La mejor venganza (5 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—De acuerdo —dijo, mientras asentía cordialmente al marinero que estaba más cerca—. Me voy.

Aunque sólo obtuviera un gruñido por respuesta, recordó las palabras que su hermano solía decirle: lo que a uno le convierte en hombre es lo que da, no lo que recibe. Así que enseñó los dientes como si hubiese recibido una alegre despedida, pisó la estremecida pasarela y se dirigió hacia la magnífica vida nueva que le aguardaba en Styria.

Cuando apenas había dado una docena de pasos y se paraba para mirar los abultados edificios de un lado de la calle y los ondeantes mástiles del otro, alguien chocó con él y por poco no le tiró fuera de la acera.

—Mis excusas —dijo Escalofríos en styrio, intentando comportarse civilizadamente—. No le había visto, amigo —el hombre siguió andando y ni siquiera se volvió.

Aquello le escoció a Escalofríos, pero en su orgullo. Aún le quedaba mucho, porque era lo único que le había dejado su padre. No había vivido siete años de batallas, de escaramuzas, de despertarse con nieve encima de la manta, de ingerir alimentos asquerosos, de escuchar canciones aún peores, para quitarse en un instante todo eso de encima de los hombros.

Pero su desgraciada condición no sólo le confería el pecado, sino también la penitencia. Olvídalo, habría dicho su hermano. Escalofríos seguía intentando ver el lado bueno de las cosas. Por eso dobló una esquina para alejarse de los muelles, bajó por un camino ancho y entró en la ciudad. Dejó atrás un grupo de mendigos cubiertos con mantas que enseñaban sus muñones ondeantes y sus miembros marchitos. Vio en una plaza una estatua bastante grande de un hombre adusto que señalaba con la mano hacia algún sitio. Aunque Escalofríos no tuviera ninguna pista acerca de su identidad, le gustó mucho. El olor a comida que acababa de llegar hasta él, hizo que le gruñeran las tripas y que se dirigiera hacia una especie de caseta donde unos espetones de carne se hacían al fuego encima de una plancha.

—Uno de ésos —dijo Escalofríos, señalando con el dedo. Como no parecía necesario añadir más, sólo habló lo imprescindible. Cuando el cocinero le dijo el importe, por poco no se traga la lengua. Por aquel dinero, en el Norte podía comprar una oveja entera, incluso un par de corderitos. La carne era entre grasienta y cartilaginosa. Y aunque no supiese tan bien como olía, no le sorprendió, porque ya comenzaba a descubrir que en Styria las cosas no eran lo que parecían.

La lluvia arreció, cayendo apresurada por delante de los ojos de Escalofríos mientras éste comía. Aunque no fuera ni parecida a las tormentas que él había tomado a broma en el Norte, consiguió aguarle un poco el carácter, haciendo que se preguntara dónde podría reposar la cabeza por la noche. La lluvia se escapaba de los aleros enmohecidos y de las cañerías rotas, oscurecía el empedrado y hacía que la gente se encogiera y maldijese. Bajaba desde los edificios cercanos y llegaba hasta una de las riberas del río que estaba encajonada con piedras, como una valla. Se detuvo durante un momento sin saber qué camino tomar.

La ciudad se extendía a lo lejos, con puentes por arriba y por abajo, con edificios que eran aún más grandes que los que había a aquel lado del río… torres, cúpulas, tejados que iban y venían, medio ocultos y grises por la lluvia. Más papeles destrozados que ondeaban bajo la brisa, más letras pintarrajeadas en ellos con colores chillones, como tiras de color que recorrieran la calle empedrada.

Letras que, en algunos sitios, eran tan altas como un hombre. Escalofríos echó un vistazo a algunas de ellas, intentando descubrir algún significado.

Otro hombro chocó contra él justo en las costillas, haciéndole gruñir. En aquella ocasión se volvió en redondo, agitando el pequeño espetón en su mano como si fuese una espada. Luego respiró hondo. No había pasado mucho tiempo desde que Escalofríos dejara libre al Sanguinario. Recordaba aquella mañana como si fuera la víspera, la nieve al otro lado de las ventanas, el cuchillo en su mano, el ruido que había hecho al caer al suelo. Había dejado vivir al hombre que había matado a su hermano, sin vengarse de él para poder ser mejor persona. Aléjate de la sangre. Alejarse de un hombro despistado en medio de la muchedumbre no tiene mérito alguno.

Se obligó a esbozar una sonrisa y siguió el otro camino, el que le conducía hacia el puente. Era una tontería que un golpe con un hombro le hiciera maldecir durante varios días y envenenara la vida que le aguardaba antes de que ésta hubiese comenzado. Había estatuas a ambos lados que miraban por encima del agua, monstruos de piedra blanca, manchados con deyecciones de aves. La gente corría deprisa, una especie de río que fluía por encima del otro. Gente de todo tipo y color. Tanta que no la sintió hasta que estuvo en medio de ella. Disponte para recibir muchos golpes de hombros y codos en un sitio como éste.

Algo le golpeó en el brazo. Antes de darse cuenta, agarraba a alguien por el cuello y lo subía sobre el parapeto, a veinte pasos por encima de las revueltas aguas, sujetando su garganta como si estrangulase a un pollo.

—¿Has tropezado conmigo, bastardo? —exclamó en norteño—. ¡Te voy a sacar los malditos ojos!

Era un hombrecillo que estaba tremendamente asustado. Casi era una cabeza más bajo que Escalofríos, y ni siquiera pesaba la mitad que él. Sobreponiéndose a la primera oleada de roja rabia, Escalofríos fue consciente de que aquel pobre desgraciado apenas le había tocado. Había sido sin mala intención. ¿Cómo podría evitar hacer malas acciones si perdía el control por nada? Él mismo había sido siempre su peor enemigo.

—Lo siento, amigo —dijo en styrio, sintiéndolo de veras. Soltó despacio al hombre y pasó una mano desmañada por la parte delantera de su casaca—. Lo siento de veras. Ha sido… lo que usted llamaría… una pequeña confusión. Lo siento. ¿Quiere…? —Escalofríos se dio cuenta de que le estaba ofreciendo el espetón, en el que aún quedaba un pequeño trozo de carne. El hombre le miró fijamente. Era evidente que no lo quería. Apenas lo quería el propio Escalofríos—. Lo siento —el hombre se volvió y echó a correr, metiéndose entre la gente y mirando sólo una vez por encima del hombro, asustado, como si acabase de sobrevivir al ataque de un loco. Y quizá tuviera razón. Escalofríos se quedó en el puente, mirando ceñudo el agua parda que corría tumultuosa. Por cierto, el mismo tipo de agua que tenían en el Norte.

Le dio la impresión de que querer ser mejor persona iba a ser una labor más ardua de lo que había pensado.

El ladrón de huesos

En cuanto abrió los ojos, vio huesos.

Huesos largos y cortos, gruesos y menudos, blancos, amarillos, pardos, que cubrían la descascarillada pared desde el suelo hasta el techo. Cientos de ellos sujetos con clavos para formar un dibujo, el mosaico de un loco. Los observó con sus ojos cansados y enfermos. Una lengua de fuego palpitaba en una chimenea llena de hollín. Más arriba, sobre la repisa, unos cráneos hacían muecas, bien amontonados en tres filas.

Eran huesos humanos. Monza sintió que se le ponía carne de gallina.

Intentó incorporarse. La vaga sensación de entumecimiento que la dominaba se convirtió tan deprisa en dolor que estuvo a punto de vomitar. La habitación oscura se tambaleó y se desdibujó. La habían atado a conciencia y estaba echada encima de algo duro. Su mente estaba llena de lodo, y no podía recordar cómo había llegado hasta allí.

Movió la cabeza hacia un lado y vio una mesa. En la mesa había una bandeja metálica. En la bandeja se encontraban muy bien colocados varios instrumentos. Pinzas, alicates, agujas y tijeras. Una sierra pequeña, de aspecto muy profesional. Por lo menos una docena de cuchillos de todos los tamaños y formas. Sus ojos abiertos como platos se fijaron al instante en sus filos, curvos, rectos, mellados, que brillaban ávidos y crueles bajo la luz de la chimenea. ¿El instrumental de un cirujano?

¿O el de un torturador?

—¿Benna?

Su voz era un quejido fantasmal. Su lengua, sus encías, su garganta, sus fosas nasales estaban tan en carne viva como la carne de un animal despellejado. Intentó moverse de nuevo, pero apenas pudo levantar la cabeza. Todo aquel esfuerzo supuso una cuchillada de dolor que fue desde su cuello hasta su hombro, un latido apagado que le subió por las piernas y terminó en el brazo derecho, después de pasarle por las costillas. El dolor trajo consigo el miedo, y el miedo nuevamente dolor. Su respiración se aceleró, convirtiéndose en un estertor estremecido que salía por sus inflamadas fosas nasales.

Se quedó quieta de repente, aguzando el oído. Luego llegó un ruido de metal contra metal, el que hace una llave dentro de la cerradura. Se retorció frenética, con todas las articulaciones ardiéndole de dolor, tensionando cada músculo, la sangre latiéndole detrás de los ojos, la hinchada lengua apretada contra los dientes para no gritar. Una puerta se abrió con un chirrido para luego cerrarse de golpe. Pisadas en los tablones, que apenas sonaban, pero que, una tras otra, suscitaban pinchazos de miedo en su garganta. Una sombra recorrió el suelo, una silueta enorme, retorcida, monstruosa. Hizo un esfuerzo para mirar por el rabillo del ojo y se preparó para lo peor.

Una figura pasó por la puerta y se acercó hasta ella para luego dirigirse hacia un armario bastante alto. Pero sólo era un hombre de estatura mediana y cabellera rubia y corta. La desafortunada sombra había sido creada por el saco de arpillera que llevaba al hombro. Farfulló algo para sí mientras lo vaciaba, colocando cuidadosamente cada uno de aquellos objetos en su correspondiente estante. Luego se movió de un lado para otro hasta que entró en la habitación.

Si se trataba de un monstruo, no podía ser muy malo, porque parecía demasiado detallista.

Cerró las puertas con sumo cuidado, dobló el saco vacío y lo deslizó bajo el armario. Se quitó la casaca manchada y la colgó de una percha, limpiándola con una mano enérgica; luego se volvió y se quedó inmóvil. Su rostro era delgado y estaba pálido. Aunque no fuera el de un hombre mayor, tenía muchas arrugas, con pómulos muy marcados y ojos que miraban con brillo feroz desde unas cuencas hundidas.

Durante un momento, ella y él se miraron fijamente, dando la impresión de que ambos estuvieran igual de sorprendidos. Entonces sus labios exangües se curvaron en una sonrisa cansada.

—¡Está despierta!

—¿Quién es usted? —su garganta reseca le raspaba.

—Mi nombre no importa —tenía una pizca del acento de la Unión—. Le bastará saber que soy un estudioso de las ciencias físicas.

—¿Un curandero?

—Entre otras cosas. Como usted ya habrá supuesto, soy un entusiasta, sobre todo, de los huesos. Por eso estoy muy contento de que usted… cayera en mi vida —sonrió, pero como hubiese podido hacerlo una calavera, sin que la sonrisa se insinuase en su mirada.

—¿Cómo…? —tuvo que pelearse con las palabras, porque tenía la mandíbula igual de seca que una bisagra oxidada—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Yo buscaba cadáveres para mi trabajo. En ocasiones suelo encontrarlos donde la encontré a usted. Pero nunca había encontrado a nadie con vida. Me pareció que usted era una mujer espectacularmente afortunada —durante un momento le dio la impresión de que pensaba lo que iba a decir—. Hubiera sido mejor que no cayera, pero… como así fue…

—¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está Benna?

—¿Benna?

El recuerdo le llegó como un torrente que la cegó durante un instante. La sangre escapándose a borbotones por entre los engarabitados dedos de su hermano. La larga hoja deslizándose por su pecho mientras ella miraba sin poder hacer nada. Su rostro perezoso tiñéndose de rojo.

Lanzó un grito estremecedor, se retorció y se tensionó. La agonía recorrió todos sus miembros, haciéndole retorcerse aún más, pero la había atado muy fuerte. Su anfitrión observó su lucha con una cara de cera tan inexpresiva como una página en blanco. Ella se hundió en el jergón, escupiendo y quejándose, mientras el dolor empeoraba y la apretaba como si fuera un enorme tornillo al que alguien le estuviese dando vueltas.

—La ira no arregla nada.

Sólo podía rezongar mientras su respiración entrecortada salía por entre sus dientes apretados.

—Supongo que debe de sentir un poco de dolor —abrió un cajón del armario y extrajo de él una pipa bastante larga con cazoleta negra—. Me gustaría ver si le sirve de alivio —se volvió y, ayudándose con unas tenazas, extrajo un tizón de la chimenea—. Mucho me temo que el dolor será su compañero inseparable.

La gastada boquilla apareció ante ella. Había visto a muchos fumadores de cáscaras tendidos como cadáveres, marchitos hasta la ineptitud por las propias cáscaras, despreocupados de cualquier cosa que no fuese la siguiente pipa. Las cáscaras eran como la piedad. Algo para los débiles. Para los cobardes.

Él volvió a esbozar su sonrisa de muerto.

—Esto la ayudará.

Demasiado dolor convierte a cualquiera en un cobarde.

El humo le quemó los pulmones e hizo estremecerse sus doloridas costillas; cada golpe de tos enviaba nuevas sacudidas a las yemas de sus dedos. Gimió, torció la cara y volvió a retorcerse, pero menos que antes. Un nuevo acceso de tos y se relajó. El dolor estaba embotado. El miedo y el pánico ya no eran tan afilados como antes. Todo se difuminó lentamente. Se sentía tranquila, cálida, confortable. Alguien emitió un largo suspiro apenas audible. Quizá ella. Sintió que una lágrima le bajaba por una mejilla.

—¿Más? —En aquella ocasión retuvo el humo. Cuando lo expulsó, el humo adoptó la forma de un brillante penacho. Y cuando recobró poco a poco el aliento, el latido de la sangre que le estallaba en la cabeza se había convertido en el suave chocar de las olas.

—¿Más? —La voz bañaba su cuerpo como las olas a la suave playa. Los huesos titilaban, despidiendo unos halos de cálida luz. Los carbones de la chimenea eran piedras preciosas que chispeaban con todos los colores. Apenas sentía dolor y nada le importaba. No hizo nada. Sus ojos se agitaron lentamente y, aún más despacio, comenzaron a cerrarse. Unos dibujos en mosaico bailaron y se movieron por dentro de sus párpados. Flotaba en un mar cálido tan dulce como la miel…

—¿Ya ha vuelto con nosotros? —su rostro fue haciéndose más nítido, tan inexpresivo y blanco como una bandera de rendición—. Confieso que estaba preocupado, porque no creía que se despertase; pero ahora que está aquí, sería una pena que…

—¿Benna? —Monza seguía sintiendo que la cabeza se le iba. Gruñó, intentó mover un tobillo, y el dolor agobiante regresó, haciéndole recordar la realidad e imprimiendo en su rostro una mueca de desesperación.

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