La mano izquierda de Dios (35 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—¿Para qué le va a servir —observó Kleist— si nadie más sabe lo que está diciendo? ¿Qué utilidad va a tener eso?

—Simón no es un don nadie, ¿verdad? Es el hijo del Mariscal. Pueden pagar para tener a alguien que vaya con él, lea sus signos y los transmita en voz alta.

—Claro, Cuello de Cisne pagará —observó Henri el Impreciso.

Pero eso no estaba en los planes de Cale.

—Todavía no —dijo mirando a Simón—. Creo que merece desquitarse de su padre y de todos los demás, salvo de Cuello de Cisne. Necesita hacer algo importante, algo que les enseñe realmente. Yo buscaré a alguien y le pagaré.

Siendo ciertos todos aquellos motivos que exponía, había algún otro que se callaba. Era consciente de que Arbell Cuello de Cisne había cambiado en gran medida su actitud hacia él, aunque no se daba cuenta de hasta qué punto. El no era, al fin y al cabo (y ¿cómo iba a serlo?) muy ducho en asuntos tales como los sentimientos de una joven hermosa y muy deseada hacia alguien que todavía la asustaba. Sentía que necesitaba impresionarla con algo espectacular, cuanto más increíble mejor. Y de ese modo al día siguiente fue con IdrisPukke, su consejero en la materia, al despacho del Interventor del Buró de Estudiosos, una institución a la que solían llamar «el Cerebrero». Allí se preparaba a los muchos burócratas necesarios para la administración del imperio.

Naturalmente, los puestos más importantes estaban reservados para los Materazzi, no solo la gobernación de esta o aquella provincia, sino también cualquier puesto en el que se ejerciera poder e influencia. Sin embargo, se comprendía, aunque no se reconociera públicamente, que eran insuficientes los Materazzi que contaban con la inteligencia o el sentido común necesarios para dirigir de manera eficiente, y hasta ineficiente, un dominio tan amplio. De ahí la fundación del Cerebrero, un lugar que funcionaba según estrictos principios de mérito para lograr que la administración de las cosas no cayera rápidamente bajo la incompetencia y el caos. Allí donde fuera nombrado gobernador de tal o cual estado conquistado algún hijo imbécil o algún sobrino derrochador de los Materazzi, tenía que haber siempre un número significativo de graduados del Cerebrero para asegurarse de que se ponía un límite al daño que podía ocasionar. Era, por tanto, tan solo por el interés de la aristocracia por lo que se tomó la sabia decisión de asegurarse de que los inteligentes y ambiciosos hijos de los comerciantes (aunque no de los pobres) tenían un campo para sus ambiciones y una participación en el futuro de Menfis. Eso evitaba, además, que participaran en conspiraciones contra el orden establecido, algo que ha arruinado a más de un régimen aristocrático antes y después.

El Interventor miró a IdrisPukke, un hombre al que acompañaba su inestable reputación, levantando recelos. Esos recelos no quedaron disipados por la presencia del joven rufián de aspecto malvado que lo acompañaba, cuya reputación era peor si cabe que la de IdrisPukke, y aún más misteriosa.

—¿En qué os puedo servir? —preguntó en su tono menos servicial.

—El Señor Vipond —dijo IdrisPukke, sacando una carta del bolsillo interior y colocándola en la mesa, delante del Interventor— os pide que nos prestéis toda la ayuda que podáis.

El Interventor miró la carta con recelo, como si sospechara que pudiera no ser auténtica.

—Necesitamos a vuestro mejor alumno para que sea secretario de un miembro importante de la familia del Mariscal.

El Interventor alegró la cara: aquello podía ser interesante.

—Ya veo. Pero ¿no es ese el tipo de cargo que normalmente ocupan los propios Materazzi?

—Normalmente —añadió IdrisPukke, como si aquella tradición inamovible no tuviera la más leve importancia—. Pero en este caso, necesitamos un secretario con inteligencia y verdaderas dotes: es decir, con dotes de lenguaje. Alguien flexible, capaz de pensar por sí mismo. ¿Contáis con alguien así?

—Contamos con muchas personas así.

—Entonces queremos el mejor.

Y de ese modo, dos horas después, Jonathan Koolhaus, que estaba atónito, sin poder apenas poder creerse la buena suerte que tenía, atravesaba el castillo y, con la deferencia debida a un secretario de los Materazzi, se le conducía a la zona del palacio habitada por Arbell Cuello de Cisne, y en concreto a las habitaciones de los guardias.

Por si Jonathan Koolhaus no había oído el dictamen del General Void («Ninguna noticia resulta jamás tan buena ni tan mala como parecía al principio»), estaba a punto de enterarse de lo cierto que resultaba. Había esperado encontrarse en un gran salón, que sería la sala de espera a una gran vida, algo que estuviera a la altura de lo que merecía por su talento. Pero, en vez de eso, se encontró en una especie de dormitorio de cuartel lleno de camas arrimadas contra la pared, junto con numerosas armas de distintos tipos pero todas de terrible aspecto. Algo no encajaba. Media hora después, entró Cale con Simón Materazzi. Cale se presentó, y a continuación, mediante un gruñido, Simón hizo algo semejante ante el desconcertado sabio. Entonces le explicaron lo que se esperaba de él: tenía que usar sus habilidades para desarrollar un buen código de signos para Simón, y después lo acompañaría a todas partes y sería su intérprete. Imaginaos la terrible decepción del pobre Jonathan. Había esperado un glorioso futuro en la mismísima cúspide de la alta sociedad de Menfis, para descubrir que en realidad estaba destinado a ser el portavoz del que entre los Materazzi era el equivalente al tonto del pueblo. Se quedó blanco como el papel. Cale mandó a un criado que le mostrara su cuarto, que no era mucho mejor que el que había tenido en el Cerebrero. A continuación lo llevaron a las habitaciones de Simón, donde Henri el Impreciso lo aguardaba para instruirle sobre los signos básicos del lenguaje mudo de los redentores. Eso al menos le ofreció al abatido Koolhaus algo con lo que distraer su mente de la decepción. Su reputación como alguien con talento natural para las lenguas era bien merecido, y pronto comprendió que aquel código no era gran cosa. En dos horas había consignado por escrito todos los signos. Poco a poco, empezó a sentir curiosidad. Inventar una lengua, en vez de aprenderla, podía resultar interesante. Ninguna noticia es tan buena ni tan mala como parece al principio. Además, por mucho que lamentara tener que trabajar con un idiota, no podía hacer otra cosa que apechugar con ello.

Durante los días siguientes, Koolhaus empezó a cambiar su opinión: a Simón le habían dejado que se las apañara solo durante toda la vida, y por eso era completamente indisciplinado, pues nunca le habían impuesto el control de ningún sistema de educación ni de normas de comportamiento. Dos cosas le permitían a Koolhaus enseñarle: el miedo y veneración que Simón sentía por Cale; y su propio desesperado deseo de aprender a comunicarse con otros, una vez que había empezado a saborear ese maravilloso placer, aunque solo fuera en un nivel muy primario, el que le permitía el código mudo de los redentores. Aquella combinación de factores convertía a Simón en un pupilo más prometedor de lo que parecía al principio, y juntos hicieron rápidos progresos, aunque interrumpidos al menos dos veces al día por las pataletas de Simón, que tenían lugar cada vez que no lograba comprender lo que hacía Koolhaus. La primera vez que Simón tuvo una de aquellas rabietas, Koolhaus, alarmado, mandó llamar a Cale, quien hizo callar a Simón amenazándole con darle una buena paliza si no se comportaba. Simón, que después del episodio de las puntadas, juzgaba a Cale capaz de cualquier cosa, hizo lo que se le mandaba. Cale representó ante él la cesión de su autoridad a Koolhaus, al que daba permiso para administrar castigos horribles pero no especificados, y así quedó la cosa. Koolhaus siguió con su enseñanza, y Simón, que por encima de todo quería agradar a Cale, siguió con su aprendizaje.

Koolhaus no podía, bajo ninguna circunstancia, decirle a nadie lo que estaba haciendo, y su presencia era explicada simplemente diciendo que era el cuidador provisional de Simón.

Aunque no sabía nada de los ambiciosos planes de Cale con respecto a su hermano, Arbell Cuello de Cisne sí era consciente de otras cosas que hacía por él. En el Santuario no se jugaba: el juego era ocasión de pecado. Lo más cercano que tenían a un juego era cierto ejercicio de entrenamiento en el que los dos jugadores, separados por una línea trazada en el suelo que ninguno de los dos podía cruzar, intentaban golpearse mutuamente con una bolsa de cuero al extremo de una cuerda. Si esto os parece inofensivo, tendríais que saber que la bolsa de cuero estaba llena de piedras de buen tamaño: las heridas graves eran frecuentes, y la muerte, aunque rara, se había dado alguna vez. Comprendiendo que los tres se estaban ablandando por la fácil vida de Menfis, Cale revivió este juego, pero poniendo en las bolsas arena en lugar de piedras. Aunque siguieran viéndolo como un mero ejercicio físico, se sorprendieron al descubrir que sin la constante amenaza de una herida seria, disfrutaban y se reían. Como les faltaba un contrincante, dejaron que Simón practicara con ellos. Era torpe, y carecía de la gracia de otros Materazzi, pero estaba lleno de energía, y ponía tanto entusiasmo que continuamente se estaba pegando a sí mismo. Aunque no parecía importarle. Hacían tanto ruido, riéndose y burlándose de los errores e inutilidad de los demás, que Arbell no podía dejar de oírlos. A menudo se quedaba en la ventana que dominaba el jardín, viendo a su hermano reírse y jugar con los demás: relacionarse con alguien por primera vez en su vida.

También esto le llegó al corazón, juntamente con la extraña fuerza de Cale y sus músculos bañados de sudor, mientras corría, lanzaba la bola, perseguía a alguien o reía.

Después, cuando él llevaba ausente de sus habitaciones más o menos una hora, mandó a Riba que fuera a buscarlo. Mientras Arbell se preparaba cuidadosamente para dar la impresión de una descuidada belleza, Cale aguardó en la sala principal. Como era la primera ocasión que tenía de mirar a sus anchas, empezó a examinarlo todo de manera sistemática, desde los libros que había en las mesas a los tapices y el enorme retrato de una pareja que dominaba la sala. Lo estaba examinando atentamente cuando entró por detrás Arbell y le dijo:

—Esos son mi bisabuelo y su segunda esposa. Causaron un gran escándalo con su amor. —Cale estaba a punto de preguntarle por qué tenía su retrato en la pared cuando Arbell cambió de tema.

—Yo quería —dijo con voz tímida y suave— agradeceros todo lo que hacéis por Simón. —Cale no respondió porque no sabía qué decir, y porque, desde la primera vez que se la encontró y se enamoró de ella, era la primera vez que el objeto de su confusa adoración le hablaba de manera tan amable—. Hoy os he visto jugando. Él está muy contento porque ahora por fin tiene con quien... —iba a decir «con quien jugar», pero se dio cuenta de que aquel hombre de maneras alternativamente brutales y bondadosas podía tomárselo de mala manera—:...tiene quien sea amable con él. Os estoy muy agradecida.

A Cale le encantó cómo sonaba aquello.

—No tiene importancia —repuso—. Simón coge las cosas al vuelo, cuando se le explican un poco. Se irá haciendo más duro. —En cuanto dijo esto último, comprendió que no era lo que tenía que haber dicho—. Quiero decir que le enseñaremos a cuidar de sí mismo.

—¿No le enseñaréis cosas demasiado peligrosas? —preguntó Arbell.

—No le enseñaré a matar a nadie, si eso es lo que preguntáis.

—Lo siento —dijo ella, lamentando haberle ofendido—. No quería ser desagradable.

Pero Cale ya no era tan susceptible con ella como antes, pues comprendía que era tratado con mucha más calidez.

—No lo habéis sido. No debería estar siempre tan dispuesto a picarme. IdrisPukke me dice que no debo olvidar que no soy más que un gamberro, y que debo tener cuidado con lo que digo cuando me hallo entre gente educada.

—¿De verdad os ha dicho eso? —preguntó ella riéndose.

—De verdad. Sin embargo, no tiene mucho respeto por mi lado sensible.

—¿Tenéis un lado sensible?

—No estoy seguro. ¿Pensáis que estaría bien que lo tuviera?

—Creo que sería maravilloso.

—Entonces, si no lo tengo, intentaré adquirirlo. Aunque no sé cómo. Tal vez vos podríais indicarme cuándo me estoy portando como un gamberro, y regañarme.

—Eso me daría demasiado miedo —dijo ella, parpadeando repetidamente, con coquetería.

Cale se rio.

—Sé que todo el mundo piensa que tengo peor carácter que un turón, pero no mato a nadie solo porque me parezca mal lo que me dice.

—Sois mucho más que eso. —Seguía haciéndole ojitos.

—Pero también soy eso.

—Volvéis a mostraros demasiado susceptible.

—Y, sin embargo, ya veis: me estáis regañando y aún no he matado a nadie. Intentaré seguir mejorando.

Arbell sonrió, y Cale se rio, y a ella algo le llegó un poco más adentro en su desconcertado corazón.

Kleist les estaba enseñando a Simón y Koolhaus a ponerles plumas de ganso a las flechas. Simón iba por su tercer intento fallido, y se puso tan furioso que rompió la flecha y tiró los trozos contra la pared opuesta. Kleist lo miró con tranquilidad y le pidió a Koolhaus que tradujera.

—Volved a hacer eso, Simón, y sabréis lo que es sentir mi bota en el bullarengue.

—¿Bullarengue? —preguntó Koolhaus, mostrando su desagrado ante semejante palabra.

—Vos sois inteligente, así que podéis traducirlo sin ayuda.

—¿Adivináis lo que he encontrado aquí abajo en la bodega? —preguntó Henri el Impreciso, entrando en la sala como si alguien le hubiera puesto mermelada además de mantequilla en la tostada.

—Por todos los demonios —dijo Kleist sin levantar la mirada de la mesa—, ¿cómo iba a adivinar lo que has encontrado en la bodega?

Henri el Impreciso se negó a dejar disminuir su emoción.

—Venid a verlo. —Su alegría era tan evidente que Kleist empezó a sentir curiosidad. Henri los condujo a una planta que había debajo del palacio, y después por un pasillo cada vez más oscuro hasta una pequeña puerta que abrió con dificultad. Una vez dentro, un tragaluz les proporcionó toda la luz que necesitaban.

—Estuve hablando con uno de los veteranos, que me ha estado contando historias de la guerra, cosas realmente interesantes, y mencionó que hace unos cinco años, estaba de exploración por el Malpaís buscando gurrieros, cuando se encontraron un carro pesado de los redentores que se había separado de la caravana principal. No había por allí más que una pareja de redentores, así que les dijeron que se perdieran, y confiscaron el carro. —Se acercó hasta la lona y la corrió a un lado. Debajo había una enorme colección de reliquias: santas horcas de varios tamaños tanto en madera como en metal, estatuas de la Santa Hermana del Ahorcado Redentor, y renegridos dedos de pies y manos de diversos mártires, conservados en pequeños relicarios de muy elaborada decoración. Uno contenía una nariz, o al menos eso le pareció a Henri el Impreciso que era, aunque después de setecientos años no era fácil saberlo. Había un antebrazo derecho de San Esteban de Hungría, y también un corazón en perfecto estado de conservación.

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