La mano izquierda de Dios (44 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Cale cerró los ojos como si acabara de oír malas noticias. Y así era. Cuando terminó de explicar por qué, nadie dijo nada durante un rato.

—Deberíamos irnos —propuso Kleist—. Ahora: esta noche.

—Creo que tiene razón —añadió Henri.

—Y yo. Lo que pasa es que no puedo.

Kleist lanzó un gruñido.

—Por Dios, Cale, ¿cómo crees que vais a terminar tú y la marquesa de Carabás?

—¿Por qué no te compras un desierto y lo barres?

—Pienso que deberías decirle eso a Vipond —comentó Idris-Pukke.

—Aquí estamos acabados. ¿Por qué no podéis daros cuenta de eso ninguno de vosotros?

—Lárgale eso a Vipond y los tres terminaremos en el fondo de la Bahía de Menfis, alimentando a los peces con la grasa de nuestros riñones.

—Podría tener razón —dijo Henri el Impreciso—. En estos momentos se nos aprecia tanto como a un forúnculo.

—Y ya sabemos de quién es la culpa —comentó Kleist, dirigiendo la mirada a Cale—. Tuya, por si te lo estabas preguntando.

—Hablaré mañana con Vipond. Marchaos vosotros esta noche —dijo Cale.

—Yo no me voy —dijo Henri el Impreciso.

—Sí que te vas —dijo Cale.

—No me voy —insistió Henri el Impreciso.

—Sí que te vas —repitió Kleist, con la misma insistencia.

—Toma mi parte del dinero, y vete tú —dijo Henri el Impreciso.

—No quiero tu parte.

—Entonces no la cojas. Nada te impide ir solo.

—Sé que nada me lo impide, pero no quiero irme solo.

—¿Por qué? —preguntó Henri el Impreciso.

—Porque me da miedo la oscuridad —dijo Kleist. Y tras decirlo, desenvainó la espada y empezó a golpear el árbol más próximo—: ¡Mierda, mierda, mierda!

Y fue de este modo indirecto como estuvieron de acuerdo los tres en quedarse, y en que IdrisPukke acompañara a Cale a hablar con Vipond.

Esta vez Cale no tuvo que esperar cuando se presentó en los aposentos de Vipond, sino que lo hicieron pasar directamente. Los primeros diez minutos los ocupó el relato de Vipond de los tres ataques de los redentores, y de la masacre de Monte Nugent. Le entregó a Cale el guante que habían dejado en el poste del centro del pueblo.

—Dentro figura un nombre. ¿Conocéis a esa persona?

—¿Brzica? Era el verdugo que se utilizaba en el Santuario para las ejecuciones sumarias. Era el que se encargaba de matar a cualquiera siempre que no fuera un Acto de Fe: «Ejecuciones públicas para la edificante contemplación de los creyentes». —El tono en que lo dijo dejaba claro que se trataba de una frase aprendida de memoria—. Los Actos de Fe eran llevados a cabo por redentores más santos que él. Yo nunca lo vi usarlo, pero Brzica era famoso por la velocidad con que mataba utilizando este chisme.

—He tomado como responsabilidad personal —dijo Vipond en voz baja— encontrar a ese hombre. —Se sentó y respiró hondo—. Ninguno de estos ataques parece tener mucho sentido. ¿Hay algo que me podáis contar sobre la estrategia que están empleando los redentores? —Sí.

Vipond se recostó en el asiento y miró a Cale, notando el extraño tono de su respuesta.

—Conozco esas tácticas porque fui yo quien las diseñó. Si me mostráis un mapa, podré explicároslo.

—Teniendo en cuenta lo que me acabáis de decir, no creo que sea prudente dejaros ningún mapa. Primero, explicaos.

—Si queréis que os ayude, necesito un mapa para explicaros qué es lo que pretenden hacer, y ver dónde se les puede detener.

—Explicádmelo por encima. Después veremos lo del mapa.

Cale se dio cuenta de que Vipond era más escéptico que desconfiado: sencillamente, no le creía.

—Hace unos ocho meses, el Padre Bosco me llevó a la Biblioteca de la Soga del Ahorcado Redentor, algo que nunca he oído que hiciera ningún redentor con ningún acólito, y me dejó ver todas las obras que hay allí sobre las tácticas militares de los redentores de los últimos quinientos años. Después me dio todo lo que había recogido personalmente sobre el imperio Materazzi, que era mucho. Me pidió que ideara un plan de ataque.

—¿Por qué vos?

—Durante diez años, me estuvo instruyendo sobre la guerra. Hay una escuela de redentores solo para eso. Somos unos doscientos... Nos llaman los «Peones de la Guerra». Yo soy el mejor.

—Muy modesto.

—Soy el mejor. La modestia no pinta nada aquí.

—Seguid.

Al cabo de unas semanas, decidí descartar el ataque sorpresa. Me gustan las sorpresas... Como táctica, quiero decir, pero no en aquella ocasión.

—No comprendo. Esto es un ataque sorpresa.

—No, no lo es. Los redentores llevan cien años luchando con los antagonistas. Se trata más que nada de una guerra de trincheras, que ahora se encuentra más bien estancada. Las trincheras llevan doce años más o menos en el mismo sitio. Se necesita algo nuevo que rompa esa parálisis, pero a los redentores no les gustan las novedades. Tienen una ley que faculta a un redentor para matar a un acólito en el acto si hace algo inesperado. Pero Bosco es distinto, él siempre está pensando, y una de las cosas en que pensaba era en que yo era diferente y me podía utilizar.

—¿De qué modo puede romper esa parálisis el hecho de atacarnos a nosotros?

—Yo tampoco podía entenderlo, y se lo pregunté.

—¿Y...?

—Nada. Se limitó a darme una buena paliza. Así que seguí con lo que me había mandado. El motivo de que no pensara que la sorpresa pudiera funcionar contra los Materazzi, es que estos no luchan como los demás: ni como los redentores ni como los antagonistas. Para empezar, los redentores no tienen caballería ni armaduras. Los arqueros son fundamentales para ellos. Los Materazzi apenas los utilizáis. Nuestras máquinas de guerra eran enormes y pesadas, y cada una de ellas se construía en el lugar del sitio. Los Materazzi debéis de tener unas cuatrocientas ciudades amuralladas con murallas cinco veces más gruesas de lo que para ellos es habitual.

—Dos de los fundíbulos usados en York fallaron, pero ellos prendieron fuego a los cuatro. ¿Por qué?

—Lograron atravesar las murallas de la ciudad el primer día, ¿no dijisteis eso? —Sí.

—Probaron una nueva arma en combate real, contra un nuevo tipo de enemigo, a mucha distancia de su Santuario. Y aunque dos se rompieran, las otras dos funcionaron.

—Pero dos no lo hicieron.

—Entonces las harán mejor. Por eso lo han hecho todo.

—¿Qué queréis decir?

—No sirve de nada sorprender al enemigo en sus condiciones y su territorio si no se tiene la seguridad de poderlo destruir de manera rápida. Bosco siempre me estaba pegando porque decía que yo tomaba demasiados riesgos innecesarios. Aquí no. Yo sabía que los redentores no estaban listos, que nosotros... —Se corrigió—: que ellos necesitaban hacer una campaña corta, aprender todo lo que pudieran sobre el modo de luchar de los Materazzi, sobre la calidad de sus armaduras, y retirarse después. Dejadme ver un mapa.

—¿Por qué voy a confiar en vos?

—Estoy aquí y os estoy explicando lo ocurrido, ¿no? Podríamos habernos marchado.

—Suponed que lo que me estáis contando no sea más que mentira con apariencia de sinceridad, y que Bosco os esté manejando y lo haya estado haciendo todo el tiempo.

Cale se rio.

—Buena idea: la usaré algún día. Dejadme ver el mapa.

—Nada debe salir de este despacho —dijo Vipond al cabo de un instante.

—De todas formas, ¿quién iba a escucharme?

•—Bien observado. Pero de todas formas, para salir de dudas, quiero que sepáis que si alguien se entera de que habéis sido parte de esto, recibiréis una soga por recompensa.

Vipond se dirigió a un estante al final de la estancia y sacó un rollo de papel grueso. Miró a Cale fijamente mientras volvía a su despacho, como si eso sirviera de algo con alguien que se había pasado la vida ocultando sus pensamientos. Entonces decidió por fin asumir los riesgos y desenrolló el mapa sobre su mesa, sujetando los extremos con pisapapeles de cristal de Venecia y con un ejemplar de
El príncipe melancólico
, que era su libro favorito. Cale observó el mapa con una concentración intensa, diferente de todo cuanto hubiera visto Vipond en él hasta entonces. Durante la siguiente media hora, Vipond respondió a las detalladas preguntas de Cale sobre los emplazamientos de las cuatro batallas, y el número y disposición de los soldados. Entonces se calló y estudió el mapa en silencio durante diez minutos.

—Quisiera un vaso de agua —dijo Cale.

Le llevaron el agua, y se la bebió de un trago.

—¿Y bien?

—Las ciudades de los Materazzi están cercadas. Yo sabía que sin contar con máquinas de guerra mucho más ligeras, que pudiéramos mover de una ciudad a otra con facilidad, podíamos dedicarnos a tocar la trompeta mientras esperábamos que las murallas se cayeran por sí solas. Le dije a Bosco que los ingenieros pontificios tendrían que construir algo mucho más ligero, y que fuera mucho más fácil de montar y desmontar.

—¿Y las diseñasteis vos mismo?

—¿Yo? No. Yo de eso no entiendo nada. Yo solo sabía qué era lo que necesitábamos.

—Pero él no se mostró de acuerdo, no os dijo que fuera a poner ese plan en funcionamiento.

—No. Cuando oí hablar de esos ataques, pensé que me estaba volviendo... ya sabéis... —Describió con el dedo varios círculos alrededor de la cabeza—...algo majara.

—Pero no hay nada de eso.

—Sigo en perfectas condiciones. En cualquier caso, en York ellos han encontrado lo que buscaban. Por eso se llevaron consigo a los tres Materazzi: les interesaban las armaduras, no los hombres. Ahora estarán a medio camino hacia el Santuario, donde los esperarán los ingenieros para estudiarlas a fondo.

—Os dieron una buena en Fuerte Invencible.

—A mí no: a los redentores.

—A veces os referís a ellos diciendo «nosotros».

—La fuerza de la costumbre.

—De acuerdo, pues, pero vuestro plan recibió una buena paliza en Fuerte Invencible.

—No realmente. Solo se trató de mala suerte. Los Materazzi no tenían la intención de atacar por la retaguardia, solo dio la casualidad de que volvían en aquel momento... en el momento menos adecuado para los redentores. Si queréis que Dios se ría, contadle vuestros planes... ¿No es eso lo que dicen los prestamistas de Menfis?

—Se supone que necesitáis permiso para entrar en el Gueto.

—No me lo dijo nadie.

—Os estáis pasando de listo.

—Sigo vivo por el momento, si es en lo que estáis pensando.

—Sigo opinando que todo fue mal en Fuerte Invencible.

—Os equivocáis.

—¿En qué?

—¿Cuántos redentores murieron?

—Dos mil quinientos, aproximadamente.

—Lucharon dos veces contra vuestra caballería, y los que sobrevivieron escaparon. Habían ido a ver de qué estabais hechos, no a ganar ninguna batalla.

—Y Port Collard...

—¿Por qué la llaman la Pequeña Menfis?

—Fue erigida en un puerto natural, muy parecido a esta bahía. La ciudad fue construida más o menos igual. El diseño se trasladó...

A los provincianos les gusta copiar las cosas... —Se paró en mitad de la frase—. Ya veo, sí. —Suspiró hondo y estornudó—. Perdonad, ¿qué sigue ahora?

Cale se encogió de hombros.

—Yo sé lo que seguía en mi plan. Pero eso no significa que sea lo que van a hacer.

—¿Por qué no? Hasta ahora ha resultado razonablemente bien.

—Mejor que eso: ha salido simplemente bien. Han conseguido todos los objetivos para los que estaba planeado.

Se hizo un silencio incómodo. Sorprendentemente, fue Cale quien lo rompió.

—Lo siento, el pecado de orgullo es muy fuerte en mí, según dice Bosco.

—¿Y está equivocado?

—Seguramente no.

—¿Conocéis a Princeps?

—Lo vi una vez. Entonces era gobernador militar del litoral norte. Allí no hay guerra de trincheras, no hay más que montañas y tal... Por eso lo han puesto a dirigir esta campaña, porque es el mejor de quien disponen para luchar con un ejército en movimiento. Y está a partir un piñón con Bosco, aunque me parece que no es demasiado popular ante nadie más.

—¿Sabéis por qué?

—No. Pero he leído todos sus informes de campaña. El guerrea como pensando por sí mismo. Ese tipo de cosas pone nervioso al Departamento de Intolerancia. Bosco lo protege, según he oído.

—Entonces, ¿por qué necesita el Príncipe que le digáis vos lo que hacer?

—Tendríais que preguntarle a Bosco. —Cale indicó el mapa—. ¿Dónde están ahora?

Vipond señaló un punto a unos ciento sesenta kilómetros del Malpaís, en la punta más septentrional.

—Aparentemente se disponen a cruzar el Malpaís para regresar al Santuario.

—Aparentemente. Pero es demasiado arriesgado hacer cruzar en verano el Malpaís a un ejército, incluso a uno pequeño como es este.

—Entonces ¿eso no es parte de vuestro gran plan?

—Forma parte de mi gran plan que deberían hacer como si se dirigieran al Malpaís a través del bosque de Hessel, para que los Materazzi intentaran llegar allí primero y esperar a que llegaran. Pero una vez en el bosque, debían girar hacia el oeste, cruzar el río aquí, por el puente de Stamford, y dirigirse a Puerto Erroll en la costa este, aquí. La misma flota que incendió la Pequeña Menfis los sacará del puerto. Si eso falla, por lo que leí en la biblioteca, las playas son suaves en este lado. Pueden acercar los botes de remo si fuera necesario. —Señaló un paso en el mapa—. Incluso si el tiempo es malo y la flota se demora, una vez atravesado el estrecho de Baring, unos cientos de redentores podrían mantener a raya durante días a un gran ejército.

Vipond lo miró durante tanto tiempo sin decir nada que Cale se empezó a sentir incómodo y después molesto. Estaba a punto de hablar cuando Vipond le hizo una pregunta:

—¿Esperáis que os crea, que crea que iban a pedir a alguien de vuestra edad, sea la que sea, que elaborara un plan de ataque de este tipo, y que luego llevarían ese plan a cabo hasta el menor detalle? Os creería si me contarais algo más verosímil.

Al principio, Cale simplemente se quedó mirando con rostro inexpresivo, un gesto que hizo que Vipond empezara a lamentar su franqueza, recordando el frío deleite con que había despachado a Solomon Solomon. «Este chico no está muy cuerdo», pensó. Pero entonces Cale se echó a reír con una carcajada breve y repentina.

—¿Habéis visto a los usureros jugando al ajedrez en el Gueto? —Sí.

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