El príncipe bajó la mirada para encontrar algo donde secarse las manos ensangrentadas. Se acercó a las ricas colgaduras que había junto a un ventanal.
—¡Ahí no! —exclamó Orso—. ¡Es seda de Kanta, a cincuenta escamas la pieza!
—Entonces, ¿dónde me seco?
—Encuentra otro sitio, ¡o sigue manchado de rojo! A veces me pregunto, chico, si tu madre me engañó acerca de tu paternidad. —Con aire hosco, Ario se secó las manos en la pechera de la camisa mientras Monza le miraba fijamente, con la cara roja por la falta de aire. Orso se inclinó sobre ella, cuyos ojos húmedos, medio cubiertos por sus cabellos enmarañados, apenas lo veían como un bulto negro—. ¿Aún vive? ¿Cómo vas a arreglarlo, Gobba?
—Metió una mano por debajo del maldito alambre —dijo con un siseo el guardaespaldas.
—Pues intenta acabar con ella de otra manera, menguado.
—Yo lo haré —mientras seguía sujetando con una mano una de las muñecas de Monza, Fiel sacó el puñal que Monza aún tenía dentro de su vaina—. De veras que lo siento.
—¡Hazlo! —rezongó Gobba.
La hoja fue hacia atrás, un acero tan reluciente como un rayo de luz. Monza dio un pisotón a Gobba con toda la fuerza que le quedaba. El guardaespaldas gruñó y dejó de hacer fuerza con el alambre, de suerte que Monza pudo quitárselo del cuello y luego retorcerse con un rugido mientras Carpi intentaba apuñalarla.
La hoja erró su blanco por mucho y la arañó en la última costilla. Aunque el metal estuviera frío, a ella le pareció muy ardiente, como si una línea de fuego le recorriera el cuerpo desde el estómago a la espalda. Luego, su punta alcanzó a Gobba en la barriga.
—¡Agg! —cuando soltó el alambre, Monza comenzó a gritar como una loca, alcanzándole con el codo y haciéndole tambalearse. El desprevenido Fiel dejó caer el cuchillo que acababa de sacarle a ella del cuerpo, que rodó por el suelo. Monza le dio una patada, no acertando en la ingle, pero sí en la cadera, de suerte que le hizo doblarse en dos. Luego agarró el puñal que Gobba llevaba al cinto y lo sacó de su vaina; pero como el corte que tenía en la mano no le permitía muchos movimientos, el guardaespaldas la agarró por la muñeca antes de que pudiera clavárselo. Ambos se pelearon para cogerlo, enseñando los dientes y escupiéndose, yendo de aquí para allá, manchándose las manos con la sangre de Monza.
—¡Mátala!
Sintió un golpe y la cabeza se le llenó de luz. El suelo chocó contra su cráneo y uno de sus hombros. Escupió sangre, y sus locos chillidos se convirtieron en un quejido sostenido mientras intentaba agarrarse con las uñas al pulimentado suelo.
—¡Maldita zorra!
El tacón de la enorme bota de Gobba le pisó la mano derecha, enviando hacia su antebrazo una oleada de dolor tan insoportable que le provocó náuseas. Su bota le aplastó los nudillos, los dedos y la muñeca. Mientras tanto, la bota de Fiel le pisoteaba las costillas una y otra vez, haciendo que tosiera y se estremeciese. Su aplastada mano acabó finalmente por caer hacia un lado. El tacón de Gobba siguió pisándola hasta que la aplanó contra el frío mármol y le astilló los huesos. Ella se dejó caer pesadamente al suelo, incapaz de respirar; la habitación daba vueltas a su alrededor, y los históricos vencedores de las pinturas la miraban con aire torvo.
—¡Me has apuñalado, maldito y necio bastardo! ¡Me has apuñalado!
—¡No se te puede apuñalar, cabeza de grasa! ¡Deberías haberla agarrado mejor!
—¡Seré yo quien os apuñale a los dos, so inútiles! —dijo Orso, escupiendo las palabras—. ¡Acabad de una vez!
El bestial puñetazo de Gobba que Monza recibió en el cuello casi la levantó del suelo. Intentó agarrarle con la mano izquierda, pero toda la fuerza se le había ido por el agujero que tenía en el costado y los cortes del cuello. Las desmañadas yemas de sus dedos sólo dejaron unas líneas rojas en su rostro abotagado. El otro brazo se lo estaban retorciendo por detrás de la espalda.
—¿Dónde está el oro de Hermon? —decía la áspera voz de Gobba—. Eh, Murcatto, ¿qué hiciste con el oro?
Monza intentó levantar la cabeza.
—Lámeme el culo, chupapollas —aunque no fuera una buena idea, aquellas palabras le salían del fondo del corazón.
—¡Jamás existió ese oro! —exclamó Fiel—. ¡Te lo dije, cerdo!
—Existe, y es mucha cantidad. —Uno a uno, Gobba fue sacando las golpeadas sortijas de sus machacados dedos, que ya estaban hinchados y comenzaban a adquirir un color púrpura muy marcado, tan deformados como salchichas podridas—. Qué piedra tan bonita —dijo al ver el rubí—. Me parece que esto es un desperdicio de carne buena. ¿Por qué no me dejáis un momento a solas con ella? Sólo necesito un momento.
El príncipe Ario rió con disimulo.
—No me parece que la rapidez sea algo de lo que haya que ufanarse.
—¡Por piedad! —era la voz de Orso—. No somos animales. Por la terraza y acabemos de una vez. Ya llego tarde al almuerzo.
Sintió que la levantaban, porque su cabeza fue de un lado para otro. La luz del sol la apuñaló. Entonces arrastró las botas por el pavimento. El cielo se volvió azul. La subieron hasta la balaustrada. El aliento rozó su nariz, se estremeció en su pecho. Ella se retorció y pataleó. Su cuerpo intentaba en vano seguir con vida.
—Permitidme que me asegure —era la voz de Ganmark.
—¿Qué grado de seguridad necesitamos? —ella podía ver el gastado rostro de Orso a través del enmarañado pelo que ocultaba sus ojos—. Espero que me comprenda. Mi abuelo fue un mercenario. Un luchador de baja cuna. Un luchador de baja cuna que se hizo con el poder gracias a la agudeza de su mente y de su espada. No puedo permitir que otro mercenario se haga con el poder en Talins.
Ella intentó escupirle en la cara, pero sólo consiguió un flujo de babas ensangrentadas que le corrieron barbilla abajo.
—Que te jodan…
Y entonces salió volando.
Su camisa rasgada se agita, ondeando contra su piel estremecida. Se da la vuelta varias veces y el mundo gira a su alrededor. Un cielo azul con hilachas de nubes, unas torres negras en la cumbre de la montaña, un suelo de rocas grises que se acerca vertiginosamente, unos árboles verde-amarillentos y un río chispeante, un cielo azul con hilachas de nubes, etc., etc., todo cada vez más rápido.
El frío viento desgarra sus cabellos, ruge en sus oídos, silba entre sus dientes junto con su aliento dominado por el terror. Ahora ya puede ver cada árbol, cada rama, cada hoja. Aparecen ante ella. Abre la boca para gritar…
Las ramas la secuestran, la agarran, la laceran. Una rama rota la golpea y le hace dar vueltas. Los troncos que la rodean crujen y la hieren, mientras ella sigue cayendo más y más y se estrella contra la falda de la montaña. Sus piernas se astillan por la vertiginosa caída, sus hombros se dislocan al chocar con la tierra firme. Pero, en vez de rociar las rocas con sus sesos, sólo se rompe la mandíbula contra el pecho de su ensangrentado hermano, porque su desmadejado cuerpo se ha quedado acurrucado junto al tronco de un árbol.
Así fue como Benna Murcatto salvó la vida de su hermana.
Rebotó contra el cadáver, sin sentir las tres cuartas partes de su cuerpo, y siguió bajando por la ladera. Más y más, golpeándose como una muñeca rota. Las rocas, las raíces y la dura tierra la machacaron, la golpearon, la aplastaron con la fuerza de cien martillos.
Se precipitó contra un montón de arbustos, cuyas espinas la azotaron y se le clavaron. Rodó y rodó por la curva tierra en una nube de hojas y de polvo. Pasó por encima del tronco de un árbol y se desplomó encima de una roca cubierta de musgo. Poco a poco fue deteniéndose y quedó boca arriba. Todo estaba en silencio.
—Uuuuuuurrrrrhhh…
Las piedras siguieron cayendo a su alrededor, junto con palitos y gravilla. El polvo se asentó poco a poco. Escuchó el viento que chirriaba en las ramas y susurraba en las hojas. O su propio aliento, que chirriaba y silbaba en su garganta destrozada. El sol parpadeaba entre los negros árboles, apuñalándole en un ojo. El otro se le había quedado a oscuras. Las moscas zumbaban, volando y fluctuando en el cálido aire de la mañana. Había ido a parar junto a los desechos de la cocina de Orso. Desmadejada e indefensa entre las verduras podridas, las nauseabundas grasas y los apestosos menudillos que componían las sobras de los magníficos platos del último mes. La habían arrojado como unas sobras más.
—Uuuuuuurrrrrhhh…
Un estertor discontinuo e inconsciente. Se sentía molesta, pero no podía evitarlo. Un terror animal. Una desesperación ciega. El lamento de los muertos en el infierno. Su ojo sano escrutó enloquecido los alrededores. Vio el despojo en el que se había convertido su mano derecha, un guante informe de color púrpura con una abertura sangrienta en un lado. Un dedo le temblaba ligeramente. Su última falange se aplastaba contra la piel levantada de su codo. El antebrazo estaba doblado en dos y una pequeña astilla de hueso gris asomaba por entre la seda ensangrentada. No parecía real. Más bien era como la viga de un teatro barato.
—Uuurrhhh…
El miedo comenzaba a dominarla, aumentando tras cada vahído. No podía mover la cabeza. Tampoco la lengua. Podía sentir en los confines de su mente que el dolor la roía. Una masa enorme la apretaba por todas partes, aplastaba hasta la menor parte de su cuerpo, cada vez más, más y más.
—Huurhh… uurh…
Benna había muerto. Sintió que una raya húmeda abandonaba su ojo parpadeante y se deslizaba lentamente mejilla abajo. ¿Por qué no había muerto? ¿A qué se debía que no hubiese muerto?
Que sea pronto, por favor. Antes de que el dolor se haga insoportable. Por favor, que sea pronto.
—Uurh… uh… uh.
Por favor, la muerte.
«
Si quieres tener un buen enemigo, escoge a uno de tus amigos
:
él sabrá dónde golpear.
»
DIANA DE POITIERS
¡Jappo Murcatto jamás explicó por qué tenía una espada tan buena, pero bien que sabía usarla. Como su hijo, además de ser cinco años más joven que su hermana, no gozaba de buena salud, desde la más tierna edad comenzó a enseñarle a ella su manejo. Monzcarro era el apellido de soltera de su abuela paterna, cuya familia había aspirado a la nobleza. Y puesto que su madre apenas le dio imtancia al apellido, éste quedó olvidado cuando ella murió al dar a luz a Benna.
Eran días de paz en Styria, algo tan escaso como el oro. Durante la siembra, Monza se apresuraba en pos de su padre para ver cómo hundía el arado en la tierra, para apartar las piedras grandes de la tierra recién abierta y tirarlas al bosque. Durante la siega se apresuraba en seguir a su padre mientras relucía la hoz que él empuñaba, para hacer gavillas con las mieses cortadas.
—Monza —solía decir él, siempre sonriendo—, ¿qué haría yo sin ti?
Ella le ayudaba a trillar y a aventar las mieses, a partir leños y a regar. Cocinaba, fregaba, llevaba cosas y ordeñaba la cabra. Sus manos siempre estaban en carne viva por todo lo que trabajaba. Su hermano intentaba imitarla, pero era bajito, enfermizo y casi un inútil. Aquellos años, aunque duros, también fueron felices.
Cuando Monza acababa de cumplir catorce años, su padre cogió la fiebre. Ella y Benna vieron cómo tosía, sudaba y se apagaba. Una noche, su padre la agarró por una muñeca y se la quedó mirando con ojos brillantes.
—Mañana, rotura el terreno del campo de arriba, porque, si no lo haces, el trigo no saldrá a tiempo. Planta todo lo que puedas —y tocó una de sus mejillas—. No es justo que todo recaiga en ti, pero tu hermano es muy pequeño. Vigílalo —y entonces murió.
Benna lloró y lloró, pero los ojos de Monza siguieron secos. Sólo pensaba en las semillas que tenía que plantar y en cómo lo haría. Puesto que aquella noche Benna estaba demasiado asustado para dormir solo, ambos yacieron en la estrecha cama de ella, agarrados el uno al otro para darse ánimos. Ya no tenían a nadie más.
A la mañana siguiente, antes del amanecer, a rastras, Monza sacó de la casa el cadáver de su padre y, luego de atravesar los bosques cercanos, lo arrojó al río. Obró de aquella suerte no porque no le quisiera, sino porque no tenía tiempo para enterrarlo.
A la salida del sol ya estaba roturando el terreno del campo de arriba.
Mientras el barco se dirigía hacia el embarcadero, Escalofríos vio que no hacía nada del calor que había estado esperando. Le habían dicho que siempre hacía sol en Styria. No hay nada como un buen baño todos los días del año. Si a Escalofríos le hubieran ofrecido un baño como el que se estaba dando, habría seguido cubierto de mugre y, posiblemente, se habría visto obligado a añadir unas cuantas palabras hirientes. Talins se amontonaba bajo unos cielos grises mientras las nubes se arracimaban, una brisa cortante salía del mar y una fría lluvia le golpeteaba en las mejillas de vez en cuando, haciéndole recordar su hogar. Y no de buena manera. A pesar de todo, seguía intentando ver el lado bueno de las cosas. Quizá sólo fuese un mal día. De vez en cuando nos toca alguno.
Mientras los marineros se apresuraban a amarrar el barco, le pareció que aquel sitio no ofrecía una vista muy agradable. Varios edificios cubiertos de tejas se alineaban a lo largo de la bahía, llenos de ventanucos, unos arracimados a otros, con los tejados medio caídos, la pintura pelada, las grietas manchadas por la sal, verdes por el musgo, negros por el moho. Cerca del fangoso empedrado, las paredes estaban atestadas de grandes hojas de papel, sujetas en todos los rincones, arrugadas y pegadas unas encima de otras, con los bordes rotos y ondeando al viento. Podía ver en ellas caras y palabras impresas. Quizá fueran avisos, pero Escalofríos no era un gran lector, y menos en el idioma de Styria. Hablar en aquel idioma era casi un desafío.
El terreno próximo a los muelles estaba lleno de gente que no parecía precisamente muy contenta. Ni con buena salud, ni rica. Y además estaba el olor. O, para ser más precisos, un auténtico hedor. Los olores a salazones podridas, a cadáveres de varios días, a humo de carbón y a letrina (éste predominaba sobre los demás) se entremezclaban. Escalofríos tuvo que admitir que, si aquella era la patria del gran hombre que estaba a punto de darle la bienvenida, la circunstancia era bastante más que desagradable. Durante un brevísimo instante tuvo la ocurrencia de invertir lo poco que le quedaba en un pasaje que, aprovechando la marea, le devolviera a su casa en el Norte. Pero la desechó. Él había vivido para la guerra, para guiar a los hombres hacia su muerte, para la matanza y todo lo que llega con ella. Quería ser mejor persona. Quería hacer las cosas bien y estaba dispuesto a intentar lo que fuera para conseguirlo.