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Authors: Anne Rice

La Momia (15 page)

BOOK: La Momia
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Henry debía esperar. La justicia tenía que esperar. A no ser que matara ella misma a Henry con sus propias manos, y eso era inconcebible. Pero en aquel momento el hombre que estaba sentado delante de el a lo era todo. Ya le llegaría el momento al odio que sentía por Henry. Si alguien iba a sufrir la justicia divina, con segundad ése era Henry.

Julie siguió mirando aquellos magníficos ojos azules, sintiendo la calidez de la mano que sostenía la suya.

Se oyó un violento sonido procedente de la calle. No podía ser más que un automóvil.

Ramsés lo había oído, de el o no había duda. Pero su reacción fue lenta, como si le costara apartar los ojos de ella y dirigirlos a la ventana. Le pasó el brazo suavemente por el hombro y la condujo a la parte delantera de la casa.

¡Qué caballerosidad la suya! ¡Qué extraña cortesía! Ramsés contempló a través de la cortina de encaje lo que sin duda era un espectáculo: dos jóvenes en un descapotable italiano que saludaban a una señorita que caminaba por la acera de enfrente. El conductor hizo sonar la bocina estruendosamente y Ramsés se sobresaltó. Pero siguió mirando el rugiente y humeante vehículo, no con miedo, sino con curiosidad. Cuando el coche comenzó a moverse y se perdió calle abajo, la curiosidad dio paso al desconcierto más absoluto.

—Automóvil —explicó el a—. Funciona con gasolina. Es una máquina, una invención.

—¡Automóvil! —Ramsés se dirigió con rapidez a la puerta y la abrió.

—No. Ven conmigo. Debes vestirte adecuadamente —señaló ella—. Vestidos de verdad.

—Camisa, corbata, pantalones, zapatos —dijo él.

Ella se echó a reír, y él le indicó con un gesto que esperara. Entró en la sala egipcia, se acercó a la larga fila de redomas de alabastro y seleccionó una. Tras darle la vuelta abrió un pequeño compartimiento oculto que tenía en el fondo y extrajo de él varias monedas de oro que ofreció a Julie.

—Vestidos —dijo simplemente.

Ella las miró durante un instante a la luz de las ventanas: más monedas de Cleopatra, relucientes, perfectas.

—Oh, no —repuso ella—. Esas monedas valen demasiado para que las gastemos.

Guárdalas. Eres mi invitado. Yo me haré cargo de todo.

Lo tomó de la mano y lo condujo escaleras arriba. Como un rato antes, Ramsés estudiaba con atención todo lo que había a su alrededor. Se detuvo delante del retrato de Lawrence que colgaba en el salón del piso superior.

—Lawrence —dijo él. Entonces miró a Julie con intensidad—. ¿Y Henry? ¿Dónde está Henry?

—Yo me encargaré de Henry —respondió ella—. El tiempo y la ley...
judicium...,
la justicia se encargará de Henry.

Él dio a entender que la respuesta no le satisfacía. Sacó del bolsillo el cuchillo que había cogido de la mesa y pasó el pulgar por la afilada hoja.

—Yo, Ramsés, mataré a Henry.

—¡No! —Julie se llevó la mano a los labios—. No. Justicia. ¡Ley! —replicó—. Somos un pueblo que se gobierna por leyes. Cuando llegue el momento... —No pudo seguir. No podía decir nada más. Los ojos se le llenaban de lágrimas. Otra vez estaba viendo lo que había sucedido en todas sus dimensiones. Henry había robado a su padre su triunfo, aquel misterio, aquel momento—. No —repitió mientras intentaba serenarse.

El se llevó una mano al pecho.

—Yo, Ramsés, soy la justicia —declaró—. Rey. Justicia. Ella intentó reprimir las lágrimas y se las enjugó con el dorso de la mano.

—Aprendes muy rápido las palabras —dijo—, pero no puedes matar a Henry. Yo no podría seguir viviendo si mataras a Henry.

Súbitamente él le tomó el rostro en las manos y, atrayéndola hacia sí, la besó. Fue un beso breve y absolutamente devastador. Ella retrocedió y le dio la espalda.

Con rapidez se dirigió al otro extremo de la habitación y abrió la puerta del armario de su padre. No volvió a mirarlo mientras iba sacando la ropa. Fue dejando sobre la cama la camisa, los pantalones, el cinturón, calcetines, zapatos. Señaló las fotos enmarcadas de la pared, en las que se podía ver a su padre, Randolph, Elliott y otros amigos, desde los días de Oxford hasta la actualidad. La chaqueta, había olvidado la chaqueta. La buscó en el armario y la dejó sobre la cama.

Entonces levantó la vista. Ramsés estaba en la puerta, mirándola. La bata se le había abierto hasta la cintura. Había algo profundamente primitivo en su postura, con los brazos cruzados y las piernas algo separadas, y a la vez era todo un paradigma de sobria elegancia.

Entró en la habitación y observó las fotos con la misma curiosidad que mostraba hacia todo.

Vio las fotos del padre de Julie con Randolph y Elliott en Oxford. Se volvió hacia la cama y miró las ropas extendidas. Evidentemente estaba comparándolas con las de los hombres de la foto.

—Sí —dijo ella—. Debes vestirte así.

Los ojos de Ramsés se clavaron en el ejemplar del
Archaeology Journal
que había sobre una cómoda. Lo abrió y se puso a hojearlo. Se detuvo en un grabado de la gran pirámide de Giza en el que también se veía el Mena Hotel. ¿Qué estaría pensando? Cerró la revista.

—ARRR... queo... logia —dijo, y sonrió con la inocencia de un niño.

Sus ojos resplandecían cuando la miró. Había una sombra de vello en el centro de su ancho torso. Julie se estremeció. Tenía que salir de allí en aquel mismo momento.

—Vístete, Ramsés. Como en las fotos. Te ayudaré después si te equivocas.

—Muy bien, Julie Stratford —repuso él con su perfecto acento británico—. Puedo vestirme solo. Lo he hecho otras veces.

Por supuesto. Esclavos, siempre había tenido esclavos, probablemente docenas de ellos.

En cualquier caso, ella no podía hacer nada. Desde luego no podía quitarle la bata con sus manos. Sintió que las mejillas le ardían. Salió apresuradamente y cerró la puerta con suavidad.

Henry no había estado nunca tan borracho. Ya había acabado con la botella de whisky que se había llevado sin permiso de casa de Elliott, y ahora estaba bebiendo coñac como agua.

Pero no sentía el menor alivio.

Fumaba un cigarro egipcio detrás de otro, inundando el piso de Daisy con la fragancia acre a la que se había acostumbrado en El Cairo. Aquel olor le recordaba a Malenka. En aquel momento hubiera deseado estar con ella, aunque también deseaba no haber pisado nunca Egipto, no haber entrado en aquella cámara excavada en la ladera de la montaña.

¡Aquella cosa estaba viva! Lo había visto verter el veneno en la taza de Lawrence.

Recordaba ahora con dolorosa claridad aquellos mismos ojos mirándolo tras los vendajes. No había duda de que aquel a criatura había salido de su ataúd en casa de Julie y había intentado estrangularlo con sus horribles manos.

Nadie comprendía el peligro que lo acechaba. ¡Nadie lo comprendía porque nadie conocía los motivos de aquel monstruo! ¡Qué más daba la razón de su existencia! Aquel ser había sido testigo de lo que había hecho, y, a pesar de que le costase relacionarlos, Henry no tenía la menor duda de que Reginald Ramsey y la horrenda criatura eran la misma persona. ¿Volvería a su tumba cuando hubiera cumplido con su venganza? ¡Dios! Henry se estremeció. Oyó a Daisy decir algo, y cuando levantó la vista la vio de pie apoyada en la repisa de la chimenea, vestida tan sólo con un corsé y unas medias de seda. Sus pechos desbordaban las cazoletas de encaje del corsé y los largos rizos rubios se derramaban sobre sus hombros. Debiera haberle parecido algo digno de ser contemplado, de ser acariciado. Y sin embargo no significaba nada.

—¡Y dices que la jodida momia salió del ataúd y te echó las jodidas manos al cuello! Y que ahora va con una jodida bata por la jodida casa...

«Muérete, Daisy.» Mentalmente Henry imaginó que sacaba la navaja del bolsillo, la navaja con la que había matado a Sharples, y apuñalaba con ella a Daisy en el cuel o.

Sonó el timbre de la puerta. ¡No pensaría salir a abrir medio desnuda...! Era una perfecta idiota. ¡Y a él qué le importaba! Se arrellanó en el sillón y palpó la navaja en el bolsillo.

Daisy volvió con un gran ramo de flores balbuciendo estupideces sobre uno de sus admiradores. Henry se hundió en la butaca. ¿Qué hacía mirándolo de aquella forma?

—Necesito una pistola —dijo él sin mirarla—. Seguro que alguno de esos golfos amigos tuyos puede conseguirme una.

—¡Yo no sé nada de esas cosas!

—¡Tú harás lo que te diga! —replicó él. Si ella supiera que había matado a dos hombres... Y

casi a una mujer. Casi. Y lo curioso era que también le hubiera gustado herir a Daisy, ver la expresión de su rostro cuando la hoja del cuchillo se hundiera en su garganta—. Y ahora coge el teléfono —agregó con tono tajante—. Llama al inútil de tu hermano. Necesito una pistola lo suficientemente pequeña para llevarla en la chaqueta.

Daisy estaba a punto de echarse a llorar.

—Haz lo que te digo —ordenó él—. Me voy al club a coger algo de ropa. Si alguien me llama, di que voy a quedarme aquí. ¿Me has oído?

—¡No estás en condiciones de ir a ningún sitio!

El se levantó con dificultad y se dirigió a la puerta. El suelo parecía moverse. Se detuvo un momento y apoyó la frente en el marco de la puerta. No era capaz de recordar cuánto tiempo hacía que se sentía cansado, desesperado, rabioso. Volvió a mirar a Daisy.

—Si vuelvo y no has hecho lo que te he dicho...

—Lo haré —gimoteó el a. Tiró las flores al suelo, se cruzó de brazos y, dándole la espalda, agachó la cabeza.

La intuición en la que Henry siempre había confiado plenamente le dijo que era el momento de suavizar las cosas. Tenía que mostrarse amable, casi cariñoso, a pesar de que sólo verla con la cabeza gacha le daba ganas de vomitar, a pesar de que sus sollozos le hacían rechinar los dientes.

—Te gusta este piso, ¿verdad, cariño? —dijo—. Y te gusta el champán que te traigo y las pieles que te compro. Y te gustará el automóvil que te voy a regalar. Pero lo que necesito ahora es un poco de lealtad y de tiempo.

Ella asintió en silencio y se volvió para acercarse a él. Henry se alejó por el pasillo y cerró la puerta.

Se acababan de llevar las maletas de Henry.

Julie se quedó un momento en la ventana y vio alejarse calle abajo el extraño coche alemán. En el fondo de su corazón no sabía qué hacer con respecto a su primo.

Avisar a las autoridades era inconcebible. No sólo carecía de un testigo verosímil de lo que Henry había hecho, sino que la idea de hacer daño a Randolph le resultaba insoportable.

Estaba convencida de que Randolph era inocente. Y también sabía que, si Randolph se enteraba de la culpabilidad de Henry, sería el final para él. Perdería a su tío como había perdido a su padre. Y, aunque su tío nunca había sido como su padre, era sangre de su sangre y lo quería demasiado.

Julie recordó vagamente las palabras que Henry le había dicho aquella misma mañana:

«Somos todo lo que te queda». El dolor la paralizó. Estaba de nuevo al borde de las lágrimas.

Unos pasos que descendían por la escalera interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Se volvió, y entonces vio a la única persona en el mundo que podía aliviar aquel a carga, aunque fuera por un instante.

Julie se había vestido muy cuidadosamente para aquel momento. Repitiéndose que tenía que agasajar como era debido a su huésped, se había puesto el más elegante de sus vestidos, su mejor sombrero, negro con flores de seda, y guantes, por supuesto; y lo había hecho con la intención de familiarizarlo con las modas de la época.

Pero también se había vestido para él. Y sabía que el vestido de lana color burdeos le sentaba muy bien. El corazón le palpitaba con fuerza cuando lo vio descender por la escalera.

En realidad casi perdió la respiración cuando él entró en el salón central y se acercó a el a peligrosamente, como si fuera a besarla.

Julie no retrocedió.

Las ropas de su padre le quedaban espléndidas: calcetines oscuros y zapatos perfectamente limpios, la camisa bien abotonada y la corbata de seda anudada de modo un tanto excéntrico, aunque le daba un aire interesante. Incluso se había abrochado debidamente los gemelos. Estaba turbadoramente atractivo con el chaleco de seda, la levita bien ceñida y los pantalones de franela gris. Sólo se había equivocado con la bufanda de cachemir, que se había atado a la cintura como un fajín, como si fuera un viejo soldado.

—¿Puedo? —preguntó Julie mientras se la quitaba de la cintura y se la pasaba por el cuel o y por dentro del abrigo. La alisó con cuidado, intentando no dejarse llevar por su magnetismo, por los ojos azules que la miraban intensamente, por aquella extraña y filosófica sonrisa.

Comenzaba la gran aventura: iban a salir juntos, iba a enseñarle a Ramsés el siglo XX.

Aquél era el momento más emocionante que había vivido jamás.

Cuando estaba abriendo la puerta, él la tomó de la mano y la atrajo hacia sí, como si fuera a besarla. La excitación de Julie se convirtió por un momento en miedo.

El se dio cuenta. Se detuvo y aflojó la presión. Entonces inclinó la cabeza, le besó la mano con reverencia y le dedicó una breve sonrisa maliciosa.

¡Dios santo, era imposible resistirse a aquel hombre!

—Vamos. ¡El mundo nos espera! —dijo ella. Un coche de caballos descendía por la calle, y Julie hizo un gesto para detenerlo.

Ramsés estaba fascinado mirando la calle, las casas con barandillas de hierro y grandes portones, las cortinas de encaje en las ventanas, las chimeneas que despedían delgadas columnas de humo.

¡Qué vital, qué apasionado, qué lleno de interés por todo parecía! Al ver a Julie entrar al carruaje, corrió tras ella.

Julie pensó que jamás había visto ni una chispa de esa pasión en su amado Alex. La idea la hizo sentirse triste por un instante, no porque estuviera pensando en Alex, sino porque estaba empezando a darse cuenta de que su viejo mundo se desvanecía, de que las cosas nunca volverían a ser iguales.

El despacho de Samir en el Museo Británico era pequeño y estaba abarrotado de libros.

Apenas cabía nada más que el gran escritorio y las dos butacas forradas de cuero. Pero a Elliott le pareció confortable. Y por fortuna había una pequeña chimenea de carbón que lo mantenía caliente.

—Bien, no estoy seguro de poder aclararle gran cosa —dijo Samir—. Lawrence sólo llegó a traducir un fragmento: el faraón decía ser inmortal. Al parecer había recorrido el mundo a partir del fin de su reinado oficial. Había vivido entre pueblos que los antiguos egipcios no conocían.

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