La mano izquierda de Dios (42 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Lo que también había puesto al Mariscal de muy mal humor era la perspectiva de tener que sentarse al lado de su hijo durante toda la noche. La humillación casi superaba el límite de lo soportable.

Pero el banquete fue bien. Los nobles presentes parecían dispuestos y hasta deseosos de olvidar viejos resentimientos y rencillas para presentar un frente unido ante la amenaza que los redentores suponían para Menfis, en general, y Arbell Cuello de Cisne, en particular. Durante toda la cena ella se mostró tan dulce, tan amable, tan divertida y tan asombrosamente bella que convertía el grotesco retrato que de ella habían hecho los redentores en un motivo cada vez más poderoso para dejar de lado insignificantes rencillas ante la amenaza de aquellos fanáticos religiosos.

Durante todo el banquete, ella intentó de manera desesperada no mirar a Cale. Lo amaba y deseaba de modo tan intenso que estaba convencida de que sus sentimientos resultarían evidentes hasta para el más ciego. Por su parte, Cale estaba enfurruñado porque interpretaba aquella actitud como rechazo hacia él. Ella se avergonzaba de él, estaba claro, y le resultaba embarazoso encontrarse cerca de él en público. Por otro lado, los temores que albergaba el Mariscal de que lo avergonzara Simón resultaron infundados. Desde luego, el muchacho permanecía allí sentado sin decir nada, pero parecía haber desaparecido su habitual expresión de alarma y de aterrorizado desconcierto. De hecho, ahora la expresión de su rostro parecía completamente normal: de vez en cuando una mirada que revelaba interés o regocijo. El Mariscal se sentía cada vez más incómodo por no poderse aliviar tosiendo la irritación de garganta que le había producido, probablemente, tener que hablar tanto con los inacabables demandantes.

La otra cosa que enfadaba al Mariscal era el joven que estaba sentado al lado de Simón. No lo reconocía, y no dijo nada en toda la noche, pero no paró de mover incansablemente la mano derecha durante toda la cena, en una enloquecedora serie de indicaciones, círculos, toques y demás. Al final consiguió ponerle los nervios de punta al Mariscal, hasta el punto de que se disponía a decirle a su criado Pepys que le pidiera que se estuviera quieto o se fuera, cuando el joven se levantó y aguardó que hicieran silencio, un gesto tan sorprendente, teniendo en cuenta la gente entre la que se hallaba, que los murmullos de risas y conversaciones casi se acabaron.

—Soy Jonathan Koolhaus —anunció—, tutor lingüístico del Señor Simón Materazzi. El Señor Simón desea decir algo.

Al oír esto, el salón entero se quedó en silencio, más por asombro que por respeto. Entonces Simón se levantó y empezó a mover la mano derecha del mismo modo peculiar en que lo había estado haciendo Koolhaus durante toda la cena. Koolhaus tradujo:

—El Señor Simón Materazzi dice: «He estado sentado delante de Provost David Lascelles toda la noche, y durante este tiempo Provost Lascelles se ha referido a mí en tres ocasiones como "imbécil"». —Simón sonrió con una sonrisa amplia y alegre—. «Pues bien, Provost Lascelles, en lo que se refiere a ser un imbécil, yo os aseguro que, como dicen los niños: "Cada cual reconoce a su igual"».

Las risas que siguieron a esto estaban alimentadas tanto por la gracia en sí como por la cara colorada y los ojos desorbitados que puso Lascelles. La mano derecha de Simón no paraba de moverse.

—El Señor Simón Materazzi dice: «Provost David asegura que es un gran deshonor estar sentado delante de mí». —Simón hizo una burlona inclinación ante Provost David, y Koolhaus lo imitó. La mano de Simón empezó a moverse de nuevo—. «Yo os aseguro, Provost Lascelles, que el deshonor es mío».

Entonces Simón se sentó, sonriendo con benevolencia, y Koolhaus se sentó a continuación.

Durante un momento los comensales se quedaron mirando anonadados, aunque hubo algunas risas y aplausos. Y entonces, como por algún extraño acuerdo tácito, todos los invitados decidieron ignorar lo que acababan de ver y hacer como si no hubiera sucedido. Entonces volvió a prender la chispa de la conversación y el jolgorio, y todo siguió como antes, al menos en la superficie.

La cena concluyó a su debido tiempo, los invitados fueron saliendo a la calle, y el Mariscal, acompañado por Vipond, se dirigió a sus aposentos privados casi corriendo. Allí había mandado que lo esperaran sus dos hijos. Apenas había terminado de cruzar la puerta, cuando preguntó:

—¿Qué es lo que sucede? ¿Qué clase de truco cruel ha sido ese? —Y miró a su hija.

—Yo tampoco entiendo nada de esto. A mí me resulta tan incomprensible como a vos.

Mientras tanto, el asombrado Koolhaus movía los dedos dirigiéndose a Simón con toda la discreción posible.

—Vamos a ver, ¿qué estáis haciendo?

—Es un... es un lenguaje de signos, Señor.

—¿Qué queréis decir?

—Muy sencillo, Señor. Cada gesto de mis dedos equivale a una palabra o una acción. —Koolhaus estaba tan nervioso y hablaba tan rápido que apenas se le podía entender.

—¡Mas despacio! —gritó el Mariscal. Koolhaus, temblando, repitió lo que acababa de decir. El Mariscal lo miró sin podérselo creer, mientras su hijo le hacía algunos signos a Koolhaus.

—El Señor Simón dice... eh... que no debéis enfadaros conmigo.

—Entonces explicadme esto.

—Es sencillo, Señor. Como he dicho, cada signo equivale a una palabra o una emoción. —Koolhaus se tocó en el pecho con el pulgar—: «Yo». —A continuación cerró el puño y se frotó el pecho con él en un movimiento circular—: «Lamento». —Levantó el pulgar sin abrir el puño, señaló con él hacia arriba e hizo un movimiento de martillo, antes de señalar al Mariscal con el dedo—: «Haberos...». —Entonces movió el puño rápidamente hacia delante y atrás—: «Enojado». —A continuación lo repitió todo tan aprisa que apenas se le podían ver los gestos—: «Lamento haberos enojado».

El Mariscal miró a su hijo como si eso le fuera a revelar la verdad. En su rostro quedaban patentes tanto la incredulidad como el anhelo de creer. Entonces respiró hondo y miró a Koolhaus.

—¿Cómo puedo estar seguro de que habla mi hijo y no vos?

Koolhaus empezó a recuperar parte de su habitual seguridad.

—No hay modo, mi Señor. Tampoco nadie puede estar seguro de que no sea él el único ser que piensa y siente, y todos los demás meras máquinas que solo fingen que sienten y piensan.

—¡Dios mío! —exclamó el Mariscal—. Nunca he escuchado a nadie con más pinta de haber salido del Cerebrero.

—De allí provengo ciertamente, Señor. Pero, aun así, digo la verdad. Vos sabéis que los demás piensan y sienten como vos porque con el tiempo vuestro buen juicio os enseña la diferencia entre lo real y lo no real. Del mismo modo veréis, al hablar con vuestro hijo por mi mediación, que aunque sea lastimosamente inculto, su mente es tan buena como la vuestra o la mía.

Resultaba difícil no quedar impresionado con la insultante sinceridad de Koolhaus.

—Muy bien —dijo el Mariscal—. Permitid que Simón me cuente cómo ha sido organizado todo esto, desde el comienzo hasta el banquete de esta noche. Y no pongáis nada de vuestra parte ni le hagáis parecer más sabio de lo que es.

Durante los siguientes quince minutos, Simón mantuvo su primera conversación con su padre, y su padre con él. De vez en cuando el Mariscal hacía alguna pregunta, pero la mayor parte del tiempo escuchaba. Y para cuando Simón terminó, las lágrimas le caían por el rostro, y también caían por el de su asombrada hermana.

Al final se levantó y abrazó a su hijo.

—Perdonadme, muchacho. Lo siento mucho.

Entonces mandó que uno de sus guardias fuera a buscar a Cale. Koolhaus escuchó aquella orden con sentimientos encontrados. En opinión de Koolhaus, la explicación ofrecida por Simón había dado mucha importancia al sencillo lenguaje de signos que le había enseñado Cale, y se la había restado al hecho de que Koolhaus había convertido aquella elemental serie de signos en un lenguaje auténtico y vivo. Daba la impresión de que aquel vándalo de Cale le iba a robar todo el mérito. Cale había quedado, naturalmente, tan anonadado como los demás por lo sucedido durante el banquete, pues no tenía ni idea de los avances que habían hecho Koolhaus y Simón, especialmente porque el primero había hecho al segundo jurar que mantendría el secreto, con la intención de dar una brillante sorpresa y llevarse la gloria.

Cale se esperaba una bronca, y quedó algo aturdido cuando lo recibieron como a su salvador tanto Arbell como el Mariscal, al cual le remordía su decisión ingrata, pero no forzosamente descaminada, de deshacerse de Cale. Pero también Arbell tenía remordimientos. En los días que siguieron a los terribles acontecimientos de la Ópera Rosso, había pasado con Cale noches de lascivia, devorando con pasión cada centímetro de su cuerpo; pero también había pasado los días horrorizada, escuchando a sus visitas la narración de la muerte de Solomon Solomon. Como en el pasado ella había expresado tan solo disgusto ante su misterioso escolta, nadie se mordía la lengua a la hora de describir lo ocurrido con todo detalle. Algunas de las cosas que contaban podían considerarse tan solo tendenciosas habladurías a favor de uno de los suyos, pero cuando hasta la veraz y bondadosa Margaret Aubrey dijo: «No entiendo cómo me quedé allí. Al principio me daba pena, de tan pequeño que parecía en medio de la arena. Pero te aseguro, Arbell, que en mi vida había visto nada tan frío y brutal. Estuvo hablando con él antes de matarlo. Vi cómo sonreía. Mi padre comentó que él no trataría ni a un puerco de ese modo».

Tras escuchar aquello, los sentimientos de la joven princesa fueron encontrados. Ciertamente, se sentía herida por el ataque a su amante, pero ¿acaso no había visto con sus propios ojos aquel extraño comportamiento asesino? ¿Quién iba a culparla si lo más recóndito de su corazón se estremecía en silencio, secretamente? Pero todos aquellos pensamientos horribles fueron desechados al descubrir que Cale había educado a su hermano, sacándolo del reino de la nada. Ella le cogió la mano y se la besó tanto con sorpresa como con maravilla, y le dio las gracias por lo que había hecho. No cambió apenas las cosas el hecho de que Cale reconociera el mérito de Koolhaus: Arbell y el Mariscal (este con mucho carraspeo, para aclararse la garganta) dieron las gracias al secretario, pero después se volvieron para añadir más elogios y agradecimientos sobre Cale. Koolhaus se sintió traicionado, olvidando que había sido Cale quien había descubierto la inteligencia oculta de Simón Materazzi, y quien había discurrido el modo de liberarla. Los esfuerzos que hacía Cale por incluirle en el clima general de parabienes y agradecimientos eran tan solo un medio, empezó a pensar Koolhaus, de apartarlo para siempre de la vista. Y de ese modo, el día que Cale se ganó finalmente a dos escépticos, compensó aquello conquistando un nuevo enemigo.

33

Esa noche Arbell Materazzi tuvo a Cale en sus brazos habiendo desterrado todas sus prevenciones. ¡Qué valeroso era él, y qué ingrata había sido ella albergando dudas! Ahora había operado aquel milagroso cambio en su hermano. ¡Qué generoso con los demás parecía ahora, y qué inteligencia tan penetrante la suya! Al hacer el amor aquella noche, Arbell casi se consumía adorándolo, venerándolo con cada gramo de su cuerpo grácil y exquisito. Qué magia salvadora obró ella en el alma corroída de Thomas Cale, inundándola de felicidad y maravilla. Y después, cuando él yacía envuelto en los bellos brazos y las interminables piernas de ella, empezó a sentir como si las capas más profundas de su gélida alma fueran alcanzadas por el sol.

—No os harán daño. Prometédmelo —dijo ella después de casi una hora de silencio.

—Vuestro padre y sus generales no tienen intención de dejar que me acerque a la lucha. Yo tampoco tengo ninguna intención de hacerlo. Esa guerra no tiene nada que ver conmigo. Mi trabajo consiste en cuidaros. Eso es lo único que me importa.

—Pero ¿y si me ocurriera algo?

—Nada os sucederá a vos.

—Ni siquiera vos podéis estar seguro de eso.

—¿Qué ocurre, Arbell?

—Nada. —Le sujetó la cara con las manos y lo miró a las pupilas como si buscara algo en su interior—. ¿Os acordáis de ese cuadro que cuelga en el muro de la estancia contigua?

—¿El de vuestro bisabuelo?

—Sí, en el que está con su segunda mujer, Stella. Si lo mandé poner ahí fue por una carta que encontré cuando era niña, un día que estaba revolviendo entre viejos recuerdos de la familia que había encontrado en un baúl. No creo que nadie lo hubiera abierto en cien años. —Se levantó y se fue hacia un mueble que había al final del dormitorio, desnuda como Dios la trajo al mundo, una visión capaz de detener los latidos del corazón de cualquier hombre. Cómo es posible, se preguntó Cale, que semejante ser me ame a mí. Ella hurgó un instante en un cajón y regresó con un sobre. Extrajo de él dos hojas de densa escritura y las observó embargada de tristeza—. Es la última carta que mi bisabuelo le escribió a Stella antes de morir en el sitio de Jerusalén. Quiero que oigáis el último párrafo porque hay algo que quiero que comprendáis.

Se sentó al pie de la cama y empezó a leer:

Mi muy amada Stella:

Hay claras indicaciones de que volveremos a atacar en unos días, tal vez mañana mismo. Por si no puedo volver a escribiros, me siento impulsado a enviaros estas líneas que verán vuestros ojos cuando yo ya no esté aquí.

Stella, mi amor por vos es inmortal, y me ata a vos con fuertes cadenas que solo Dios podría romper. Si no regreso, Stella querida, no olvidéis cuánto os amo. Cuando en el campo de batalla exhale mi último aliento, será para pronunciar vuestro nombre.

¡Pero, Stella! Si los muertos pueden regresar a esta tierra y acercarse sin ser vistos a aquellos que aman, entonces permaneceré a vuestro lado para siempre. En el día esplendoroso y en la noche impenetrable, siempre, siempre. Soplará una suave brisa en vuestra mejilla, y será mi aliento; o si el fresco aire alivia el latido de vuestras sienes, será mi espíritu que pasa junto a vos.

Con lágrimas en los ojos, Arbell levantó la mirada. —Ella no volvió a saber nada más de él. —Arbell se acercó a Cale desde los pies de la cama, y lo abrazó fuerte—. Yo también estoy atada a vos. Recordad siempre que, suceda lo que suceda, siempre estaré cerca, siempre siempre podréis sentir mi espíritu, velando por vos.

Herido en el corazón por aquella hermosa y apasionada joven, Cale no supo qué decir. Pero las palabras no tardaron en resultar innecesarias.

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