segundo paso, cayó como si hubiera sido alcanzado por una de las saetas de Henri el Impreciso, y pegó con la cara y el pecho en la arena.
Tal fue la sorpresa que la multitud ahogó un grito, todos al mismo tiempo, como si se tratara de un solo ser.
La cuchillada que Cale había lanzado hacia abajo en el primer ataque no había errado en absoluto su destino. Al mismo tiempo que el primer golpe de Solomon Solomon le cortaba el dedo, Cale había atacado el pie, seccionando el tendón del talón. Era por eso por lo que, mientras sufría los terribles dolores de la mano, se extrañaba de que Solomon Solomon hubiera resultado aparentemente indemne. Por eso había atacado después de manera tan perezosa: lo único que pretendía era comprobar cómo se movía.
Pese al desconcierto y el terror, Solomon Solomon había girado al instante para sostenerse sobre la rodilla de la pierna buena, blandiendo la espada para mantener a Cale a distancia.
—¡Asqueroso montón de mierda! —exclamó sin que le brotara de la garganta poco más que un susurro. Pero a continuación lanzó un descomunal grito de ira y frustración.
Cale se mantuvo fuera de su alcance, aguardando. Se oyó otro estallido de rabia y humillación procedente de Solomon Solomon. Cale se limitó a observar mientras su contrincante empezaba a aceptar la derrota.
—Muy bien —dijo Solomon Solomon, con rabia y amargura—. Habéis vencido. Me rindo.
Cale miró al Maestro de Armas.
—Me dijeron que esto debía proseguir hasta que uno muriera —dijo Cale.
—Siempre es posible el perdón —explicó el Maestro de Armas.
—¿Es posible ahora? Porque no recuerdo que nadie lo mencionara en su momento.
—El vencido puede implorar compasión. Eso no implica nada, y nadie puede hacerle ningún reproche al vencedor si no la otorga. Pero el perdón siempre es posible. —El Maestro de Armas dirigió la mirada al arrodillado—. Si queréis aspirar al perdón, tenéis que implorarlo, Solomon Solomon.
Solomon Solomon negó con la cabeza, como debatiéndose atrozmente en su fuero interno. Lo que tenía lugar dentro de él era, primero, desconcierto y, después, una indignación tremenda y creciente.
—Imploro vuestro...
—¡Callaos! —gritó Cale, mirando tan pronto a su contrincante como al Maestro de Armas—. ¡Hipócritas! Me arrastráis aquí a la fuerza y, cuando las cosas no salen como esperabais, pensáis que podéis cambiar las reglas a vuestra conveniencia. Eso es todo cuanto significa el montón de mierda de vuestra nobleza: la posibilidad de hacer lo que os venga en gana. Todo lo que os rodea no son más que malditas mentiras.
—Él está obligado —explicó el Maestro de Armas— a pagaros diez mil dólares a cambio de su vida.
Cale arremetió, y, lanzando un grito, Solomon Solomon se derrumbó en el suelo con un profundo tajo en el brazo.
—Decidme —pidió Cale—, ahora ¿valéis más o menos? Me golpeabais sin motivo y sin compasión, pero ahora miraos. Esto es infantil. ¿Cuántas docenas de hombres habéis matado sin pensároslo dos veces? Y ahora que os toca el turno, lloriqueáis que se haga una excepción con vos. —A Cale le faltaba el aire para hablar a causa del disgusto y la estupefacción—. ¿Por qué? Este es vuestro destino; un día será el mío. ¿Cuál es la carne que os corresponde, amigo?
Y diciendo esto, Cale se plantó ante Solomon Solomon, le levantó la cabeza tirándole del pelo y lo despachó con un simple golpe en la nuca. Dejó caer en la arena el cuerpo ahora inerte, boca arriba. Tenía los ojos abiertos y ciegos, y de la nariz le manaba todavía un hilo de sangre. Pronto dejó de salir, y aquel fue el final de Solomon Solomon. Durante los últimos segundos de vida de su enemigo, Cale no había sido consciente de nada más, ni del dolor de la mano izquierda ni de la multitud. La ira le volvía sordo a todo lo demás. Pero entonces regresaron a la vez el dolor y la presencia de la multitud. El sonido de esta era extraño. No eran vítores lo que escuchaba, salvo de unos pocos sectores que se encontraban demasiado borrachos para saber qué era lo que presenciaban. Había gritos y abucheos, pero, sobre todo, sorpresa e incredulidad.
Desde el banco en que les habían dicho que aguardaran, Kleist y Henri el Impreciso observaban anonadados. Fue Henri el Impreciso el que se dio cuenta de lo que Cale se proponía hacer a continuación.
—Aléjate de ahí —susurró para sí. Y entonces le gritó a Cale—: ¡No! —Intentó acercarse a su amigo, pero se lo impidieron un policía y uno de los soldados. En medio de la Opera Rosso, Cale puso el cuerpo boca arriba, le metió la espada en el vientre, le juntó los pies desparramados y empezó a arrastrar su cuerpo por la arena, en dirección a los palcos cerrados de los Materazzi.
Eso le costó unos veinte segundos, durante los cuales el cadáver abrió los brazos hacia atrás, la cabeza rebotaba en aquel suelo no lo suficientemente liso y su sangre dejaba un rastro rojo, irregular y brillante. El Maestro de Armas hizo seña a los guardias que había ante la multitud para que se acercaran unos a otros, cerrando el paso. Las mujeres y los hombres Materazzi, y los jóvenes del Mond, observaron imbuidos en silenciosa estupefacción.
Entonces Cale, sujetando todavía bajo los brazos los pies de Solomon Solomon, observó a la multitud como si ninguno valiera diez centavos, y dejó caer los pies, que hicieron un ruido sordo al llegar al suelo. Extendió los brazos en alto, por encima de la cabeza, y lanzó a la multitud gritos de malévolo triunfo. El Maestro de Armas hizo seña al policía para que permitiera a Kleist y Henri acercarse a Cale y llevárselo. Mientras corrían hacia él, Cale empezó a caminar de un lado para otro, delante de los soldados y de la multitud a la que estos protegían, como un turón que buscara un agujero por el que meterse en el gallinero. Entonces se golpeó tres veces el pecho fuertemente con la mano derecha, gritando con emoción a cada golpe:
—¡ Mea culpa! ¡ Mea culpa! ¡ Mea máxima culpa!
La multitud no podía comprenderlo, pero tampoco necesitaban traducción. Se encendieron en cólera, y parecía que se hacían hacia delante como si fueran un solo ser viviente, aullando la respuesta de su propio odio. Entonces los dos muchachos llegaron donde él estaba y lo agarraron por los hombros.
—Vale ya, Cale —dijo Kleist, apretándolo con cuidado—. Ahora, ¿por qué no nos vamos?
—Es el momento de irse, Thomas. Ven con nosotros.
Sin dejar de desafiar a la multitud, permitió que se lo llevaran de vuelta hasta la puerta de la cámara en la que habían estado esperando antes de la lucha. Treinta segundos después, la puerta se cerraba y ellos se quedaban sentados en la penumbra, aturdidos por la horrible sorpresa. Habían pasado diez minutos desde que salieran a la arena.
En su palacio, Arbell Cuello de Cisne esperaba las noticias inmersa en un terror insoportable. No había sido capaz de acudir a la Opera para verlo morir, pues estaba segura de que era eso lo que sucedería. Toda su intuición le decía a gritos que ya había visto a su amante por última vez. Entonces se oyó un extraño ajetreo al otro lado de la puerta. La puerta se abrió de golpe, y entró en la estancia Riba, sin aliento y con los ojos como platos.