Read La mano izquierda de Dios Online
Authors: Paul Hoffman
Y eso fue todo. Esa noche Kleist y Henri el Impreciso vigilaron desde la puerta el sueño de Arbell Cuello de Cisne.
—Será mejor que tengamos cuidado hasta que mañana podamos hacer un plano del lugar —dijo Cale, que no dejaba de darle vueltas a cómo haría al día siguiente su aparición como todopoderoso protector suyo. Le mostraría su desdén por todo cuanto la rodeaba a ella, y ella se acobardaría; en tanto que él se quedaría muy orgulloso de sí mismo y al mismo tiempo muy desolado.
Eran las nueve en punto de la mañana siguiente cuando Arbell Cuello de Cisne salió de su apartamento privado, después de que las doncellas que le habían llevado el desayuno le dijeran que en el pasillo había dos guardias acompañados por dos desarrapados a los que antes habían visto limpiando los establos.
Con la expresión más fría que podía imprimir a su rostro, ella se molestó al descubrir que además de los dos guardias que permanecían firmes a cada lado de la puerta, tenía delante no a Cale sino a dos muchachos a los que no había visto nunca.
—¿Quiénes sois vosotros y qué hacéis aquí?
—Buenos días, Señora —dijo Henri el Impreciso de manera afable. Ella no le respondió.
—¿Y bien? —apremió.
—Somos vuestra escolta personal —explicó Kleist, controlando la impresión que le producía su sorprendente belleza y ocultándola con una mirada de haber visto muchas bellas aristócratas en su vida y de no estar especialmente impresionado con aquella.
—¿Dónde está vuestro...? —No encontró ninguna palabra lo bastante insultante—. ¿Vuestro cabecilla? —dijo al fin, no del todo satisfecha.
—¿Preguntáis por mí? —dijo Cale al doblar la esquina de un pasillo cercano, acompañado por dos hombres que llevaban varios rollos largos de papel.
—¿Quiénes son estos hombres?
—Son vuestra escolta. Este es Henri, el otro es Kleist. Están en representación mía, y os ruego que hagáis lo que os pidan.
—O sea que son vuestros allegados —dijo, esperando resultar todo lo ofensiva posible.
—¿Allegados? ¿Qué es eso?
—Demonios —respondió ella en tono triunfante—: como las moscas que acompañan a Belcebú cada vez que sale del infierno.
Como no podía ser menos, aquello molestó a Henri y Kleist pero encantó a Cale.
—Sí —dijo, mirando a los dos y sonriéndoles—. Efectivamente, son mis allegados.
—Son algo raquíticos para escoltas, ¿no os parece?
Cale les dirigió una mirada lastimera.
—Lamento su condición. A mí tampoco me gustaría tener que mirarlos todo el día, pero ¿raquíticos? Tal vez os complacería enfrentarlos con dos Materazzi. Entonces veríais lo raquíticos que son.
—Entonces ¿son asesinos como vos?
Henri se sintió profundamente ofendido por aquella pregunta, pero a Kleist obviamente le gustó el insulto.
—Sí —respondió Cale sin incomodarse—. Asesinos exactamente igual que yo.
Incapaz de encontrar una buena respuesta, Arbell Cuello de Cisne volvió a entrar en sus apartamentos y dio un portazo tras ella.
Diez minutos después, llamaron a la puerta, y Arbell Cuello de Cisne le pidió a su doncella personal que abriera. Cuando lo hizo, esa doncella se alegró al encontrar los ojos de Cale, abiertos como platos a causa de la sorpresa: era Riba.
El ascenso de Riba a un puesto tan elevado había sido a su modo tan extraño como el de Cale. En cuanto Anna-Maria hubo supervisado la expulsión de Riba de los aposentos de Mademoiselle Jane, la vieja criada se fue rápidamente al palacio habitado por la Honorable Edith Materazzi, madre de Arbell Cuello de Cisne y esposa del Mariscal, de quien estaba separada. Debemos explicar que desde que se concertara su matrimonio veinte años antes, nunca habían sido nada más que extraños, y la concepción de Arbell Cuello de Cisne debía de haber constituido una de las uniones más frías de la historia de la realeza. Los intentos del Mariscal por evitar a toda costa a su esposa fracasaban a menudo, pero aún tenían menos éxito los intentos de evitar que ejerciera cualquier influencia en el curso de los acontecimientos de Menfis. La Honorable Edith Materazzi estaba al tanto de todas las intrigas, y en Menfis había pocas cosas turbias o solapadas sobre las que no estuviera informada, y eso en el caso de que no las hubiera originado ella. Pese a no tener poder oficial de ningún tipo, algo de lo que se había encargado el Mariscal personalmente, la Honorable Edith Materazzi ejercía una influencia respaldada, la mitad de las veces, por su conocimiento de que los trapos sucios que suele haber en toda familia nunca fueron tan grandes ni tan vistosos como los de la suya. De esa manera, a los treinta minutos de la rabieta de Mademoiselle Jane contra Riba, la Honorable Edith Materazzi había sido perfectamente informada por su espía, Anna-Maria, y había dispuesto que la tan airada como desconcertada Riba tuviera una habitación en su propio palacio.
Cuando Vipond conoció lo sucedido, y que Riba se encontraba ya en las garras de la Honorable Edith Materazzi, hizo presentarse ante él de inmediato a Mademoiselle Jane, y le echó una bronca monumental. Mademoiselle Jane salió del despacho de él sollozando y gimiendo de terror, pero no se podía hacer nada más que esperar y ver qué era lo que tramaba la vieja bruja.
La Honorable Edith Materazzi no perdió el tiempo. Sabía que ocurría algo, y que su hija estaba de por medio. Había desenfrenados rumores sobre su ausencia tras la visita al lago Constanza hacía tres semanas, rumores que incluían un matrimonio secreto, y también un parto secreto. Nada que fuera tan increíble, sin embargo, como la misma verdad. La Honorable Edith Materazzi había gastado mucho tiempo y dinero tratando de llegar al fondo de lo ocurrido, pero con escaso éxito, y el escaso éxito no era algo con lo que estuviera dispuesta a conformarse.
—¿Os han tratado bien? —preguntó la Honorable Edith Materazzi al tiempo que daba unas palmadas a su lado en el asiento del sofá, para indicarle a Riba, con una amplia sonrisa, que se sentara.
Con nervios y también con cautela, Riba hizo lo que se le pedía. Tenía ya la suficiente experiencia en las distinciones sociales de Menfis para comprender que allí había algo raro, pues el respeto por la más leve diferencia en el rango se observaba como si hubiera sido dispuesto por el propio Dios, y a los forasteros se los trataba con burlas, no importaba el estatus de que gozaran en las provincias. Riba había oído repetidamente que de la condesa de Karoo, que había llegado a Menfis hacía más de diez años, se decía que se había costeado el viaje vendiendo su pocilga. Eso era una grotesca calumnia, como bien sabía todo el mundo, pues la gente del Karoo consideraba al cerdo como un animal impuro. ¿Por qué entonces, se preguntaba Riba al sentarse, la trataba con semejante bondad una mujer de tal importancia?
—Antes que nada, querida —dijo la Honorable Edith Materazzi—, lamento muchísimo que Jane os haya sometido a algo tan desagradable. No es excusa, desde luego, pero yo fui amiga de su difunta madre y no se puede decir de otra manera: la malcrió, dándole siempre todos los caprichos. Pero así es como se hace hoy día, a los niños les dan todo lo que piden, y ya podéis ver el resultado. Pero qué se le va a hacer —dijo exhalando un suspiro y dándole a Riba unas palmaditas en la mano—. Lo siento mucho.
Riba no sabía muy bien qué decir:
—Sí, Señora.
—Bien —dijo la Honorable Edith Materazzi, que parecía encantada—. Ahora os quiero pedir un gran favor. —Riba apenas podía creer lo que oía—. Yo también tengo una hija, ya sabéis —dijo con tristeza la Honorable Edith Materazzi—. Y sufro mucho por ella. —Se volvió hacia Riba—. ¿La habéis visto?
—¿A Mademoiselle Arbell? Sí, Señora.
—¡Ah! —suspiró suavemente la Honorable Edith Materazzi como inmersa en lejanos recuerdos—. ¡Es tan hermosa!, ¿verdad?
—Sí, Señora.
Entonces la Honorable Edith Materazzi le cogió la mano a Riba.
—Ahora quiero haceros una confidencia y también ayudaros, porque me parece que sois una chica de buen corazón y que se os pueden confiar los desvelos de una madre. ¿No es así, Riba?
—Sí, Señora. Creo que sí —respondió la anonadada muchacha.
—Sí, estoy segura de que sí —dijo la Honorable Edith Materazzi, como si hubiera mirado al fondo del alma de Riba y solo hubiera encontrado bondad y una profunda compasión ante los desasosiegos de las madres—. Tenemos que hablar de cosas que me resultan difíciles... pero ser madre se antepone al orgullo, como estoy segura que descubriréis algún día. —Suspiró—. Mi marido me odia y hace todo lo posible para no dejarme ver a mi hija. ¿Qué os parece eso?
Asombrada, Riba puso los ojos como platos.
—Me parece muy triste, Señora.
—Lo es. Me impide verla, y la emponzoña contra mí. Pero no puedo defenderme, porque si ella tomara partido contra el Mariscal, eso arruinaría su futuro. Y yo no podría permitir tal cosa. Por eso, Riba, tengo que soportarlo. Tengo que soportar que mi propia hija, a la que adoro, piense que soy una madre distante y fría, y que no me preocupo por ella. ¿Qué opináis?
—Yo... —Riba dudó—. Pienso que tenéis que sufrir mucho.
—Lo hago. Pero vos me podéis ayudar. —Riba abrió los ojos aún más, pero no fue capaz de encontrar una respuesta—. He oído que sois una dama de compañía excelente, y que tenéis una gran habilidad en cosas de belleza.
—Gracias, Señora.
—Todo el mundo comenta que vuestro talento ha transformado a esa desagradecida, Jane. No era una gran belleza, a decir verdad, pero vos lograsteis que casi lo pareciera.
—Gracias, Señora.
Hubo una pausa.
—Lo que me gustaría que hicierais es algo que además os permitirá situaros muy alto. Lo he dispuesto todo para que cuidéis a mi hija.
—¡Ah! —exclamó Riba.
La Honorable Edith Materazzi sonrió.
—Sí, ¿no os parece maravilloso?
—Sí, Señora.
—Sé que lo haréis bien. Y lo único que os pido a cambio son dos cosas. Una de ellas os costará trabajo, porque veo que sois una chica buena y sincera. —Miró a Riba, que estaba ya buscando la trampa—. Os pido que no reveléis a mi hija que habéis llegado a ese puesto a través de mí. —Le cogió a Riba la mano y se la apretó como si ahogara una objeción perfectamente natural—. Sé que eso parece incorrecto, y lo comprendo, pero es necesario, porque si no se negará. Para hacer mucho bien a veces es necesario hacer un pequeño mal. Y la otra cosa que quiero pediros es que de vez en cuando vengáis a decirme cómo está ella, de qué habla, qué le preocupa. Solo pequeñas cosas, las cosas que le contaría una hija a su madre que la adora. ¿Estaríais dispuesta, Riba?
Desde luego que estaría dispuesta, y, además, ¿qué remedio le quedaba? De esa forma estableció aquel acuerdo con la Honorable Edith Materazzi, y si no la creía del todo, ¿qué más daba? Riba no tenía dónde elegir, y las dos lo sabían.
Su Santidad el Padre Bosco estaba sentado en su galería contemplando los soldados que se movían a sus pies y que llegaban hasta donde se perdía la vista, llenando la inmensidad de su Santuario. Los hombres gritaban, las muías rebuznaban, los caballos resoplaban y soportaban los juramentos de sus cuidadores. La visión y el sonido de tales preparativos le gustaban, pues representaban, al fin y al cabo, el inicio de la ambición de su vida. Tomó otro sorbo de su sopa favorita, hecha con patas de pollo y una verdura conocida como «limpiaculos» en Menfis, donde se la valoraba por otras utilidades que no eran las gastronómicas.
Llamaron a la puerta.
—Entrad.
Era el Padre Stape Roy.
—¿Queríais verme, Santidad?
—Quiero que cojáis veinte hombres e intentéis matar a Arbell Materazzi.
Pero, Santidad, ¡eso es imposible! —protestó Roy.
—Soy bien consciente de eso. Si fuera posible, no os enviaría.
Molesto pero temeroso, Roy refrenó el impulso de preguntarle a Bosco qué demonios pretendía.
—Estáis enfadado conmigo, Padre Roy Stape.
—Yo solo obedezco vuestros deseos, Santidad.
Bosco se puso en pie y le indicó al redentor que se acercara hasta una mesa en la que había un mapa de las fortificaciones de Menfis.
—Estuvisteis en el sitio de Voorheis, ¿no es así?
—Sí, Santidad.
—¿Cuánto tiempo costó tomarla?
—Casi tres años.
Bosco señaló en el mapa las fortificaciones de Menfis.
—Como hombre experimentado que sois, ¿cuánto tiempo pensáis que se tardaría en arrasar Menfis?
—Más de eso.
—¿Cuánto más?
—Muchísimo más.
Bosco se volvió a mirarlo.
—Pese a todas nuestras fuerzas, podríamos pasarnos el resto de la vida intentando tomar Menfis por la fuerza, y por eso no lo haremos. ¿Habéis oído los rumores sobre por qué intentamos secuestrar a Arbell Materazzi?
El Padre Stape Roy parecía incómodo.
—Es pecado prestar oído a los rumores, y aún más propagarlos, Santidad.
Bosco esbozó una sonrisa.
—Por supuesto, pero en este caso os concedo una dispensa. El pecado de propagar un rumor ya os ha sido perdonado.
—Sobre todo, lo que se dice es que ella se había convertido en secreto a los antagonistas, y predicaba su palabra, y que era una bruja y organizaba orgías y corrompía a los hombres por miles, y obligaba a los redentores capturados a mancillarse haciéndoles comer langostinos bajo tortura.
Bosco asintió.
—Horrible pecadora, de ser cierto.
—Solo repito los rumores, no he dicho que crea en ellos.
—Muy bien, Padre —sonrió Bosco—. La razón por la que la hice secuestrar es que quería que los Materazzi salieran de las murallas de Menfis. Para todos los habitantes de su imperio, ella es una reina idolatrada por su juventud y belleza, una estrella en el firmamento. Por todas partes, hasta en los peores antros del imperio, se habla de sus méritos; sin duda muchos de ellos son inventados o exagerados. La adoran, redentor, y el que más la adora es su propio padre. Cuando oí que el secuestro había fracasado no me preocupé demasiado. En cuanto llegara a saberse que habíamos hecho algo tan atroz, mi propósito se habría cumplido. Los Materazzi habrían salido de Menfis como la pólvora, dispuestos a barrernos de la faz de la tierra. —Bosco se sentó y observó a aquel hombre de aspecto fuerte que tenía delante—. Por supuesto, estaréis pensando que eso no ha sucedido, así que debo de haberme equivocado. O sois demasiado cortés o demasiado temeroso para decirlo. Pero también podríais engañaros vos, Padre. El Mariscal Materazzi, por el contrario, está de acuerdo conmigo. Resulta que aunque sea un padre amoroso, no es un impulsivo sentimental. Ha mantenido en secreto el secuestro precisamente porque sabe que no hubiera podido resistirse a los deseos de venganza del pueblo. Y eso me lleva a vos, redentor. Vos tenéis una relación muy buena con esa «cosa» de...