El patio interior, que al llegar a la cumbre de la montaña se dividía en terrazas bastante extensas en las que habían plantado unas exóticas palmeras, estaba aún más protegido que el exterior. Una antigua y alta columna procedente del palacio de Scarpius se erguía en su centro, lanzando un intenso reflejo hacia el estanque circular en el que pululaban muchos peces plateados. La inmensidad de vidrio, bronce y mármol que era el palacio del duque Orso dominaba las tres fachadas del patio como un gato monstruoso que atrapase entre sus garras a un ratón. Desde la primavera habían construido una nueva ala, bastante grande, a lo largo de la muralla norte, con adornos de piedra medio cubiertos por el andamiaje.
—Han estado edificando —dijo ella.
—Claro. ¿Cómo podría arreglárselas el príncipe Ario sólo con las diez habitaciones que tiene para meter en ellas los zapatos?
—En estos tiempos, el hombre que sólo tenga diez habitaciones para guardar el calzado nunca podrá ir a la moda.
—Yo sólo tengo treinta pares. Creo que mis reservas disminuyen con rapidez —Benna fruncía el ceño mientras miraba sus botas con hebillas de oro.
—Como nos pasa a todos —musitó ella. Un grupo de esculturas medio terminadas se alineaba a lo largo del tejado. El duque Orso dando limosna a los pobres. El duque Orso enseñando al ignorante. El duque Orso protegiendo al débil de cualquier daño.
—Me sorprende que no tenga a toda Styria lamiéndole el culo —le susurró Benna al oído.
—Ésa debe de ser la siguiente —señalaba con el dedo un bloque de mármol que habían comenzado a tallar.
—¡Benna!
El conde Foscar, que era el hijo pequeño de Orso, rodeó el estanque a la carrera como si fuera un perrito impaciente, haciendo mucho ruido con los zapatos al pisar la gravilla recién rastrillada, encendido el pecoso rostro. Acusaba el desafortunado intento de dejarse barba (ya hacía un año desde que Monza le hubiera visto por última vez), con el resultado de que los cuatro pelos sueltos de color arena que cubrían su rostro le hacían más aniñado. Aunque hubiera podido heredar toda la virilidad de su padre, daba la impresión de que una parte se había quedado por el camino. Benna sonrió burlonamente, le pasó un brazo por los hombros y le rascó la cabellera. Eso habría supuesto un insulto en caso de hacérselo otro, pero, haciéndoselo Benna, le parecía algo maravilloso. Él tenía cierta habilidad para hacer feliz a la gente, que a Monza le parecía mágica. La suya la llevaba, justamente, hacia la dirección opuesta.
—¿Aún está aquí tu padre? —preguntó Monza.
—Sí, y también mi hermano. Los acompaña su banquero.
—¿Y cómo anda de humor?
—Creo que bien, o eso parece, pero ya conoces a mi padre. Además, nunca se enfada con vosotros, porque siempre le traéis buenas noticias. Al igual que hoy, ¿o no?
—Yo se lo diré, Monza, o…
—Borletta ha caído. Cantain ha muerto.
—Cantain era un buen hombre —Foscar no se alegró, porque no compartía con su padre el apetito por los cadáveres.
—Era el enemigo de tu padre —para Monza las cosas no eran tan sencillas.
—Era un hombre al que se podía respetar. Apenas queda gente como él en Styria. ¿De veras que murió?
Benna hinchó las mejillas y dejó escapar el aire antes de decir:
—Bueno, le cortaron la cabeza y la clavaron en una pica encima de las puertas; a menos que conozcas a algún médico fantástico…
Pasaron bajo una arcada bastante alta y accedieron a una sala en penumbra que resonaba igual que la tumba de un emperador, sólo iluminada por la luz que, al filtrarse desde unos altos ventanales, creaba columnas llenas de polvo en suspensión que llegaban hasta el suelo de mármol. Unas armaduras antiguas, que relucían en silencioso recogimiento, sujetaban en sus puños de hierro unas armas igual de vetustas. El nítido sonido de unas botas retumbó en las paredes cuando un hombre de uniforme oscuro llegó a su lado.
—Mierda —Benna decía a Monza, habiéndole al oído—. Ahí está ese reptil de Ganmark.
—No te metas con él.
—Es que no me creo que ese bastardo de sangre fría sea tan bueno con la espada como dicen…
—Lo es.
—Si yo sólo fuera medio hombre…
—No lo eres. Así que no te metas con él.
El rostro del general Ganmark era singularmente suave, y sus bigotes lacios y sus pálidos ojos grises, siempre húmedos, le conferían cierto aire de tristeza perpetua. Se rumoreaba que lo habían expulsado del ejército de la Unión por cierta indiscreción de carácter sexual que tenía que ver con otro oficial, y que había cruzado el mar en busca de un amo con más amplitud de miras. La tolerancia del duque Orso era infinita en lo concerniente a sus militares, siempre que hiciesen bien su trabajo. Ella y Benna eran la prueba viviente de ello.
Ganmark saludó a Monza con una inclinación de cabeza llena de afectación.
—General Murcatto —luego repitió, mirando a Benna—: General Murcatto. Conde Foscar, ¿puedo presumir que ha hecho sus ejercicios?
—Me entreno durante todo el día.
—Entonces aún podremos hacer de usted un espadachín.
—Eso o un tipo aburrido —comentó Benna con un bufido.
—Cualquiera de las dos cosas ya sería algo —dijo Ganmark con su típico acento gutural de la Unión—. Un hombre sin disciplina no es mejor que un perro. Un soldado sin disciplina no es mejor que un cadáver. De hecho, es peor, porque un cadáver no supone ninguna amenaza para sus propios camaradas.
Benna abrió la boca, pero Monza se le adelantó. Ya tendría tiempo después para hacer el idiota, si quería.
—¿Cómo le fue en la campaña? —preguntó ella.
—Cumplí con mi papel, manteniendo los flancos de usted libres de Rogont y de sus soldados de Ospria.
—¿Conteniendo al Duque de la Dilación? —Benna sonreía con afectación—. Menudo desafío.
—Sólo actué de secundario. Un giro cómico en una gran tragedia, que, así lo espero, debió de ser debidamente apreciado por la audiencia.
Los ecos de sus pisadas se incrementaron cuando pasaron bajo otra arcada y entraron en la impresionante rotonda situada en el corazón del palacio. Sus curvas paredes eran vastos paneles esculpidos con escenas de la Antigüedad. Guerras entre demonios y magos, y otras tonterías parecidas. Arriba, en lo más alto, la gran cúpula mostraba un fresco en el que habían pintado siete mujeres con alas que se recortaban ante un cielo tormentoso; tenían armas, armaduras y la mirada airada. Los Hados, que llevan los destinos a la Tierra. La mejor obra de Aropella. Al parecer, había tardado siete años en terminarla. Monza decidió no olvidar lo menuda, débil y completamente insignificante que se sentía en aquel sitio. Era muy importante para ella.
Los cuatro subieron por una escalera lo suficientemente ancha para que el doble del número de personas subiera de frente por ella.
—Y, ¿adónde le llevó ese talento suyo para la comedia? —Monza preguntó a Ganmark.
—Junto con el fuego y el asesinato, hasta las puertas de Puranti, y luego de vuelta.
—¿Algún combate importante? —Benna fruncía los labios.
—¿Por qué hubiera debido implicarme en un combate? ¿No ha leído a su Stolicus?
Un animal lucha para conseguir la victoria…
—
Un general avanza
—Monza terminó la cita por él—. ¿Suscitó muchas risas?
—Supongo que no muchas en el enemigo. Sólo unas pocas, preciosas, en algunos, pero así es la guerra.
—Siempre tengo tiempo para reírme entre dientes —dijo Benna.
—Algunas personas tienen la risa fácil. Eso las convierte en compañeros encantadores a la hora de cenar —los ojos tiernos de Ganmark fueron hasta Monza—. Veo que no se ríe.
—Ya lo haré. En cuanto la Liga de los Ocho haya desaparecido y Orso sea rey de Styria. Entonces todos podremos colgar nuestras espadas.
—Por experiencia propia, puedo asegurarle que las espadas no se quedan colgadas mucho tiempo de ningún sitio. Tienen la costumbre de volver por su cuenta a las manos de quienes las empuñaron.
—Me atrevería a decir que Orso seguirá con usted —dijo Benna—. Aunque sólo sea para sacar brillo a las baldosas del suelo.
—Entonces puedo asegurarle que Su Excelencia tendrá los suelos más limpios de toda Styria —Ganmark apenas dio un respingo.
La escalera finalizaba delante de un par de puertas altas, muy brillantes por la madera pulimentada con que habían sido construidas, las cuales presentaban unos rostros de leones. Un hombre grueso subía y bajaba por los escalones situados delante de ellas, a la manera del viejo perro guardián que vigila el dormitorio de su amo. Era Fiel Carpi, el capitán más antiguo de las Mil Espadas, cuyo rostro viril, ancho y curtido se hallaba surcado por las cicatrices de mil combates.
—¡Fiel! —Benna agarró al viejo mercenario por la gruesa tajada de carne que era una de sus manos—. Mira que subir por una montaña a tus años. ¿No deberías estar ahora en algún burdel?
—Estaba en uno de ellos —Carpi se encogió de hombros—. Pero Su Excelencia me mandó llamar.
—Y como eres un buen chico… obedeciste.
—Por algo me llaman Fiel.
—¿Cómo andaban las cosas en Borletta? —preguntó Monza.
—Tranquilas. La mayoría de los hombres quedaron acuartelados fuera de la ciudad, con Andiche y Victus. Pensé que así no podrían incendiarla. Dejé en el palacio de Cantain a algunos de los de más confianza con Sesaria, para que los vigilase. Perros viejos como yo, de los tiempos de Cosca. Hombres maduros, poco inclinados a obrar de manera impulsiva.
—Querrás decir un poco lentos —dijo Benna, cloqueando.
—Lentos en el pensar, aunque estables. Ya hemos llegado.
—¿Qué tal si entramos? —Foscar apoyó un hombro en una de las puertas y la abrió. Ganmark y Fiel le siguieron. Monza se detuvo un momento en el umbral, intentando poner una cara más seria. Levantó la mirada y vio que Benna sonreía. Le devolvió la sonrisa de manera instintiva. Se inclinó y le dijo al oído:
—Te quiero.
—Por supuesto que me quieres —dio un paso en el umbral y ella le siguió.
El estudio privado del duque Orso era una sala de mármol tan grande como la plaza de un mercado. Unos ventanales altos ocupaban en solemne procesión una de sus paredes, dejando pasar una brisa penetrante que hacía estremecer y retorcerse las vividas colgaduras del estudio. Más allá, una larga terraza parecía colgar en medio del aire, dominando la cuesta más empinada que llevaba hasta la cumbre de la montaña.
La pared de enfrente estaba cubierta con unos paneles que llegaban hasta el techo, pintados por los artistas más notables de Styria con objeto de mostrar las mayores batallas de su historia. Las victorias de Stolicus, de Harod el Grande, de Farans y de Verturio, todas ellas conservadas en óleos majestuosos. El mensaje de que Orso era el último de un linaje de regios conquistadores resultaba difícil de obviar, aunque su bisabuelo no sólo hubiera sido un usurpador sino un criminal convicto.
La pintura mayor de todas se encontraba frente a la puerta, a una altura, al menos, de diez largos pasos. Como no podía ser menos, representaba al gran duque Orso. Aparecía montado encima de un destrero rampante, alta la refulgente espada, los penetrantes ojos fijos en el lejano horizonte, incitando a sus hombres a la victoria en la batalla de Etrea. El pintor parecía desconocer que Orso había estado a más de ochenta kilómetros de ella.
Pero las mentiras bonitas siempre vencen a las verdades aburridas, como frecuentemente él mismo había dicho a Monza.
El mismísimo duque de Talins, con aire avinagrado, empuñando una pluma y no una espada, se sentaba ante un escritorio. Un hombre alto, macilento, de nariz ganchuda se encontraba de pie a su lado, mirando hacia abajo con la misma perspicacia que el buitre que aguarda a que los viajeros perdidos mueran de sed. Entre las sombras de la pared, una silueta de buen tamaño se agazapaba cerca de ambos. Gobba, el guardaespaldas de Orso, cuyo cuello era tan gordo como el de un cerdo enorme. El príncipe Ario, hijo primogénito del duque y su heredero, se repantigaba en una silla dorada, cerca de ellos. Había cruzado una pierna por encima de la otra y movía con descuido una copa de vino, mientras una sonrisa blanda se dibujaba en su rostro bello e inexpresivo.
—¡Me encontré a estos mendigos vagando por el campo y pensé encomendarlos a tu caridad, padre! —exclamó Foscar.
—¿Caridad? —La aguda voz de Orso reverberó en la cavernosa estancia—. Sabes que no me gustan las tonterías. Pónganse cómodos, amigos míos; en un momento estaré con ustedes.
—Vaya, pero si son la Carnicera de Caprile y su pequeño Benna —comentó Ario en voz baja.
—Vuestra Alteza está tan bien como siempre —aunque a Monza le pareciera estar viendo a un gallito indolente, se guardó de decirlo.
—Usted también. Si todos los soldados tuvieran su apariencia, creo que me gustaría apuntarme a la campaña. ¿Una nueva baratija? —Ario movió con languidez su mano enjoyada para señalar el rubí que Monza llevaba en el dedo.
—Es lo que tenía a mano mientras me vestía.
—Me habría gustado estar presente. ¿Vino?
—¿Tan pronto? Si apenas ha amanecido.
Él echó una mirada de ojos abotagados a las ventanas y dijo, como si estar levantado hasta muy tarde fuera una proeza:
—En lo que a mí concierne, la noche ya está lejos.
—Tomaré un poco.
Benna había comenzado a servirse una copa de vino por su cuenta: mejor aprovechar la fanfarronada antes de que decayera. Era casi seguro que antes de una hora estaría borracho y que luego se sentiría avergonzado, porque Monza ya estaba cansada de hacer siempre de madre. Se paseó por delante de la monumental chimenea, sujeta por las figuras talladas de Juvens y Kanedias, y se dirigió al escritorio de Orso.
—Firmad aquí, aquí y aquí —decía el hombre macilento mientras esgrimía un dedo huesudo por encima de los documentos.
—¿Está seguro, Mauthis? —Orso le miró como si se sintiese incómodo—, mi arrendatario.
—Sólo vuestro humilde servidor, Excelencia. La Banca de Valint y Balk accede a prorrogar este crédito por un año, después del cual, aun lamentándolo mucho, tendrá que cobraros los intereses.
—Sí, seguro que lo lamenta tanto como la peste por los muertos que deja. Estaré comprometido con ustedes —dijo Orso con un bufido—. Todos acabamos por arrodillarnos ante alguien, ¿no es así? Asegúrese de comunicar a sus superiores mi infinita gratitud por su indulgencia.