La mano izquierda de Dios (41 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Cale, Kleist y Henri el Impreciso se plantaron ante el redentor, que yacía inconsciente con la espalda contra el muro del palacio, con la cara hinchada, los labios abultados, sin dientes.

—Me suena —observó Henri el Impreciso.

—Sí —confirmó Cale—. Es Tillmans, el acólito de Navratil.

—¿Del Padre Bumfeel? —dijo Kleist, observando más de cerca al hombre inconsciente—. Sí, tienes razón. Es Tillmans. —Kleist chasqueó los dedos dos veces ante el rostro de Tillmans.

—¡Tillmans! ¡Despierta! —Lo agitó por los hombros y entonces Tillmans gimió. Abrió los ojos lentamente, pero sin enfocarlos.

—Lo quemaron.

—¿A quién?

Al redentor Navratil. Lo asaron en una parrilla por tocar a los niños.

—Lo lamento. Al fin y al cabo, era un tipo bastante decente —comentó Cale.

—Sí, mientras no apartaras la espalda de la pared —dijo Kleist.

—Una vez me dio una chuleta de cerdo —añadió Cale. Aquel era el recuerdo más elogioso que podía dedicar a un redentor.

—Yo no podía soportar sus gritos —dijo Tillmans—. Tardó casi una hora en morir. Entonces me dijeron que a mí me harían lo mismo si no me presentaba voluntario para venir aquí.

—¿Quién te vigilaba por el camino?

—El Padre Stape Roy y los suyos. Cuando emprendimos camino hacia aquí, nos dijeron que habría espías de Dios que lucharían de nuestro lado, y que si lo hacíamos bien seríamos perdonados. ¡No me matéis, señor!

—No vamos a matarte. Pero dinos lo que sepas.

—Nada. No sé nada.

—¿Quiénes eran los otros?

—No lo sé. Eran como yo, no soldados. Quiero... —Los ojos de Tillmans comenzaron a moverse de manera extraña, uno perdiendo el foco, y el otro mirando por encima del hombro de Cale, como si pudiera percibir algo en la distancia. Kleist volvió a chasquear los dedos, pero esta vez no hubo respuesta, salvo que su mirada se volvió aún más perdida y su respiración más irregular. Entonces, por un instante, pareció recobrarse—: ¿Qué es eso? —preguntó, y la cabeza se le cayó a un lado.

—No pasará de esta noche —comentó Henri el Impreciso—. Pobre Tillmans.

—Pobre Tillmans —repitió Kleist—. Y pobre redentor Bumfeel. ¡Qué manera de dejar este mundo!

Cale tuvo que esperar para ver a Vipond mucho más que otras veces que había acudido al despacho del Canciller: casi tres horas sentado en una sala de espera abarrotada. Le habían mandado presentarse a las tres y mantener la boca cerrada. Cuando por fin le hicieron pasar, Vipond apenas lo miró.

—Tengo que admitir que tenía mis dudas cuando predijisteis que los redentores intentarían atacar a Arbell en Menfis. Me preguntaba si no lo diríais tan solo para buscaros una ocupación para vos y vuestros amigos. Mis excusas.

Cale no estaba acostumbrado a que nadie con autoridad admitiera su equivocación, y menos cuando no estaba realmente equivocado, y se sintió incómodo. Vipond entregó a Cale un panfleto impreso, en el que había un tosco dibujo de una mujer con los pechos desnudos bajo un titular: «LA PUTA DE MENFIS». El panfleto describía a Arbell como una puta de cabeza rapada, notoria corruptora que se prostituía a sí misma y a todos los inocentes, en orgías masivas en las que se veneraba al demonio y se le ofrecían sacrificios. «¡Ella es un pecado —terminaba el panfleto—, que clama venganza a los cielos!».

Cale se estrujó el cerebro en busca de una explicación.

—Los atacantes de fuera de las murallas dejaron estos panfletos por todo el camino —explicó Vipond—. Esta vez no hay por qué mantenerlo en secreto. Al fin y al cabo, todo el mundo considera que Arbell Materazzi es más pura que el agua.

Aunque esto ya no era totalmente cierto, las grotescas mentiras del panfleto le resultaban tan desconcertantes a Cale como a Vipond.

—¿Tenéis alguna idea del sentido que tiene esto? —preguntó Vipond.

—No.

—He oído que interrogasteis a un prisionero.

—A lo que quedaba de él.

—¿Tenía algo que decir?

—Solo lo que era ya evidente. No se trató de un ataque serio. Ni siquiera eran auténticos soldados. Nosotros conocíamos a unos diez de ellos: cocineros de campaña, oficinistas, algunos soldados que hacían el vago un poco más de la cuenta... Por eso resultó tan fácil.

—No debéis decir eso fuera de aquí. Se supone que los Materazzi han conseguido una gran victoria contra un cobarde ataque llevado a cabo por lo más granado de sus asesinos.

—Lo más granado de sus porquerizos.

—Hay mucha indignación por lo sucedido, y gran consideración por la habilidad de nuestros soldados y su heroísmo al repelerlos. No debéis decir nada que contradiga esa visión de los hechos. ¿Entendido?

—Bosco quiere provocaros para que le ataquéis.

—Bueno, pues lo ha logrado.

—Es una idea estúpida darle a Bosco lo que anda buscando. Y no estoy diciendo ninguna mentira.

—Eso es una novedad. Pero os creo.

—Entonces tenéis que decirles que si se creen que enfrentarse a un verdadero ejército de redentores será algo parecido a esto, se van a llevar un buen chasco.

Por primera vez, Vipond miró directamente al muchacho que tenía enfrente.

—¡Dios mío, Cale, si supierais con qué poco sentido se dirige el mundo! No ha habido desastre en la humanidad que no fuera advertido por alguien. Nunca, en toda la historia del mundo. Y jamás el que ofreció las advertencias sacó ningún provecho cuando se vio que tenía razón. Los Materazzi no soportarán advertencias en este asunto, y menos procedentes de Thomas Cale. Así es el mundo, y no podrá hacer nada al respecto un don nadie como vos; ni siquiera un don alguien como yo.

—¿No vais a decir nada para intentar detenerlos?

—No, no voy a hacerlo, y vos tampoco. Menfis es el corazón del mayor poder que existe en la tierra. Algunas fuerzas muy simples, Cale, mantienen ese poder cohesionado: el comercio, la avaricia, y la creencia general en que todo ello hace a los Materazzi demasiado fuertes para ser desafiados. Esperar tras las murallas de Menfis a que los redentores sitien la ciudad no es una opción. Bosco no puede ganar, pero nosotros podemos perder. Lo único que se necesita para ello es que nos vean cómo nos escondemos de él. La ciudad de Menfis podría aguantar un sitio de cien años, pero no pasarían seis meses hasta que brotaran revueltas desde aquí al Reino de Trapisonda. Es la guerra, así que será mejor que empecemos de una vez.

—Yo sé cómo lucharán los redentores.

Vipond lo miró, exasperado.

—¿Y qué esperáis? ¿Ser consultado? Los generales que planean la campaña no solo han conquistado la mitad del mundo conocido, sino que o han luchado con, o han sido entrenados por Solomon Solomon, aun cuando la mayor parte de ellos no sintieran mucho aprecio por él. Pero vos... un muchacho... un don nadie que pelea como un perro hambriento... Podéis olvidaros de eso. —Despidió a Cale con impaciencia, con un gesto de la mano, y añadió un comentario como para mandarlo a paseo—: Deberíais haberle perdonado la vida a Solomon Solomon.

—¿El lo habría hecho por mí?

—Desde luego que no... Mayor motivo para aprovecharos de su debilidad. Si le hubierais dejado vivir, os habrías ganado una magnífica consideración por parte de los Materazzi, al tiempo que lo poníais a él a la altura del betún. La fuerza es tan despiadada con quien la posee como con quien la sufre: a este lo aplasta, al primero lo envenena. Lo cierto es que nadie conserva mucho tiempo esa habilidad que vos tenéis. Aquellos a quienes se la concede el Destino confían demasiado en ella y pronto son derrotados.

—¿Lo habéis averiguado por vos mismo, u os lo ha dicho alguien que nunca ha tenido que estar delante de una multitud que no tiene nada mejor que hacer esa tarde que ver cómo le sacan las tripas a uno?

—¡Pobrecito! Vos no teníais por qué haber ido allí nunca, y lo sabéis.

Irritado, en parte porque no tenía una buena respuesta, Cale se volvió para marcharse.

—Por cierto, el informe sobre lo sucedido la pasada noche disminuirá de manera significativa vuestra contribución y la de vuestros amigos. Y sin protestar.

—¿Y eso por qué?

—Después de vuestra actuación en la Opera Rosso, os habéis convertido en alguien muy odiado. Pensad en lo que os acabo de decir y lo comprenderéis. Y si no lo comprendéis, da igual: os cuidaréis mucho de decir nada sobre lo que sucedió ayer.

—Me da igual lo que piensen los Materazzi.

—Ese es vuestro problema, que no os preocupa lo que piense la gente. Pero debería preocuparos.

Durante la semana siguiente, fueron llegando a Menfis muchos Materazzi procedentes de sus haciendas. Moverse se hacía casi imposible para los caballeros con sus escuderos, sus esposas y los criados de sus esposas; y también para el gran número de ladrones, granujas, rameras, jugadores, extorsionadores, oportunistas, usureros y comerciantes ordinarios, todos los cuales acudían a la oportunidad de amasar grandes cantidades de dinero de la guerra. Había otros trapicheos que no concernían al dinero: complicados asuntos de prioridad entre la nobleza que había que solucionar. Dónde se colocaba a alguien en el orden de batalla era un signo de lo que ese alguien era en la sociedad Materazzi. Un plan de batalla Materazzi era, en parte, una cuestión de estrategia militar y, en parte, algo muy parecido a colocar a los invitados en el banquete de una boda real. Las ocasiones para sentirse ofendido eran infinitas. Por eso, pese a todos los urgentes asuntos bélicos, el Mariscal se pasaba la mayor parte del tiempo entre cenas y reuniones de todo tipo destinadas a enderezar peligrosos entuertos, explicando a uno y a otro que lo que parecía un desaire era en realidad un honor de la mayor importancia.

En uno de estos banquetes, al que había sido invitado Cale (a petición de Vipond, como parte de sus intentos por rehabilitarlo), los acontecimientos dieron un giro inesperado. Pese al deseo general del Mariscal de no ver a Simón, y menos en público, tal cosa no resultaba siempre posible, especialmente cuando Arbell imploraba que se le invitara.

El Señor Vipond era un controlador de la información, de la verdadera y de la falsa. Contaba con una considerable red de individuos en todos los niveles de la sociedad de Menfis, desde los grandes señores a los limpiabotas. Si deseaba que todo el mundo supiera algo o que creyera saberlo, se les contaba a esos informadores la historia, fuera cierta o falsa, y ellos se encargaban de propagarla. Semejante medio de diseminar rumores útiles y negar los inconvenientes ha sido empleado, naturalmente, por todos los gobernantes, desde el ozymandiano Rey de Reyes al Alcalde de Nuncaennada. La diferencia entre Vipond y todos esos otros profesionales del oscuro arte del rumor consistía en que Vipond sabía que para que a esos informadores se les creyera cuando realmente importaba, casi todo lo que decían debía ser cierto. El resultado era que cuando Vipond deseaba que se creyera en algo, lo conseguía sin esfuerzo. Había invertido en Cale una considerable parte de aquel valioso capital porque era perfectamente consciente del espíritu de venganza que había prendido en las personas emparentadas o próximas a Solomon Solomon. Su asesinato se daba ya casi por hecho. Vipond, pese a lo que le había dicho a Cale, había hecho público que Cale había luchado valerosamente junto con los Materazzi para proteger a Arbell, y gracias a eso había disminuido considerablemente, aunque no desaparecido, la amenaza de que Cale resultara envenenado o apuñalado por la espalda en algún callejón solitario. Si le hubieran preguntado a Vipond por qué perdía tanto tiempo en alguien sin importancia, no habría podido explicarlo. Pero no había nadie que se lo preguntara.

Vipond y el Mariscal Materazzi habían permanecido reunidos durante varias horas en un frustrante intento de crear un plan de batalla que tuviera en cuenta todas las complicadas cuestiones de estatus y poder que planteaba manejar a los Materazzi en el campo de batalla. Lo cierto era que echaban en falta a Solomon Solomon, cuya heroica reputación como soldado le había convertido en el hombre más valioso posible a la hora de negociar y comprometerse entre las diversas facciones Materazzi que defendían sus prioridades en la línea de fuego.

—¿Sabéis, Vipond? —dijo con tristeza el Mariscal—, Con todo lo que admiro la sutileza con que tratáis estos asuntos, tengo que decir que, a fin de cuentas, hay pocos problemas en este mundo que no puedan resolverse con un buen soborno o empujando al enemigo de noche por un precipicio.

—¿Qué queréis decir con eso, mi Señor?

—Ese muchacho, Cale. No estoy defendiendo a Solomon Solomon... Sabéis que intenté detenerlo... Pero a decir verdad, no pensé que ese muchacho tuviera posibilidades de vencer luchando contra él.

—¿Y si hubierais comprendido que sí las tenía?

—No hay motivos para utilizar ese tono altanero, Vipond. No me digáis que vos siempre hacéis lo correcto en vez de lo más prudente. El caso es que necesitamos a Solomon Solomon; él podría arreglar todo esto poniendo firmes a esos bastardos. La cosa es sencilla: necesitamos a Solomon Solomon, y no necesitamos a Cale.

—Cale salvó a vuestra hija, mi Señor, y casi pierde la vida al hacerlo.

—Efectivamente. Pero de todos los hombres que conocéis, soy el que menos derecho tiene a apreciar las cosas desde la perspectiva de su interés personal. Sé lo que hizo Cale y le estoy agradecido, pero solo como padre. Como gobernante puedo observar que el estado necesita a Solomon Solomon mucho más que a Cale. Eso no es más que la obvia verdad, y no tiene sentido que lo neguéis.

—¿Y qué es lo que lamentáis, mi Señor? ¿No haberle empujado por un precipicio antes del combate?

—¿Queréis subirme los colores para que me desdiga? Antes que nada, le habría ofrecido una buena bolsa de oro y le habría dicho que se fuera a freír espárragos y no volviera. Que, por cierto, es exactamente lo que pienso hacer en cuanto termine la guerra.

—¿Y si él se niega?

—Eso me haría recelar mucho. Al fin y al cabo, ¿por qué demonios sigue aquí?

—Porque vos le ofrecisteis un buen empleo en el mismo centro del kilómetro cuadrado más protegido del mundo entero.

—Entonces ¿es culpa mía? Bueno, pues si lo es, tendré que corregir lo que he hecho mal. Ese muchacho es una amenaza. Creo que es gafe, como el tipo ese del vientre de la ballena.

—¿Jesús de Nazaret?

—El mismo. En cuanto solucionemos el follón este de los redentores, Cale tendrá que irse y sanseacabó.

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